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De la estructura de la tragedia

 

Tragedia Antigona




Dice Hegel en su Estética que “los hombres pueden llegar a sentir terror ante el poder de lo infinito y lo absoluto”. Y sin embargo, a lo que realmente “deberían temer no es al poder material y su opresión, sino al poder moral, que es un destino de su razón libre y, al mismo tiempo, el eterno e inviolable poder que levanta en contra suya cuando se vuelve contra ella”. Tragedia es palabra griega que traduce “canto del macho cabrío” -de trágos o carnero y odé o canto. Hace alusión al canto que los atenienses entonaban en las festividades en honor a Dioniso, el hijo de Zeus, Dios de la vendimia, el éxtasis y el teatro, en virtud de su capacidad para liberar a los hombres de su ser normal y conducirlos a la condición de catarsis o purificación, dado que resulta ser el intermediador por excelencia entre lo vivo y lo muerto. El canto en su honor conduce, pues, al drama terrible, decisivo y siempre funesto. Aristóteles, en su Poética, lo define como una “acción elevada y completa” que, “moviendo a compasión y a temor, produce en el espectador la purificación de los estados emotivos”. La tragedia conduce a la muerte, cuando no al exilio o a la ruina económica, moral o física de los personajes que la representan. Y es que hay, en efecto, muchos modos de morir. “Es preferible la muerte”, afirmó Carlos Andrés Pérez, al enterarse de la artera sentencia del entonces Tribunal Supremo que lo apartara definitivamente de la Presidencia de la República. Y, como ya se sabe, de aquellas aguas provienen estos lodos.

Inserta en el círculo del poder, la tragedia determina e impone su sino por encima de la voluntad, de las inclinaciones y de los afectos, haciendo de lo divino algo profano. Su detonante es la hybris, el orgullo insolente, el celo ardiente de las pasiones, de los intereses o de las ambiciones desbordadas: “sustancia eterna, cuyos lados, a la vez particulares y generales, constituyen los grandes móviles de la actividad verdaderamente humana”. No hay sive, inclusión, que se reconozca. Se impone la perentoriedad del aut, de lo que excluye: o esto o aquello, o lo uno o lo otro. No hay salida. Ante la proximidad de la inminente colisión, dos tendencias, dos inclinaciones, dos posiciones irreconciliables, en fin, la escogencia de una de dos decisiones recíprocamente contrarias que se autoconciben como la única realidad y verdad, arrastran al héroe de la terrible trama por el no menos terrible fatum hacia el conflicto final y la inminente derrota: “Alea iacta est”. 

Cada quien se labra su propio destino. De ahí que Hegel distinga entre el Schiksal y la Bestimmung. No importa cuál sea la estrategia o la decisión final: ya es tarde, y ya el fin, bajo las últimas luces del ocaso, ronda sombrío hasta penetrar lo que aún queda de humanidad en esa -aquí- estatua de yeso, atravesándola hasta tocar el fondo de sus -ahora- pírricas entrañas vitales de poder. Llega el momento de hamartia, la hora del tiro errado, el momento de asumir las consecuencias del error fatal, de las pecaminosas fallas cometidas por el llamado “héroe trágico”. Ya no hay forma de corregirlo. Nada más queda por hacer. Tampoco importa si la ofensa infligida se ha cometido por crasa ignorancia o por mera premeditación, siguiendo el plan trazado e impuesto por el cartel gansteril. Ni si se trata de Edipo, de Antígona o de lo que todavía resta de humanidad en un desproporcionado banano. A fin de cuentas, y como dice Vico, la era de los héroes es la era de la barbarie. El momento de convocar la elección marcó el destino del régimen.  

Los triunfos pírricos suelen obtenerse con más daño para el vencedor que para el vencido. ¡Oh, mala hora en la que ganar significa perder! La tragedia se caracteriza por no presentar salida alguna. No hay resolución ante la inminente desgracia. ¿Acaso pasarse el resto de los días en una prisión de máxima seguridad no es también una forma de morir? Y esa es, justamente, la actual condición de todo régimen que ha hecho del crimen, bajo todas sus expresiones, su medio y su fin. Gane o pierda. No hay más juego para las 'mediciones' ni las “tendencias” ni la “intención de voto”. A modo de paréntesis, conviene decir que ya no hay lugar para los oráculos ni para los “expertos” nano-teólogos ni para los “instrumentos metodológicos” de una ratio técnica que carece de todo concepto y de toda formación histórica y cultural. Formas huecas, vaciadas del más escueto contenido. Láminas de cartón graficadas ante las cuales las parcas sonríen, no sin cierta pena ajena. El desprecio por la Wirklichkeit, por la realidad efectiva, y su sustitución por las fórmulas, las “tendencias” y los debería de los divinari, muestra la precariedad de un entendimiento abstracto que ha terminado por transmutar las “tortas” de sus gráficas en una gran torta empírica, bajo sospecha de lucro. Los deseos, como dice el adagio popular, no “empreñan”. Tampoco la subestimación de la fantasía concreta tejida en red y devenida voluntad general.

La más grande tragedia del mundo antiguo, la Antígona de Sófocles, narra la historia de Eteocles, quien decide quedarse en el poder a pesar de haber culminado su período, lo que desencadena la guerra. Su hermano, Polinices, arma un ejército en Argos y regresa para reclamar el trono de Tebas. La guerra concluye con la muerte en combate de los dos hermanos, tal como lo habían anunciado no las encuestas sino las profecías. Muertos los hermanos, Creonte asume el poder y decreta que Polinices, por haber atacado a la ciudad, no debe recibir digna sepultura y su cuerpo deberá permanecer en la arena para ser devorado por los cuervos y los perros. Por esa razón, Antígona, hermana de ambos contendores, decide enterrar a su hermano y darle los correspondientes honores fúnebres. Pero su desobediencia la lleva a “la tumba”, para ser sepultada en vida. Antígona decide quitarse la vida. Su prometido, Hemón, hijo del rey Creonte, intenta matar a su padre sin conseguirlo, por lo cual, y en medio de su dolor varonil, se quita la vida. Aún sin saber que su hijo ha muerto en los brazos de Antígona, la madre de Hemón, Eurídice, se suicida ante el dolor causado por la desventura. Finalmente, Creonte, víctima de su propia desdicha, se da cuenta de su harmatia, al haber querido mantener el poder por encima de todo y de todos, enfrentando las leyes del Estado y el Ethos de la ciudad. De nuevo, las formas y los contenidos se han escindido y el desgarramiento abre las oscuras fauces de Cronos. La historia se traga a sus hijos. Las llamadas revoluciones son su viva imagen. No pudiendo renunciar ni a su vanidad ni a sus compromisos, se ve condenado a la ruina, obligado a resignarse, como puede, al cumplimiento de su destino. La tragedia, como dice Hegel, “no arraiga en las personas sino como consecuencia de sus propias acciones, a la vez legítimas y hechas culpables por su colisión, acciones de las que ellos mismos tienen un perfecto conocimiento y arrastran la responsabilidad”. Una vez más, Alea iacta est.  

