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El legado del viejo alcatraz



José Rafael Herrera

@jrherreraucv


“Ahora te estás pareciendo demasiado al alcatraz viejo, que si joven es

tan rápido como el gavilán, al perder la vista se estrella contra las rocas”.

Francisco Herrera Luque, El vuelo del alcatraz




A mi viejo colega y amigo de siempre, Omar Noria


Bolivar y guerra



La edad que se tiene depende de la intensidad con la que se vive. En 1826, con apenas 43 años, el Libertador Simón Bolívar semejaba a un provecto. Quizá no tanto por fuera como por dentro, allá, en las profundidades de los delirios de su alma desgarrada, a consecuencia de las guerras que llevaba a cuestas, no solo las que lo habían enfrentado contra el poderoso Imperio español sino las que debía enfrentar contra su propio entorno y, lo que tal vez resulte menos sorprendente, las que a diario libraba contra sí mismo. Una vida marcada por la guerra. Una guerra que no acaba nunca, similar al oleaje del mar que, en vano, se pretende arar. La sentencia de Heráclito proyecta con extraordinaria y pasmosa nitidez la cronológicamente breve y al mismo tiempo históricamente dilatada existencia del Libertador: “la guerra es el origen de todas las cosas”.

Fue Herrera Luque quien tuvo el mérito de elevar a la conciencia social esta extraordinaria experiencia que, por lo demás, da cuenta de lo que, desde entonces, ha sido el devenir de un pueblo habituado a hacer de la devoción al caudillo el hilo conductor de su discurrir histórico. El precio, post-festum -como resultado- ha sido muy alto. Se trata del militarismo, onto-históricamente concebido, como destino. No por caso, Lovera De-Sola, curador y prologuista de El vuela del alcatraz, observa que propósito de Herrera Luque consistió en “plantear los momentos más difíciles de la vida de Simón Bolivar, y lo hizo siempre para volver a contar la historia, para no mentir a través de ella, para humanizar a sus protagonistas, para hacer comprensible nuestro pasado a los venezolanos de hoy”.

Así deben ser interpretadas las palabras puestas por Herrera Luque en boca del fiel mayordomo José Palacios y dirigidas al Libertador, dado que bien pudieran ser premonitorias a la hora de dar cuenta de las desbordadas felonías del presente: “Tenga confianza, mi amigo, en lo que dice este negro, que por nacido en su casa y llevarle unos cuantos años lo considera su hijo o su hermano menor. Así como fuiste gavilán primito con Piar, Morillo, San Martín y los peruanos, te estás volviendo cegato. Después de volar tan alto no diferencias una sardina gorda de un peñasco. ¿Quieres que te diga una vaina? Ni Páez ni Santander: los dos te la tienen jurada”.

Los venezolanos -según afirmaba Francisco Antonio Zea- fundamentan el derecho al mando en el poder de fuego. De ahí -sostenía el entonces vicepresidente de la naciente República- que Venezuela se construyera sobre los fundamentos del militarismo. Una opinión que Santander compartía de plano con su compatriota: “los venezolanos creen que la guerra, más que una función trascendente, es una forma de trepar en la sociedad y de adquirir riquezas”.

Al finalizar el sueño republicano y ya escindidas las antiguas provincias que conformaron la utopía grancolombina, se despertaron las ambiciones de sus caudillos sedientos de poder absoluto. Los nuevos amos reclamaban el mando. Había comenzado la época de los “coroneles”, muchos de los cuales habían perdido sus cuotas de poder central. En no pocos casos, aquellos héroes de guerra se sentían “llamados” a controlar y tomar posesión de un territorio mucho más amplio, más vasto, que el que -en el reparto de los latifundios post-independentista- les había correspondido. ¿Porqué conformarse con el dominio absoluto de una región, teniendo por horizonte la vastedad? ¡Si todo el país podía estar bajo su égida, forjada al fragor de sus hazañas! Para ellos, un pueblo sin mayor formación ciudadana era un botín de guerra. Un botín que concebían como mezcla de razas, un pardaje -como se decía por entonces- que, al decir de Hume, no pasaba de conformar una población de “niños perdidos”, desorientados y sin un guía, un condottiero, sobre todo ahora que estaban huérfanos de rey. Los fámulos necesitaban un padre, un “amito”, un patrón. Un Páez o un Monagas, un Guzmán o un Zamora, un Castro o un Gómez. En el fondo, se trataba -y aún se sigue tratando- de una cultura para el sometimiento cuartelario y la heteronomía, a pesar de que todas las llamadas “revoluciones” se hicieron invocando el sagrado nombre de la Libertad.