   




José Rafael Herrera

@jrherreraucv



Sobre el dialogo y la persuasión.

 





Sobre el dialogo y la persuasión.

Miguel Ángel Latouche         

 

Me parece, Sócrates, que vosotros dos tenéis prisa por regresar a Atenas”, dijo Polemarco.

"Esa no es una mala suposición", dije.


“Bueno”, dijo, “¿ves cuántos de nosotros somos?”

"Por supuesto."

"Bueno, entonces", dijo, "o demuestras ser más fuerte que estos hombres o te quedas aquí".

"¿No hay otra posibilidad?" Yo dije. “¿Que te persuadiremos para que nos dejes ir?”

 “¿Realmente podrían persuadir”, dijo, “si no escuchamos?”

"No hay manera", dijo Glaucón.

"Bueno, entonces piénsalo bien, teniendo en cuenta que no escucharemos".

Platón, La República

 

En el juicio que se le sigue a Sócrates, se le acusa, entre otras cosas, de no hacer sacrificios a los Dioses. Sin embargo, se conoce que, en el 429 ac, el sabio griego visitó el Pireo para participar en la primera celebración de las Bendidias, fiestas con las cuales los Atenienses honraban a Diana, la Diosa de la caza, la luna y la fertilidad. Sócrates tenía curiosidad por saber cómo aquellos ritos se llevarían a cabo, después de todo Diana era originalmente una Diosa Tracia y aun cuando es mencionada su presencia en la guerra de Troya y su posición a favor de la ciudad, su rito fue institucionalizado de manera relativamente tardía por los habitantes de Atenas.   Nos dice Platón, que, en efecto, Sócrates participó en los ritos, hizo los sacrificios correspondientes y rezó a la Diosa, tal y como le correspondía hacer a cualquier ciudadano respetuoso de la religión de Estado y dispuesto a cumplir con sus deberes cívicos según los códigos de la época. Esto nos lleva a pensar que efectivamente al menos aquella parte de aquella acusación que contribuyó a su condena era, en principio, falsa.

Luego de los ritos, ya entrada la tarde, Sócrates decidió junto a Glaucón, un joven filosofo que lo acompañaba y con quien mantenía cierta amistad, regresar a Atenas. Debian caminar unos diez kilómetros y debían hacerlo con cierto apuro, si querían llegar a la ciudad antes de que cayese la noche. En algún punto del camino, al parecer apenas lo iniciaban, se encontraron con que algunos hombres los seguían. Estos los llamaron a voces conminándoles a detenerse. Se trataba de los sirvientes de Polemarco, quienes le indicaron que debían esperar por la llegada de su patrón.  Acá se produce un momento muy interesante dentro del diálogo y que hemos citado más arriba. Esa conversación inicial entre Sócrates y Polemarco define el tono inicial de aquella aventura intelectual que Platón se ha planteado, nada menos que determina como se constituye el Estado Ideal en un marco de justicia. Así, en esa conversación inicial vemos como se establece una dicotomía entre la posibilidad de construir consensos y la utilización de la fuerza para doblegar la voluntad del otro. Enfrentados a un número superior de hombres que podían fácilmente utilizar la fuerza en su contra, Sócrates y Glaucón fueron conducidos hasta la casa de Polemarco. La promesa era la de que esto les permitiría observar las majestuosas celebraciones nocturnas que se habia preparado y participar en ellas. Tucídides en su Guerra del Peloponeso lo plantea de una manera muy clara y descarnada: “el débil resiste lo que puede y el fuerte domina lo que puede”. Ciertamente no se puede persuadir a quien no quiere escucharnos, los diálogos implican el ejercicio respetuoso de escuchar a los demás y la voluntad de hacerlo. Platón pareciera decirnos que allí donde el dialogo no logra materializarse la violencia potencial o real, se presenta como la única alternativa posible. Esto se narra en apenas las dos primeras páginas de cualquier traducción estándar de la República, -quizás la más conocida de las muchas obras que nos legó Platón.

En el libro primero de la República está referido en general al problema de la justicia. Pero para ser más específicos quiero señalar, solamente y sin necesidad de ir más allá, algunas de las implicaciones del pasaje señalado anteriormente. No se refiere Platón, en este caso, al problema de las mayorías como factor de legitimación de las actuaciones públicas, aquella que se logra a través del voto, bien sabido es que el filósofo no era afecto a la democracia, sino, más bien, a la dicotomía entre el uso de la fuerza y el de la razón como mecanismos de justificación. Ciertamente, cuando se usa una fuerza superior a la cual no podemos resistir, es natural que nos veamos forzados a actuar de cierta manera contraria a nuestra propia voluntad. A Sócrates se le exige cambiar de ruta y regresar al Pireo ante lo cual el sabio no tiene más remedio que acatar el mandato que sobre él se ha sido impuesto, a través de la amenaza del uso de la fuerza, para así evitar que, en efecto, la violencia sea usada en su contra. Esto no significa, sin embargo, que el filósofo haya sido convencido por este medio sobre la virtud de acatar el mandato. La violencia nunca presenta razones, no intenta convencernos de su validez, su uso se fundamenta en la pura capacidad de materializarse. La violencia se juega en el ámbito de las pasiones. No hay en la escena un proceso deliberativo o persuasivo que los lleve a cambiar sus planes, se trata de manera pura y simple del uso real o potencial de la fuerza bruta.

Cualquiera podría argumentar que este es mucho más eficiente que la construcción de consensos. Tendríamos que considerar que las soluciones basadas en la fuerza suelen generar resistencia y tienden a ser frágiles en el largo plazo, quizás eso explica que las democracias tiendan a tener una mayor que las dictaduras. Si lo vemos en esta óptica, Sócrates y Glaucón no se oponen al requerimiento de aquellos que son más y parecen dispuestos a obligarlos, es así como continúan por el camino que se les indica. Pero la victoria de Polemarco es pírrica. Como se ve más adelante en el dialogo se producen una serie de conversaciones en las que los participantes presentan sus argumentos y puntos de vista con la intención de convencer a los demás de su validez, lo que implica un giro con relación al inicio del texto.  

 La palabra tiene, a fin de cuentas, un poder transformador, que nos permite instalar en los demás nuestros puntos de vista, esto es persuadirlos: cuando nuestros argumentos se fundamentan en un razonamiento adecuado acerca de las cosas. No quiero decir con esto que baste con decir lo que creemos, sino que se dé un proceso creativo, casi alquímico, por medio del cual la palabra fundamentada en una aproximación ajustada a las dimensiones de un problema nos permite construir, junto a los demás, una comprensión acerca del contenido de la realidad que vivimos. Esto es apartarnos de las sombras que habitan la caverna para ver a través de la luz la forma verdadera de los objetos que observamos.

Desde la antigüedad el arte de la Retórica formó parte de los procesos de educación de las nuevas generaciones. Es interesante que en los procesos formativos modernos haya sido dejada a un lado para privilegiar ciertos saberes técnicos. El foro diplomático, el parlamento o la plaza pública, que constituyen el espacio natural para la discusión pública de las ideas, siempre tendrán un valor constitutivo mayor que el del campo de batalla. La validez de los argumentos se establece en función de su coherencia, en la capacidad que tienen unos para persuadir a los demás y hacerlos cambiar sus puntos de vista, en su pertinencia. A mí siempre me asombro aquella escena en la cual Cicerón, actuando como Cónsul de Roma, logró desmontar las conspiraciones de Catilina a través de los discursos que dirigió públicamente a los senadores y al Pueblo de la República Romana. Cesar que era mucho más fuerte y habilidoso no tuvo la suerte de acabar con sus enemigos antes de que los Idus de Marzo lo alcanzasen.

Con la palabra construimos en el otro una visión acerca del mundo, pero además con la palabra establecemos el tipo de relación que construimos con los demás y con lo que nos rodea. Así, el ejercicio de la convivencia colectiva tiene que ver con la voluntad de escuchar al otro, de validarlo como un sujeto con el que vale la pena dialogar. No hay peor forma de discriminación que la de despreciar las ideas de los demás. Nuestra humanidad se basa, a fin de cuentas, en nuestra capacidad para hacer discursos, para generar empatía y respeto, para entender a los demás y tratar de comprender sus motivos y sus razones y actuar en consecuencia. Esto es ser justo en nuestras reacciones con los demás y comprender que la fuerza es solo el último recurso.

Ser socialista hoy

Socialismo y Maquiavelo



 A mis distinguidos compañeros del Instituto de Filosofía y

Teoría Política “Heinz Sonntag” del CEDES


Las cosas, como dice Aristóteles. se conocen por sus orígenes. Y los orígenes, es decir, los fundamentos históricos y conceptuales del ideario socialista son de hechura occidental. De hecho, forman parte inmanente de su ser y de su conciencia, de su hacer, de su pensar, de su decir. Es el hijo rebelde de la Ilustración francesa, de la economía política inglesa y del Idealismo alemán. De ahí que el socialismo represente la continuación y el resultado de las ideas y valores de las grandes conquistas sociales y políticas alcanzadas por Occidente, después de los ensayos republicanos hechos por la antigüedad clásica (Grecia y Roma), el Renacimiento italiano, el proceso revolucionario francés y las luchas por la Independencia en América, esa Artemisa de Occidente. Pero ese Frühsozialismus, heredero de la inteligencia liberal europea, el de Saint-Simon, Owen, Fourier, Cabet o Marx, nada tiene que ver con su versión y consecuente deformación despótica.


A diferencia de la civilización oriental, cuya característica esencial presupone una representación milenariamente autocrática del poder, la cultura occidental fue capaz de construir una sólida base civil de sustentación de sus instituciones, con base en la cual el consenso -y no la coerción- terminó por imponerse como la conditio sine qua non de la organización del Estado, su base real, el fundamento de las sobrestructuras jurídicas y políticas.


Maquiavelo, en Il Principe, da cuenta de esta diferencia sustancial entre Oriente y Occidente: “Los ejemplos de estas dos diversidades de gobierno son, en nuestro tiempo, el Turco y el Rey de Francia. Toda la monarquía del Turco está gobernada por un señor. El rey de Francia está puesto en medio de una antigua multitud de señores reconocidos por sus súbditos y amados por ellos”. Esta diferencia fue advertida por Gramsci, al dar cuenta de las razones por las cuales el socialismo en Occidente no podía ser, en ningún caso, autoritario ni estar gobernado por un “Turco”, es decir, por un déspota. “En Oriente el Estado lo es todo, la sociedad civil es primitiva y gelatinosa; en Occidente, entre el Estado y la sociedad civil existe una justa relación y en el trepidar del Estado pronto se percibe la robusta estructura de la sociedad civil”.