No por azar, ese despotismo caudillista, ese militarismo infame, fue la premisa real sobre la cual se levantó la construcción del socialismo en Venezuela, como en el resto de la América Latina. Un caudillismo que, bajo la pomposa nominación de “cesarismo democrático” , tuvo en las academias su mejor respaldo argumentativo. Cierta hermenéutica contemporánea, llevada de la mano de la lógica positivista, presupone que la naturaleza del pensamiento marxista latinoamericano es lo más ajeno y distante a la cultura vernácula. No obstante, conviene señalar que esta presuposición comporta una retórica simplista e increíblemente artificial. Una retórica que por años ha intentado imponer como su única “lógica” su anti-marxismo patológico. Pero la realidad es otra. De hecho, y a pesar de lo que digan los manuales, las colonias de la América hispana recibieron una formación escolástica sustentada sobre los rígidos principios implantados por un catolicismo contra-reformista, que hizo del dogmatismo y la ortodoxia de la fe sus mayores virtudes, siendo, además, el “santo oficio” la garantía de su fiel cumplimiento. La fe positivizada y puesta en manos de la teología filosofante, con el tiempo, se transformaría en el fundamento, no siempre visible, de la lógica del entendimiento abstracto. De la teología de la Ilustración surgieron y se nutrieron las universidades latinoamericanas, de donde inevitablemente tenía que surgir el positivismo, el mismo que sirvió de sustentación a los caudillos que se hicieron del poder. Pero, además, fue el positivismo la premisa lógica necesaria para que surgiera el interés por el diamat, como consecuencia necesaria de sus tesis fundamentales.

La suerte estaba echada. La Positivität, ese certum que ha sido puesto por la reflexión del entendimiento como sustituto de la verdad, es el resultado de una audaz operación lógica, histórica, política, social e ideológica. Pero ese mismo entendimiento abstracto -de origen teológico y escolástico- fue el guía supremo de la Ilustración, aunque con caracteres invertidos. Más tarde lo sería de la doctrina positivista y del empirismo lógico, que en buena medida terminarían sustituyendo el espíritu de la Ilustración por su letra inerte. Para sorpresa de muchos, el diamat, la doctrina materialista sobre la cual se sustenta la gobernante versión asiática del socialismo actual, es el heredero no reconocido de la lógica del entendimiento. Por eso los nietos de los viejos caudillos se convirtieron, primero, en los peores enemigos de la inédita experiencia democrática venezolana y, más tarde, en los secuestradores de un país que han terminado por conducir a la ruina. Al final, el viejo alcatraz no solo terminó confundiendo el mortal peñasco con una “sardina gorda”. Dejó el legado de lanzarse sumariamente para perder la vida al estrellarse contra los riscos.


La era del 'eterno retorno'

 

Laberinto circular


 “... apenas concluyeron los albañiles, se instaló en el centro del laberinto”

                                                                                                    Jorge Luis Borges

 Nadie podrá decir que Nietzsche no fue un fulgurante ejemplo de apostasía. Rompió, conscientemente con todos los esquemas, tradiciones, órdenes, códigos y doctrinas de su tiempo. Su irreverencia, bien ganada, transformó su pensamiento en uno de los mayores exponentes contemporáneos de la sublevación de la inteligencia frente a las idolatrías, en un lapso de tiempo relativamente breve. Fue como un rayo que cae, repentinamente, sobre la tranquila aldea global convirtiéndola en cenizas para obligar a reconstruirla. Por un momento, todo se hizo trizas. Y mientras las vetustas formas doctrinales condenaban la destrucción de los anquilosados retablos de una moralidad cada vez más lejana de la vida y los geómetras del cartón y el yeso hacían su mejor esfuerzo por elevar al reino de la fantasía el nuevo mapa del mundo, los cuervos del fanatismo -magistralmente captados por el Goya de los Caprichos- iban por la rapiña, haciendo el símil del eterno retorno y la gigantesca cadena de montaje que terminó por imponérsele al mundo entero, gracias a las bondades de la provechosa industria cultural. Al final, el Dios ante el cual se rebeló y del que decretó su muerte, siguió viviendo su giro infinito, mientras que él, Nietzsche, era enterrado con honores, nada menos que por el proto-fascismo al cual, paradójicamente, tanto despreció y desafió. Cuando las ideas carecen de negación determinada, sucede que, más pronto de lo que pudiera pensarse, lo uno termina siendo lo otro. La derecha se vuelve izquierda, el padre deviene hijo y lo que se proclama supremo se hace ínfimo. Son las consecuencias naturales del haberle prestado demasiada atención a Schopenhauer.