El “socialismo” oriental es un morbo, una suerte de Frankenstein que, en los últimos tiempos, ha mostrado su más genuino rostro: el de ser una organización criminal, un gansterato. Es, en el mejor de los casos, la praxis de una contradicción en sus propios términos. Es verdad que Lenin, Mao Tse Tung o Kim Il Sung, durante sus respectivas instancias en Occidente, llevaron a Oriente las ideas socialistas. Pero, al implementarlas, era inevitable que se impusiera el peso de sus milenarias tradiciones históricas y culturales. Marx fue revestido con la casaca de un Zar, o con la toga de seda de los emperadores chinos. El socialismo se hizo “Turco”, diría Maquiavelo, autocrático, ajeno a las libertades civiles. En una expresión, dejó de ser socialismo, por lo menos tal como lo habían concebido sus fundadores europeos.


Hay algo patológico en quienes persisten en la ignorancia. En Alemania e Italia se intentó consolidar un modelo político autocrático, totalitario, de clara ascendencia orientalista. Se le denominó “nacional-socialismo”. Occidente tembló, y vino la guerra. Hubo sangre, sudor y lágrimas. Al final, el desquicio llegó a su fin, pero la amenaza de una renovada batalla de las Termópilas se hizo inminente.


En nuestros días, América Latina ha sido infestada por ese totalitarismo orientalista. Detrás de las baratijas chinas se ocultan estrategias y propósitos bien definidos. Por fortuna, en los últimos años, la sensatez se ha venido imponiendo. Y a pesar de la siembra populista, que solapa al despotismo, poco a poco se percibe el rechazo a las pretensiones de transmutar el quehacer político en un negocio de sindicatos criminales. En la historia, camino de la libertad es un pesado calvario.


Definir “lo que es” es la tarea principal de la filosofía. Parmenides, el penetrante filósofo de la antigua Grecia y primer exégeta del Ser, lo definió mediante lo que él no es. El Ser no nace ni muere; dice el eleata. No fue ni será; no tiene ni antes ni después; nada se puede pensar ni decir de él que ya no sea; no es divisible, ni heterogéneo, ni indefinido. Así, el ser se define en su identidad con el pensar por medio de su negación, dado que el Ser es en cuanto que el no-Ser no es. Siguiendo el ejemplo parmenídico, tal vez convenga intentar, por una vez, una redefinición del significado del Ser del socialismo por medio de lo que él no es.


Un ejemplo, quizá, permita comprender este entramado ontológico. Es natural pensar que no-Ser de izquierda es Ser, lógicamente, de derecha. Cuestiones de mera tautología, se dirá, o de exquisiteces lingüísticas. Pero, en realidad, no-Ser de izquierda es Ser intolerante, no concebir respeto ni por la diversidad ni por el disentimiento. No-Ser de izquierda es ser inflexible, rígido como las piedras, disecador profesional de ideas o, más bien, la negación misma de toda idea. De ahí su constante deseo de querer que nada cambie, su reaccionaria añoranza de la permanencia, su irrefrenable inclinación por el conservatismo y por los cuadernos cuadriculados, como reflejo fidedigno de sus disecadas bóvedas craneanas.


No-Ser de izquierda es creer que la justicia y el derecho los dicta -lo impone- el sagrado interés del jefe-único, indiscutible y absoluto, ya que Él y sólo Él es la expresión del poder en cuanto tal, la sustancia-atributo devenida persona, el sujeto-objeto resurrecto, el ungido en carne y sangre. Ni el consenso, ni la democracia, ni la pluralidad, ni la participación cuentan, a menos que semejantes derechos sean decretados -¡oh!- como un acto caritativo, una gracia de su suprema majestad, lo que  para toda tiranía resulta insostenible.


Decía Octavio Paz que “las cosas estarían mejor si Marx hubiera leído a Hölderlin”. Sin duda, el gran poeta alemán fue un hombre de progreso. En su Hyperión, Hölderlin hace afirmar a uno de sus personajes: “¡que cambie todo a fondo!”. El cambio, no la forzada quietud –y aquí cabe pensar más en


Heráclito que en Parménides- es sinónimo del “Ser de izquierda”. Muchos creen serlo, a pie juntillas. Pero, como dicen las Escrituras, “por sus hechos los conoceréis”.

José Rafael Herrera

@jrherreraucv

Para la conquista de la libertad

 


“La libertad de juicio es, ciertamente, una virtud que 

conviene permitir y que no puede ser suprimida”

                                                                   B. Spinoza 

La filosofía consiste en la captación del presente y de

lo real, no en la posición de un más allá que radica en

el error de un razonamiento vacío y unilateral”.

                                                               G.W.F. Hegel     





libertad

Una expresión resalta con harta frecuencia por estos tiempos de crisis orgánica, tan lejanos a los rigores del pensamiento como cercanos a la vulgar mediocridad: “ese es el deber ser”, se dice, sin el menor previo aviso, como si se tratara del regurgitar de la certeza sensible. Su chocante sonido de moneda de utilería comporta un mecanismo de expulsión que se ha vuelto tan instantáneo, tan corriente y común entre los más diversos sectores de lo que va quedando de sociedad, que en sí mismo confirma el carácter institucional de la condición esquizofrénica de este menesteroso presente. Das ist die sollen sein, decía el viejo Kant en la Kritik der praktischen Vernunft. No obstante, hoy se sentiría, sin duda, más asombrado que de costumbre al ver como el fundamento de una metafísica de la moralidad ha devenido sentencia de la justificación de la desvergüenza y, al mismo tiempo, de la confirmación del tácito reconocimiento de la separación de lo que se hace, lo que se piensa y lo que se dice. La evocación de frágil figura del gran pensador de Königsberg siempre resulta pertinente, a los fines de recuperar la sobriedad del entendimiento y, como consecuencia de ello, la propia condición humana. 

Un breve ensayo kantiano, publicado en 1793, lleva por título: “Puede ser justo en la teoría, pero no sirve de nada en la práctica”. En dicho ensayo, hay una frase que bien vale la pena tener presente, sobre todo en esos momentos, en los cuales la barbarie gansteril y despótica parecieran haber triunfado -una vez más- sobre la razón y la libertad: “Un gobierno basado en el principio de la benevolencia hacia el pueblo, como el gobierno de un padre sobre los hijos, es decir, un gobierno paternalista, en el que los súbditos, como hijos menores de edad, que no logran distinguir lo que les es útil de lo dañino, son obligados a comportarse sólo pasivamente, para esperar a que el jefe del Estado juzgue la manera en que ellos deben ser felices y a esperar que por su bondad él lo quiera. Ese es el peor despotismo que pueda imaginarse”.

De la cita en cuestión, derivan dos posiciones, dos ideologías que pugnan recíprocamente entre sí, con el firme objetivo de consolidar su hegemonía a nivel mundial: el liberalismo y el totalitarismo. Esta última es a la que la certeza sensible suele dar el nombre de socialismo, pero que desde 1917 y bajo los efectos de su trastocamiento teológico-político por parte de los regímenes orientales, metamorfeó en totalitarismo. Así, pues, dos ideologías, como se ha indicado. No dos filosofías, por cierto. Ambas tienen su punto de partida en prejuicios -a los que se suele denominar “principios” o “fundamentos”- que dan por sentado -precisamente, por juicios previos- su condición de suprema autenticidad y veracidad racional o científica. Se trata de presuposiciones que, en ambos casos, ponen de relieve la sustitución de premisas traídas más de la religión positiva y de la instrumentalización (la ratio technica) que de la razón histórica, con lo cual el discurso acerca de la historia de la organización de la sociedad queda exento, nada menos, que de su más genuina determinación, a saber: de su historicidad. Todavía hoy, Vico, Hegel, Dilthey, Croce y Ortega tienen mucho que decir respecto de estos “modelos” de interpretación preconcebida que, en no poca medida, acostumbran diseñar mundos tal y como deberían ser, dejando la “realidad efectual de las cosas” -como la llama Maquiavelo- fuera de su contexto, transmutando así en sollen sein nada menos que lo que es en verdad, o sea, nada menos que su wirklichkeit.

Los opuestos, al devenir extremos, se atraen e identifican. El mayor pecado del totalitarismo del tiempo presente consiste en invocar un discurso sobre la historia que carece de toda sustentación histórica, hecha sobre la base de postulados extirpados de los restos moribundos de un supuesto “materialismo dialéctico” que, desde el punto de vista de la filosofía de Marx, quizá pueda resultar materialista, en el sentido más procaz, más crudo del término, pero que -conviene advertirlo- no es ni dialéctico ni, mucho menos, histórico: “El defecto capital de todo materialismo pasado, consiste en que el término del pensamiento (Gegenstand), la realidad (Wirklichkeit), lo sensible (sinnlichkeit), ha sido concebido sólo bajo la forma de objeto (Objekt), y no como actividad sensitiva humana, como praxis, subjetivamente”. Término del pensamiento, dice el discípulo de Hegel: porque justo donde termina la labor del pensamiento inicia la realidad y, viceversa, donde comienza ésta termina aquél. Verum et factum convertuntur seu reciprocatur. Son los términos de la inescindible relación del sujeto y del objeto, de la teoría y de la praxis. Por cierto, advierte Vico en Scienza Nuova que la expresión “término” quiere decir “ideas, formas o modelos” con los cuales los pueblos gentiles construyeron el mundo de los hombres, o sea, y justamente, la realidad efectiva, la Wirklichkeit. De nuevo, Ordo et conectio.

Se le puede imputar, con razón, a la doctrina liberal el hecho de haber comenzado por el prejuicio de una sociedad de individuos originariamente libres, dueños y señores de su propiedad, con base en la premisa de un no menos prejuicioso -supuesto- Derecho natural. Porque, como lo es la libertad que está contenida en él, el derecho es, por cierto, un término: no es en modo alguno ni una dádiva divina ni un regalo de la naturaleza, sino un resultado, una conquista de la humana civilidad, un hecho (verum-factum) de la historia. Pero por eso mismo, concebir que los hombres son vástagos de un Estado originario, del cual dependen, no deja de comportar el mismo grado de abstracción ahistórica. 'Ni lo uno ni lo otro', como diría el gran filósofo de Rubio.

El mero formalismo es incapaz de dar cuenta de su propia con-formación histórica, dado que ha sumido al presente en los avatares de unanueva religión positiva, sustentada en los dogmas propios de las viejas ideologías. Representaciones fijas, sin movimiento, que devienen cascarones vaciados de todo contenido. La palabra sin realidad, sin contexto, sin determinaciones históricas, nada dice, nada es. A la demagogia de los populistas le han quedado las puertas abiertas del templo, de par en par, y la gansteril corrupción puede, ahora, manipular el sentido común a sus anchas. Liberales y totalitaristas asumen la naturalidad del “principio” del derecho de ser libres. Derecho dado o entregado, pero siempre “dado”, supuesto, previo a todo juicio. Lo que fue una conquista de la humanidad, de su hacer, ha perdido el recuerdo de su calvario, de su sagrada lucha, de su libre voluntad. Nadie debe ni puede esperar que le sea obsequiado lo que sólo puede adquirir por su propio esfuerzo, precisamente, por su libre voluntad. En esto consiste el “ser mejor” que los populistas pretenden secuestrar. Confirmar el derecho de ser libre no es obra de seres supremos ni de caudillos militaristas: sólo es fruto de la constancia, del insistir, del perseverar, una y mil veces, en la conquista por la Libertad. Mientras no se asuma la humanidad y la civilidad como continuo trabajo humano, histórico, la escisión de esencia y existencia seguirá estando presente, especialmente en estos tiempos de barbarie ritornata.  

    

    

    

               



Ichtus, histórico cultural.