 Y es así como una grande y noble empresa de pensamiento puede terminar por transmutarse en la filosofía de la adolescencia, como ocurrió en los '60 y '70, o -peor todavía- en la compatible doctrina que justifica el insufrible tiovivo, la jaula de hierro con rolineras -giro y giro, vuelta y vuelta- en la que, al parecer, se haya presa la mente y el cuerpo de la sociedad de un presente que solo parece vivir por el deseo de querer repetirse una y otra vez a sí mismo. Es el “retro”, el “vintage”, la nostalgia que vende, el “knock-knock” del “Tik-Tok” o el “boomerang” de Instagram, la rueda del hámster, la “zona de confort” que ha hecho de la vida social y política el mejor símil del Nihil novum sub sole, la hastiante e insufrible “ronda de piedra” infinita propia de la vida natural, que se encuentra tan necesariamente vinculada a los actuales casos de suicidio, al consumo masivo de los más diversos tipos de estupefacientes, a los cada vez más frecuentes atentados contra la vida de inocentes -como si se tratara de un challeng-, a los accidentes automotores, al auto-encierro frente a la pantalla del televisor o la simple tecno-evasión de una realidad giratoria, de un 'eterno retorno'. Y llenos de esperanza, van por un futuro que nunca llega. Son los caminos que no conducen a ninguna parte. En nombre de Nietzsche se ha justificado el peor rostro del estoicismo: el de la teología filosofante. Y no es la excepción. ¿Acaso no se ha contrabandeado a Marx como el padre del totalitarismo asiático? ¿No se ha deformado a Freud haciéndolo pasar por un abyecto maniaco sexual? ¿Y no ha sido convertido el santo Cristo en el fundador de una religión que -además de haber torturado y quemado a miles de inocentes en su nombre- ampara la pedofilia?

 “Paren el mundo que me quiero bajar” es una consigna surgida al calor de las barricadas de Mayo del '68, aunque con harta frecuencia se le haya atribuido -erróneamente- a la buena Mafalda de Quino. El propio Quino, al ser interrogado, desmintió semejante atribución: “Mafalda no quiere que el mundo pare y ella bajarse, quiere que el mundo mejore”. Quizá tampoco Nietzsche se propusiera la doctrina que se le atribuye. Y sin embargo, su pensamiento ha sido registrado con el trademark del “eterno retorno” que, para sorpresa de los tirios metafísicos y no tanto de los troyanos positivistas, ha devenido realidad de verdad, la más pura patentización de la Wirklichkeit -lo que incluye la virtualidad- del menesteroso y asfixiante presente de este presente. Como nunca antes, conviene encontrar el modo de detener la creciente idiotización de la cual están siendo víctimas las buenas gentes.

 Al asumirse como la “razón pura”, el entendimiento se dio a la tarea de conquistar la ciencia del mundo natural, extendiendo sus dominios -sus “leyes” y “protocolos”- al mundo civil, social e histórico, cabe decir, al mundo construido por los propios hombres, un mundo de “factura humana”. Los grandes descubrimientos tecnológicos -incluida la inteligencia artificial- han sido, unidimensionalmente, puestos al servicio de una vida que ofrece seguridad en detrimento de la libertad. El extrañamiento general ha puesto al constructor como parte del paisaje de pernos, tuercas y arandelas, en el que gira una y otra vez su existencia para llegar al mismo destino. Hasta alcanzar el momento del deshecho. El totalitarismo feroz se ha apoderado de las fuerzas productivas y de las relaciones sociales de producción, con saña y al costo de la pérdida del más mínimo sentido del Ethos. Como nunca antes, conviene detener de una vez este mecanismo perverso que ha hecho de su propia reproductividad el sentido último de la vida. Este efecto extravagante -como lo llamó Borges en su momento- tiene sus orígenes en el hecho de que “la mente humana – como dice Vico- está inclinada de forma natural a sentir las cosas del cuerpo y ha de realizar gran esfuerzo y fatiga para comprenderse a sí misma, del mismo modo como el ojo, que ve todos los objetos fuera de sí mientras necesita del espejo para verse a sí mismo”. Tal como sucede con los laberintos circulares, que van formando y conformando un lento itinerario para cada procesión, la sociedad contemporánea, aunque no lo sepa, asciende y desciende de continuo por un calvario de gongorescas sierpes clarososcuras. Conocernos es hacernos. Sólo conocemos lo que hemos y podemos ser capaces de hacer. El 'eterno retorno' es una ficción del mercado, hecha a su imagen y semejanza. La asfixia del círculo vicioso amenaza seriamente el futuro inmediato del mundo civil, y muy especialmente la humana capacidad de “seguir pensando”, de superar y conservar.


José Rafael Herrera

@jrherreraucv


El señorío del Abstraktes Verständnis




“Tal como se la entiende y practica en el ámbito de nuestra civilización,

la racionalización progresiva tiende a aniquilar precisamente aquella

sustancia de la razón cuyo nombre se invoca en favor del progreso”.

                                                                                       Max Horkheimer


Pensamiento abstracto hoy


 

 Nadie se salva. Todo está bajo su estricto y siempre inflexible señorío. Ha logrado un consenso universal que lo hace parecer tan evidente, tan a la mano, tan natural, que el solo intento de objetarlo ante el sentido común se considera un índice de extravío o divagación. Él es inobjetable. Es la auténtica religión, la suprema fe, de la sociedad del presente. Por si fuera poco, ha logrado imponer la extensión de sus dominios -materiales e inmateriales- valiéndose del cada vez más perfeccionado uso de la instrumentalización que le es inmanente, su mayor arma de coerción. Consenso, de un lado, coerción del otro. Panem et Circum. El llamado Abstraktes Verständnis, el Entendimiento Abstracto, gobierna al mundo entero y, en consecuencia, a las formas puras de la intuición, cabe decir, al espacio y al tiempo sobre el cual se produce y reproduce el mundo contemporáneo. Un espacio y un tiempo que, por cierto, se han ido ensanchando y ante los cuales el propio Kant -uno de sus principales promotores- quedaría perplejo.

 En el caso de Kant, quien se propuso honestamente ponerle punto final al inmemorable conflicto entre la metafísica y el empirismo, su Crítica de la Razón Pura expone en detalle y con rigor el necesario criterio de demarcación existente entre sensibilidad, entendimiento y razón, teniendo en mente la cooperación recíproca que cada una debe brindar al conocimiento en beneficio de la verdad. Las primeras dos funciones conforman -en virtud de la imaginación trascendental o productiva- el entramado de la propia razón, pues “el entendimiento sin la sensibilidad es vacío, la sensibilidad sin el entendimiento es ciega”. Sin ellas la razón flota en el vaivén de los espejismos. No obstante, mientras que la razón entra en aporías, que le son consustanciales, el entendimiento es un conocimiento apodíctico, cabe decir, incondicionalmente cierto y necesariamente válido. En otras palabras, el entendimiento es confiable y, más aún, incontrovertible. Y por eso mismo termina en la fe: no se discute. Es él quien identifica y organiza la fenomenicidad mediante las categorías constitutivas del conocimiento. Desde entonces, el entendimiento se transformó en la forma absoluta -que devendrá absolutista- de conocer, y se implementó e institucionalizó progresivamente en todos los ámbitos de la vida cotidiana. El entendimiento es al mundo actual lo que la compañía ACME representa para el “pobre Coyote” del “Correcaminos” de los Looney Tunes.

 De tal modo que, parafraseando a Marx, dondequiera que el entendimiento abstracto ha logrado consolidar su hegemonía, ha terminado destruyendo el idilio de las más elevadas relaciones de vida sociales y políticas precedentes. Lo orgánico le ha cedido el lugar a sus disecciones obsesivas. Y es que su determinación esencial está compuesta por la uniformidad y el consecuente vacío característicos de la instrumentalización. El entendimiento, enseñoreado, va desgarrando sin piedad el esfuerzo por mantener los frágiles lazos de fraternidad y solidaridad, pacientemente tejidos durante siglos, que conformaron la idea misma de la composición del todo mediante la reunión de sus partes -el Hen kai Pan o el “Uno y Todo”-, a cambio del desmembramiento analítico que conduce directamente al frío cálculo, al despiadado interés y, por supuesto, a la muerte. En su afán desmedido de dominio absoluto, se asume como la totalidad del saber, reflejando ficciones que terminan objetivándose, mutando en realidades sin alma. Y, bajo su arrollador y creciente poder sobre el mundo, las antiguas profesiones de fe se van transformando en inescrupulosas franquicias a su servicio, al punto de que el médico, el jurista, el sacerdote, el poeta, el científico, el ingeniero o el profesor -que en otros tiempos fueran oficios dignos de veneración y respeto- terminan por convertirse en “obreros asalariados” al servicio de sus “protocolos”. Como si se tratara del relato goethiano de El aprendiz de brujo, la máxima -y quizá la más compleja- creación del pensamiento moderno, cuyo mayor propósito consistía en vencer la oscuridad, es decir, en arrojar la luz del conocimiento para el mayor progreso y desarrollo de la humanidad, ha terminado, via invertionis, por conducirla a la mayor oscuridad, presa en la barbarie de las últimas regiones de la caverna platónica, no muy disímiles de las cadenas de montaje fordistas.