Ichtus



 La expresión que justifica el encabezado de las presentes líneas contó, durante mucho tiempo, con gran resonancia en la Venezuela que precedió al ricorso gansteril. Fue gracias a la riqueza material y espiritual, con la que entonces contaba, que su ciudadanía supo configurar un considerable background cultural, sustentado sobre la base de las ideas y valores propios de la formación histórico-social occidental, de la cual, en un determinado momento, se supo con plena consciencia legítima heredera. Y de hecho lo fue, hasta hace, apenas, un cuarto de siglo. Por fortuna, los tiempos cronológicos no coinciden necesariamente con los tiempos históricos. Y cabe advertir que lo que desde las esferas del poder se pretende decretar no por ello termina por cumplirse: “se acata, pero no se cumple”, como reza el adagio colonial. La astucia del venezolano sigue siendo una de sus mayores virtudes. Las grandes rebeliones contra los déspotas comienzan con un parpadeo, un guiño, sotto voce y debajo de la tierra, muy adentro, muy profundo, allá, en las catacumbas desde donde el in crescente movimiento de los cada vez más numerosos latidos de los corazones termina haciendo estremecer la tierra, tal como si se levantaran los muertos. Por cierto, del mismo modo como suele hacerlo el viejo topo de la historia, que va labrando el presente mientras construye el porvenir. Dice Vico que Patria quiere decir “la tierra donde reposan los sagrados restos, las cenizas de nuestros padres”. Y así como “la sangre llama” conviene saber que la tierra no es, por cierto, una excepción, sino su necesario complemento.


En todo caso, y a los efectos del recuerdo de lo que va quedando del esplendor material y espiritual del país, la palabra Ichtus –o pez en griego- es, además, la abreviatura de una antigua expresión: Iesous Khristos Theou Yios Soter -Jesús Cristo, hijo de Dios Salvador. Una expresión que albergaba la fe en el triunfo de la verdad y de lo que Hegel ha llamado “la religión de la libertad”. Y, en este sentido, comporta el símbolo de la rebelión contra la mentira y la opresión. Ichtus nació, pues, como un anhelo, y más concretamente, como el deseo de un puñado de los aborrecidos seguidores del hijo de un carpintero crucificado que, para poder triunfar sobre el despotismo imperial, necesitaban crecer, multiplicarse y expandirse. Solo así, creando una inmensa red de convencidos seguidores -justamente, de pescadores de almas-, podrían enfrentarse contra aquel poderoso imperio, una auténtica máquina de represión y violencia que, por aquellos tiempos, gobernaba por completo al mundo. Por esa misma razón, Ichtus -el pez- fue utilizado por aquellos primeros cristianos, clandestinos y perseguidos por el Imperio romano, para identificarse entre sí. Era la forma de reconocerse e identificarse en una cultura que les resultaba hostil y amenazante. Y sin embargo, con el tiempo, aquella figura del pez se transformaría en el poderoso símbolo del poder cristiano sobre la tierra entera.


Al principio, el poder imperial consideró a los cristianos como una secta minoritaria de fanáticos sin la menor importancia. Pero poco después, cuando los cristianos se rebelaron y tomaron las calles de Roma, el emperador Claudio los obligó a migrar en masa y sus dirigentes quedaron inhabilitados por el Imperio. No fueron pocos los mártires en aquella difícil lucha desigual y cruel por parte del poderoso régimen de aquellos despiadados césares. Pedro y Pablo, discípulos directos de Jesús de Nazareth, se encuentran entre las primeras víctimas de quienes, en nombre del pueblo romano, cometieron los peores crímenes, transformando las glorias de Occidente en un infierno de felonías.  Más tarde, Nerón hizo que Roma ardiera durante nueve días consecutivos para inculpar a los cristianos del incendio. De inmediato desató la furia contra ellos, mandando quemarlos vivos con brea derretida o arrojarlos a las fieras. Muerto el cruel Nerón, Domiciano decretó la expropiación de los bienes de los cristianos y los condenó al exilio. Fueron acusados de todas las calamidades públicas. Tertuliano resume magistralmente el caso: “Si el Tíber se sale del cauce, si el Nilo no riega los campos, si las nubes dejan de llover, si hay temblores, si hay hambre o tempestades, el Imperio grita siempre: Echad los cristianos a los leones”. Y con todo, el movimiento cristiano crecía cada vez con mayor fuerza y su red se iba haciendo más extensa, al punto de que el imperio comenzó a sentirse asediado por todas partes. Las complicaciones políticas aumentaban en el propio seno del régimen y comenzaron a hacerse frecuentes las sucesiones imperiales, tratando de encontrar salidas viables a la crisis, hasta que, finalmente, el emperador Constantino hizo publicar un edicto de tolerancia a favor de una fe que había devenido en la fe. El movimiento cristiano había vencido al poderoso imperio romano, y no solo en el  ámbito religioso propiamente dicho, sino, además, en el núcleo mismo de la vida política.


Valga la lectio brevis de factura histórico-crítica como ejemplo del significado de la infinita potencia de la voluntad humana, cuando las ideas son reconocidas en su realidad de verdad. Gramsci supo comprender, con admirable e inusual autoconsciencia crítica e histórica, que en Occidente, a diferencia de Oriente donde el despotismo es tan antiguo como su propia cultura -o, más bien, es el fulcro medular alrededor del cual tuvo que desarrollar su cultura-, la construcción de una nueva sociedad, de un nuevo bloque histórico hegemónico, solo puede producirse como el resultado de la paciente conformación de un gran consenso que es, además, la garantía del nacimiento de una  floreciente nueva cultura. Tal vez, una metáfora permita explicitar la diferencia: mientras que en Oriente los tiranos fabrican una red para atrapar a los peces, en Occidente -hasta nuevo aviso- son los peces los que, con serena calma, tejen la red para entrampar a los tiranos. El problema no es, en consecuencia, un ejercicio de las formas sino una cuestión de los contenidos. Y ciertamente, a través de la coerción política, es decir, del uso y abuso del corpus institucional, político, jurídico y militar, es posible -”por las buenas o por las malas”- imponer la voluntad del cartel, recurriendo al chantaje, a la sentencia tribunalicia o la fuerza bruta. Pero la verticalidad inherente a los deseos de los déspotas y de sus sátrapas, a objeto de preservar el poder a toda costa, termina por revertirse. Y mientras más insistan en hacerlo, regocijados en su poder de fuego sobre los oprimidos, más perderán de vista al paciente Ichtus que va tejiendo las redes dentro de las cuales, tarde o temprano, caerán. Las tiranías siempre terminan apresadas en las redes ciudadanas.