 Razón tuvo Spinoza frente a Descartes al exigir una Reforma (enmendatio) del entendimiento. No porque Spinoza quisiera introducir algunas mejoras al método postulado por Descartes -del cual se deriva toda la subsecuente formalización e instrumentalización de las relaciones humanas que luego fueran sacralizadas por Locke, Hume y Kant-, sino porque para poder superar sus pretensiones totalitarias y conservar sus estrictos beneficios (Aufhebung) era imprescindible que el entendimiento se entendiera a sí mismo, es decir, se auto-reformara (que es, por lo demás, el significado más hondo del socrático “conócete a tí mismo”), desocupando el lugar que usurpa y ocupando el que le corresponde.

 Detrás de cada satrapía, de cada totalitarismo, de cada populismo y de toda demagogia se oculta el entendimiento abstracto. Es la base firme que sustenta la insustancialidad del presente, valga por una vez la paradoja. La mano invisiblemente visible. La zanahoria frente a los ojos del asno. La rueda del hámster, convencido de que mientras más rápido corra más pronto llegará. La transmutación del intelligere en religare. La devaluación del νούς. La sustitución del salario por el bono. La senda perdida y el anuncio glamuroso del ocaso de la Libertad sobre la cual creció la civilización occidental.


José Rafael Herrera

@jrherreraucv


Pobreza espiritual y corrupción


José Rafael Herrera

@jrherreraucv


Un Estado estará bien constituido y será fuerte en sí mismo

cuando el interés privado de los ciudadanos esté unido a su

fin general y el uno encuentre en el otro su satisfacción y su

realización”

                                                                           G.W.F. Hegel



En las Lecciones sobre la Filosofía de la historia universal, Hegel, al referirse a los designios de la astucia de la razón, afirma que en la historia los particulares tienen sus propios intereses por encima del bien común, sus propias motivaciones y deseos, pero que, precisamente por el hecho de ser particulares, tarde o temprano ellos, junto con los intereses que los movieron a actuar, se desvanecen sin proponérselo para dar paso a un movimiento muy superior al de sus mezquinas apetencias personales. Un adagio popular venezolano resume nítidamente esta afirmación hegeliana: “cachicamo trabaja pa' lapa”. Los particulares tienen la ilusión de ser el poder encarnado, personificado, pero, en realidad, son utilizados en los fragores de la lucha general para terminar siendo sus víctimas. Y es así como, en los llamados procesos históricos, los particulares terminan siendo, al final, simples “cartuchos quemados”. Lo extraordinario de esta astucia de la razón -así la llama Hegel- es que la voluntad general de un determinado pueblo necesita -sine qua non- de la acción de los particulares para llegar a ser lo que se propone, es decir, para conquistar sus objetivos. Pero en el tortuoso camino de la concreción del fin los actores principales -o sus cabezas visibles- van cayendo en el camino, uno a uno, aplastados por las ruedas del molino de la historia que ellos mismos crearon. Todos quedan aplastados. Unos van presos, acusados de ser criminales por sus antiguos compinches; otros tienen que huir despavoridos, llevando consigo la jaula de acero que ellos mismos crearon; otros aparecen asesinados sin la menor explicación; y otros se mueren de cáncer. Parafraseando el Tractatus de Spinoza, el prepotente derroche poder, las multimillonarias sumas de dinero birlado o los vicios y excesos de placeres sensuales, bien sea con barraganas o con barraganos, terminan desvaneciéndose. Y es que, como decía Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.         

Nadie puede negar el hecho de que los jerarcas del actual régimen venezolano -cuya característica más resaltante es la de su progresivo deslizamiento desde las formas ideológico-políticas consustanciadas con el totalitarismo nacional-socialista o con el fascismo tropical hasta su ya inocultable, abierta y directa, condición de cartel gansteril-, al principio, conformaron una junta de gobierno cívico-militar, compuesta por egresados de las academias militares y de las universidades nacionales. La denominada 'fusión civil-militar' fue, en realidad, la mayor contribución ideológica que hiciera el extinto teniente coronel al quehacer político nacional, durante los años ochenta y noventa del pasado siglo, aún bajo el tutelaje de Douglas Bravo. No se trataba de una simple alianza de lo uno con lo otro, como tampoco de la más compleja idea de unidad de lo militar con lo civil, sino, en sentido estricto, de una fusión.

Fusionarse consiste en integrar varios elementos indeterminados en una entidad determinada. Así, lo militar dejó de ser militar y lo civil dejó de ser civil. Y los unos y los otros se fueron transformando, progresivamente, en vulgares criminales. En el lenguaje de la física, se trata de una reacción nuclear producida por la combinación de dos núcleos ligeros que se transforman en un único núcleo pesado. Y vaya peso el de forzar a un país pujante, sembrado las mayores riquezas naturales, a terminar siendo un país arruinado y desmembrado. De dicha fusión resultó, pues, el nuevo elemento. Si se permite la analogía, podría afirmarse que así como la fusión nuclear del hidrógeno en el sol origina la energía solar, de la fusión nuclear de lo civil con lo militar se originó el gansterato. Ya no se trata de civiles o de militares conformando una alianza sino de un nuevo elemento, de una nueva forma de concebir la realidad, y, como diría Gramsci, de una nueva conformación del bloque histórico hegemónico: la malandritud.

Solo así se puede comprender la necesidad forista de las constituyentes en Latinoamérica y del intento de creación de “nuevos Estados”, más cercanos al modelo político de las autocracias orientales -China, Rusia, Irán, Corea del Norte, Siria- que al Estado moderno occidental. No más sociedad política y sociedad civil, sino un Estado totalitario, cuyo fin último se propone la absoluta militarización de la sociedad civil, cabe decir, su más absoluta desnaturalización, y, por ello mismo, su consecuente desaparición. Esta es la razón por la cual se ha insistido en la conformación de un modelo de producción estatal que -por cierto- no produce, con la cada vez menor participación de la iniciativa privada en la producción económica. Las ficciones de un supuesto empresariado nacido a la sombra de la consigna de “Venezuela se arregló”, solo ocultaba lo que ya se podía percibir desde los violentos tumultos de Las Tres Gracias en Caracas o desde La Liria merideña, a saber: que cuando se empobrece el espíritu de un pueblo tarde o temprano se descubre la corrupción inmanente a sus estructuras jurídico-políticas. Es lo que explica, además, el pasaje de las nacionalizaciones, las expropiaciones y la invasión de empresas y tierras hacia la depauperación de todo un país, o desde la creación de instituciones oficiales paralelas a las ya existentes hasta la bancarrota del espíritu republicano. Es verdad que los zánganos ocupan una función determinada en los panales de las abejas. Pero si en un panal los zánganos logran asumir la conducción absoluta inevitablemente el panal llega a su fin. De modo que, de proseguir condenada a la administración sistemática de la degenerada 'fusión cívico-militar', Venezuela, y lo que resta de su depauperado aparato productivo, más temprano que tarde colapsará definitivamente.

Ya de suyo, y por su propia naturaleza objetiva, el modelo en cuestión parece haber puesto en evidencia sus contradicciones. En una expresión, genuinamente marxista, objetivamente ha llegado el momento del “punto nocturno de la contradicción” entre el esquema ideológico y su traducción a la realidad efectiva, a sus “condiciones materiales de existencia”. La cacareada “guerra económica” y la excusa de las sanciones no son más que el eco propagandístico de quien se niega a reconocer los efectos perversos del modelo impuesto. Lo saben bien, pero los regímenes de origen totalitario son todos iguales: siempre expían su propia incapacidad sobre los demás.

La pobreza material se mide por la pobreza espiritual a la cual ha sido sometido un pueblo. La ineficiencia crónica está directamente relacionada con la corrupción. La fórmula es sencilla: mientras mayor es el grado de ineficiencia mayor es el de corrupción. La pobreza de Espíritu y la corrupción, más que un asunto material, es una inadecuación del Ethos del ser social. Decía Spinoza que la superación de dicha inadecuación estaba en el orden y la conexión de las ideas y las cosas. El Bien supremo es el resultado de una correcta formación educativa: el mal -dice- es la consecuencia visible de la ignorancia.

Bajo las actuales circunstancias, no pareciera posible establecer relación alguna entre el aroma del contento, propio del Bien Supremo spinoziano, y las fétidas emanaciones que brotan del “poder popular para la suprema felicidad”. No sin astucia, el “tren de la historia” que tan pomposamente decían conducir, más temprano que tarde terminará por llevarlos a sus respectivos destinos: al Hades, a la prisión o al mal recuerdo. Después de todo, dice Hegel, “la historia no es terreno para la felicidad”.      

       




Paideia



“¿Qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de su ignorancia, 

y si, conforme a su naturaleza, les ocurriera lo siguiente..?

                                                                                                 Platón, Resp, VII.