@jrherreraucv

El sentido del sujeto en un sonriente

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Se sabe muy poco de la vida de Demócrito, pero se puede llegar a ella por medio de quienes lo mencionaron; los que, en mayor parte, fueron fragmentos o menciones breves de obras más extensas, llegan a nuestros días  pocas evidencias de su pensamiento; dado que la mayoría de los escritos originales de Demócrito se perdieron, solamente se puede confiar en la fiabilidad de esas pocas fuentes, tales como: Diógenes Laercio, Plutarco, Aristóteles, Epicuro y Teofastro.

 

Se cree que nació en Abdera, una ciudad griega en Tracia alrededor del año 460 ac. Su familia era acomodada y tenía relaciones comerciales, lo que le permitió recibir una educación completa. Viajó mucho por el mundo antiguo, visitando Egipto, Persia, India y Babilonia. Se cuenta que aprendió de los sabios y filósofos de las diferentes culturas que visitó, también que tuvo una importante amistad con el matemático y filósofo Pitágoras, aunque existan historiadores que crean que nunca se hayan conocido directamente. 


Demócrito es conocido por desarrollar una teoría sobre los átomos, los cuales, afirmaba, componían absolutamente todo en el universo. Según esto, los átomos serían eternos e indestructibles, moviéndose constantemente por el espacio vacío. Éstos, serían los bloques fundamentales de la materia, los que, al chocar entre sí formaban los diferentes elementos y objetos. Pero, ¿hasta qué punto podían dos objetos interactuar y dejar de ser una relación netamente determinista? En otras palabras, ¿qué complejidad objetiva crea el azar y qué complejidad objetiva crea la determinación? Estas preguntas surgen de las creencias de Demócrito en ambas realidades; probabilidad y determinación, en una misma filosofía.


Demócrito creía que el azar es un factor importante para la fundación del mundo y los eventos que ocurren en él, pero igualmente, que los sujetos podían responder a este azar a través de su libertad y su autodeterminación, aunque sin ignorar que las acciones humanas son influenciadas por factores más allá de su control. En este sentido, el pensamiento de Aristóteles (disculpando la torpeza con la que entro en él), era un poco más primitivo, dado que él pensaba que la materia se componía primariamente por cuatro elementos (tierra, aire, agua, fuego), argumentando que la materia no podía ser dividida indefinidamente en partículas más pequeñas. Aristóteles también rechazó la teoría de Demócrito sobre el azar y el determinismo, alegando que el mundo no podía estar plenamente regido por la probabilidad y la causalidad, sino que seguía un orden y propósitos divinos. Con estas argumentaciones, Aristóteles tildó a Demócrito como un filósofo que se limitaba solamente a la observación empírica. Es digno de resaltar que Aristóteles se refería a la observación como un ejercicio especular, y no como se le puede ver hoy más generalmente, en cualquier debate rápido.  


Se decía que Demócrito veía la vida como una comedia, por ello en las obras de arte donde se le ha caracterizado se le suele representar sonriendo. Se dice que solía reírse al observar el comportamiento de las personas y del mundo en general. Por ello, en el arte se le muestra con una visión optimista y despreocupada del mundo. Comedia, tragedia, dependían de la perspectiva y de cómo ellas se inmiscuían en todo; como la propia filosofía democritoína, que se dedicaba a ejercer la filosofía desde su ambivalencia y de la hipotética “tercera apertura”, la que será quizás la única solución de este dualismo en este pensador griego.   


Supongo que muchos se preguntarán cómo se fusiona el azar con el determinismo, ya que a simple vista son ideas que pueden presentarse como contradictorias, pero algunos filósofos sostienen que ambos conceptos pueden coexistir en la misma realidad. Por ejemplo, hay muchos eventos que son imprevisibles, pero hay otros que se rigen por leyes y patrones deterministas, esto es, y llevado a nuestros tiempos, las mismas leyes económicas, y el eterno debate de si son una disciplina científica o más bien filosófica; lo que depende, en tanto y en cuando lo azaroso no sea dominado por el determinismo de los estados, de las empresas, de los conflictos y/o de las fechas, las que intervienen muy convenientemente sobre el disminuido azar de estos parámetros. Con este pequeño ejemplo se puede argumentar que la vida es una combinación de sucesos aleatorios y determinados por elementos en cualquiera de las dos partes, cuyos poderes escapan de nuestro control. Pero si esto es así: El dios azar y El dios determinista, ¿Qué le daría verdadero significado a la palabra libertad en nuestras vidas? Si somos gobernados por estos dos casos de "caos” que interactúan y se fusionan, ¿cuál es el espacio que nos queda? ¿Dónde se desarrolla la libertad? Quizás la respuesta a estas preguntas sea la justificación de su misma existencia. 

 

El nacimiento del sujeto sería aquel suceso que vendría a quebrar esta imposibilidad, es decir, el sujeto vendría a ser la prueba empírica de que coexisten estos dos paradigmas: el azar y el determinismo, pero también la tragedia y la comedia, y, dentro de todo, lo contrastable; ya que el ser humano, como fin último, sería indivisible para poder atrapar y reflectar estos dos sentidos. Así como el átomo, sería el sujeto en el mundo de las ideas indivisible y, como el átomo, una misma idea a ojos de Demócrito. Esto resuena mucho con la propuesta estoica de que no podemos elegir nuestras circunstancias, pero sí la manera y la actitud con la que las enfrentamos. El objeto puede ser entonces lo divisible hasta el átomo, mas el sujeto es lo indivisible por antonomasia; es más, aquello que une lo divisible hasta la más ínfima medula de la realidad.


 Conocer, sería aceptar esta capacidad tan humana como divina y entender esta contradicción; mientras la libertad sería ese hilo conductor que es capaz de cambiar de una pasada y por completo nuestra historia.

Como dijo Nietzsche: "En esta noche de excesos, esta noche dionisiaca, sé tú, sé una fuerza mágica en la encrucijada de los sentidos, y sé el sentido mismo de este encuentro extraño".




Odiando nuestra historia.

 

“Sólo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza”, dijo Herbert Marcuse en su libro "Eros y civilización" de 1955. Filósofo y sociólogo alemán conocido por su trabajo en la teoría critica y por su critica al capitalismo. Nació el 19 de julio de 1898 en Berlín y murió el 29 de julio de 1979 en Starnberg.