Paidea griega


De su semilla plantada en tierra fértil, y ante la inminente llegada de la infestación del despotismo oriental, surgió, fuerte y vigoroso, el árbol de la Libertad, de cuyos frutos aun se alimenta el ideal de la vida civil democrática. Cada una de las etapas decisivas en la construcción histórica occidental, cada momento de su crecimiento y desarrollo, de su autoafirmación y, al mismo tiempo, de su pujante renovación cultural, ha encontrado en la savia republicana del pueblo griego originario su mayor referencia y su mejor motivo de inspiración. Y es justamente por esa razón que bien vale la pena preguntarse: ¿qué es lo que sigue haciendo posible su encanto para la gente pensante?, ¿por qué Grecia sigue siendo motivo de inagotable deslumbramiento y perplejidad para los artistas, incluso, en este tiempo, trajinado por una de las crisis orgánicas más severas sufridas por la historia de la humanidad?  La respuesta es, sin duda, compleja y atiende a, por lo menos, tres figuras, o al decir de Adorno, tres constelaciones, que conforman una unidad inescindible.

En primer lugar, el despuntar de la cultura griega afloró bajo el signo de los dioses de su bella mitlogía. Zeus o la Justicia es -en el sentido fuerte, enfático, del término ser- por la forja de Hefesto, la virilidad de Ares, la belleza de Afrodita y la sabiduría de Atenea. Vale decir que Kosmos y Polis se reflejan a la luz del horizonte de la bella fantasía concreta, de la estética realizada. De hecho, y por encima de todo, el pueblo griego fue un pueblo de artistas. En segundo lugar, resultaría imposible separar el sentido estético, propio del espíritu del pueblo griego, de su más acabada y definitiva obra de arte colectiva: precisamente, la creación de la democracia republicana. Y, en efecto, la organización política y social creada por los griegos no solo sirvió de fundamento para su desarrollo integral, sino que terminó por transformarse en el modelo artístico por excelencia de la praxis política. En una expresión, la Res-publica es una obra de arte que, como toda auténtica obra de arte, es inmortal. En tercer lugar, y bajo la plasticidad de su estructura estético-política, los griegos hicieron de sus casas el hogar del pensamiento, la residencia del bien y de la verdad, el altar de la filosofía. En Grecia los poetas fueron maestros de sabiduría y de política, los políticos fueron sabios y poetas, los sabios fueron políticos y poetas. Y es que semejante condición fue alentada por una fuerza común: la Paideia.

Paideia quiere decir formación social, educación y cultura, a un tiempo. Su identificación con la virtud romana poco tiene que ver con el instrumentalismo. El objetivo de la Paideia consiste en lograr que la especie humana viva “conforme a su naturaleza”, es decir, que el zoon politikón viva auténticamente como humano. Lo cual solo es posible mediante la acción continua de la Paideia, pues para los griegos, como dice Hegel, el ser humano carece de valor y dignidad si no se ha cultivado hasta alcanzar la libertad como expresión de la verdad, del bien y de la belleza. Por eso mismo, el gran pensador alemán llega a calificar al ciudadano de la Polis como “un artista plástico capaz de convertir lo natural en expresión del espíritu”. Y, en este sentido, la función de la Paideia es la de elevar a los individuos desde la inmediatez de su condición natural hasta la apropiación y comprensión de su condición ciudadana, como realización efectiva de su propia naturaleza, porque su naturaleza sólo puede concretarse como resultado de su ejercicio político. La Polis, como obra de arte, re-produce la armonía -el orden y la conexión- de la naturaleza, la re-crea. Pero al hacerlo termina penetrando en lo más hondo de la condición natural, historizándola. Todo lo cual explica la relación de la Polis con la Phisis y la comprensión de la totalidad del Kosmos. Como resultado, y mediante la Paideia, la Polis logra comprenderse como la superación que conserva -Aufheben- la naturaleza. 

Así como la naturaleza de las abejas consiste en construir panales, del mismo modo, la naturaleza de los humanos consiste en construir Polis. No existe para la cultura griega clásica la idea de un contrato social porque, para ellos, lo que hace humano al ser humano es el hecho de ser político y, en consecuencia, de vivir en sociedad. De ahí que el Estado, la organización política de la sociedad, no pueda ser considerado por los griegos como un agregado de individuos. La naturaleza del individuo es, en sustancia, social, política, por lo que la Polis solo puede existir en el obrar de los individuos. Individuo y Polis son una y la misma cosa, son las dos caras de la misma moneda. No es Cesar aut Deus, sino Cesar sive Deus. Toda acción humana es política porque se origina en la Polis y la Polis es su destino final. La Polis es la realidad más honda y plena de todo individuo, por lo cual cada individuo desea ser reconocido por ella, y ella deviene la suprema aspiración de todo individuo. En el deseo de reconocimiento está la clave de comprensión de la Paideia, pues en ella, en su disposición para encausar la naturaleza de los individuos hacia su autocomprensión y autorrealización ciudadana, está la clave para dar cumplimiento a su función principal. Es el modo como los preceptos de las buenas costumbres (el Ethos) y de las buenas leyes se hacen cuerpo viviente, contenido auténtico, de la vida cotidiana, muy por encima del establecimiento de toneladas de páginas de leyes, reglamentos y decretos que ni se parecen a la realidad ni tienen algo que ver con ella. Esa es, por cierto, la dramática estafa del “deber ser”. El punto de partida del desgarramiento y desmembramiento de una sociedad.             