Marcuse



Comenzó a estudiar filosofía en la universidad de Friburgo con importantes intelectuales como Martin Heidegger y Edmund Husserl. En 1922 obtuvo su doctorado en la universidad de Berlín, hogar de numerosos académicos y científicos destacados a lo largo de los años. En la década de los treinta se incorporó al instituto de investigación social en Frankfurt, conocido como la escuela de Frankfurt, donde conoció a Max Horkheimer y a Theodor Adorno, destacados filósofos y sociólogos alemanes autores de la obra conjunta "Dialéctica del Iluminismo".

En 1933 Marcuse que era de ascendencia judía debió huir de Alemania hacia Estados Unidos, en donde enseñó en diversas universidades como Columbia, Harvard y la Universidad de California. Lugares donde se convirtió en una figura influyente del movimiento estudiantil de la década del 60, especialmente con su libro “El hombre unidimensional”, donde critica la sociedad industrial avanzada y propone una liberación radical de su sistema.

La explotación en la sociedad industrial avanzada es una máxima tan apabullante que 50 años después un filosofo surcoreano iba a apuntar "la necesidad" de ser feliz y su explotación en la era del ciberespacio. Explotación, alienación y opresión son las características de la sociedad industrial avanzada, explotación de la pereza, de la alegría, del tiempo y del espacio; alienación de las personas en la fabrica, en las oficinas, en sus hogares, pero también en los “no lugares”, esos espacios urbanos que son parte intermedia de la obligación del trabajador y su verdadera vida, sus medios de transporte y aquellos espacios que forman parte de su rutina, donde también son analizados, explotados y exigidos; opresión porque se les prohíbe llevar una vida verdaderamente intelectual, en donde sean portavoces de los acontecimientos de sus época y las criticas propuestas a esta. Esto es, la era industrial crea una sociedad unidimensional para que la vida, en cualquiera de sus aspectos empíricos y metafísicos, sea asediada por el consumismo y la conformidad. Seguridad, razón de estado, aspectos legales, educación, calidad de vida.

El consumo es entonces un medio por el cual no solamente se busca el lucro, el libre mercado y el flujo libre de materias e información, por parte de los pequeños pero por sobre todo de los mas poderosos, sino que también es una forma de manipulación social e ideológica, liderados por las leyes del deseo y las pulsiones que llevan al hombre-masa por caminos que no puedan ser gravemente afectados ni influenciados. Verdaderos adictos a imágenes e información que pronto se olvidarán, maquinas intelectualoides que necesitan constantemente un estímulo que les recuerde que siguen en carrera económica, de felicidad y de éxito.

“El principio de realidad” es un concepto que indica qué tan alejado está el ciudadano del orden establecido y que reprime sus verdaderos deseos, los deseos naturales que buscan orientarle sobre su verdadera sabiduría. Las personas entonces deben adaptarse y someterse al orden existente, orden que también varía, pero que sigue un mandato ya establecido por el poder, debiendo el individuo acomodarse a las normas culturales y sociales de felicidad y contentamiento; este orden se mimetiza con el verdadero deseo y se "parcha" encima por sí mismo, para que se restrinjan y se desorienten los ideales naturales de las mentes de los gobernados, provocándoles el efecto de que sirven para algo, que pertenecen a algo.

Lo relevantemente grave en este estado es la perdida de autenticidad por parte de las personas, la alienación por tanto ya no es solamente en la fabrica en donde se transforma el individuo en un engranaje del proceso, sino que también subsiste en la manera en cómo las cosas, adquiridas como bienes de consumo, terminan poseyendo al individuo. Esto implica en primera parte que las empresas que construyen "estas cosas" no solo poseen las horas laborales del trabajador, sino también sus expectativas, visiones, revelaciones e incluso esperanzas. Las potencialidades de la persona y de las personas se verían mermadas por un bien que escapa de las necesidades de los individuos; se limita el arte, y con esto la completa plenitud. La fama vendría a ser por ejemplo, y lo ha sido, una piedra de tope para la verdadera creatividad de las personas, que deben seguir a “riendas sueltas” sólo la limitada estructura para la que fueron famosos, artísticos y creativos. Este camuflaje puede ser notoriamente eficaz, desalentando y alentando fuerzas mecánicas que buscan la perpetuidad a anclajes híbridos, irregulares y mitológicos.

Es pues, la creación de la palabra lo que verdaderamente hace los milagros, y no la sociedad instrumental en donde constantemente se nos intenta hacer ver lo correcto, a través de medios manipulatorios tanto internos como externos. Cada coma, cada punto, cada interpretación de el conocimiento instrumental sirve a este poder. En esta esclavitud realmente hay mucho que hacer, pero los esfuerzos son infructuosos si no se tiene en cuenta el verdadero deseo, "el deseo positivo" que desvela el arte y la única esperanza.

“El principio de placer” es el concepto que busca identificar los verdaderos deseos humanos y de la sociedad, poniendo a la vista los correctos miramientos para ejercer una vida sana y plena. Esto, sin ningún animo hegemónico, y he aquí lo difícil de estos conceptos, los que vienen a instalarse como verdaderas soluciones a los males del mundo, sin tomar en cuenta que es un ejercicio y una actividad que debe vivirse constantemente, con ciertos toques de estoicismo, con colores de epicureísmo. Como todo derecho, o se toma o se arranca, aunque esto deba significar una verdadera confrontación con las fieras del sistema, incluso con sus más sutiles y bellos engaños.  

No se entiende con esto una sociedad del caos en donde reine el desorden y la inseguridad, se entiende con esto una sociedad que colabore entre sí y que sea capaz de asestar golpes solidos contra sus propios demonios, recordando que estos son los causantes de los verdaderos dramas y acontecimientos más tenebrosos de nuestra historia. El hilo es corto, pero es digno recordar que será más corto entre más poder le demos a lo que nos domina. Puede que el estructuralismo y el post estructuralismo no hayan sido más que profecías de las fuerzas en nuestra contra.