                  




José Rafael Herrera

@jrherreraucv



De la política a la gansterilidad


Política y gansters


José Rafael Herrera

@jrherreraucv



Desde que los humanos decidieron comenzar a construir la historia -su historia-, se vieron en la necesidad de poner “orden en casa”, que es lo que significa economía. Y es eso lo que traduce literalmente la palabra griega Oikonomos (casa-en-orden). Administrar el orden de la praxis humana, ordenarlo, implica ir acumulando el trabajo de un modo organizado, adecuado, racional. Ese trabajo acumulado es lo que da origen al valor inmanente de la riqueza, a eso que se conoce como el capital. No obstante, y si bien es cierto que toda época ha producido y acumulado capital, no es correcto afirmar que toda la historia de la humanidad ha sido capitalista, porque la determinación esencial de cada época es culturalmente particular, diversa y específica. La historia como totalidad es eso: la unidad de lo diverso, la historia de la diversidad histórica, la comprensión general de la lógica específica de cada objeto específico. El resto es una ficción. Y, de hecho, sólo con la irrupción de la sociedad civil, durante la edad moderna, las diferentes formas de conexión social comenzaron a ser percibidas por los individuos como un simple medio para lograr sus fines privados. 

Por más que el actual sentido común -siguiendo en ello la ilusión de toda época nueva- pretenda considerar la política como el oficio de unos funcionarios cuya función consiste en la negación de toda función, cabe decir, en la representación del papel útil de lo inútil y del trastocamiento de lo verdadero en lo ficticio, o incluso como la más cercana aproximación a la corrupción y al crimen, la verdad es que en la historia de la humanidad la política ha ejercido un oficio fundamental en y para el desarrollo de la vida social. La civilidad, el mundo civil, ciudadano, es el resultado de la actividad política, la concreción de la koinonia politiké o de la comunidad política: el hogar del zoon politikón. Los individuos aislados sólo pertenecen a la imaginación desprovista de fantasía, propia de “las grandes y pequeñas robinsonadas” de las que hablaba Marx. Paradójicamente, ha sido durante la época en la que se ha generado el mayor grado de desarrollo de las relaciones económicas, sociales y políticas en la que ha surgido la representación del punto de vista de la existencia de individuos absolutamente aislados entre sí, cultores de la abstracción de lo privado y del 'pensamiento débil'. Con lo cual, y roto el espejo del ethos, propio del mundo civil, la praxis política pierde su centro neurálgico para quedar a merced y, deslizándose sobre la alfombra roja de la vanidad, ser sometida por la carroña de carteles criminales, cuyo propósito consiste en desmembrarla para poder usufructuarse de sus restos. 

El quehacer político del presente ha sido penetrado, en todos sus ámbitos y como nunca antes en la historia, por una criminalidad que se ha ido transmutando en gansterato. No por el hecho de que en otros tiempos existiera el crimen e incursionara en el ámbito de lo político se trata del mismo escenario. Del mismo modo que la producción de capital a lo largo y ancho de la historia no implica la existencia perennis del modo de producción capitalista, la existencia histórica de las incursiones del crimen en la praxis política no implican ni la identificación mecánica de la una con el otro ni su condición genérica. Más bien, se trata de una determinación específica, inédita, como nunca antes se había manifestado en la historia de la humanidad. La política, en el estricto sentido clásico del término, es decir, la política hecha por los políticos en funciones políticas, como servidores públicos, ha sido desplazada de su eje, de su centro de masa, para ir siendo ocupado por poderosos carteles internacionales que, en nombre de las formas políticas tradicionales y de sus viejas banderas de lucha, se enriquecen grosera y grotescamente, sin ningún tipo de escrúpulo y con el mayor cinismo. Y en esa misma medida, planifican no sólo la implosión de Occidente, mediante la promoción masiva de la narco-dependencia, sino la desaparición misma de la idea general del ethos político. 

Buena parte de la dirigencia política, todavía persiste en señalar que el gansterato que mantiene secuestrada a Venezuela es una dictadura. Algunos analistas prefieren referirse a los secuestradores en cuestión como si se tratara de un régimen totalitario o de una tiranía. Y los unos y los otros califican a los sectores políticos que aún se mantienen en pie de lucha -y a la luz de sus respectivos modelos de asumirla- como “la oposición” al régimen. Dice Hegel que comprender quiere decir superar. El único modo de superar un problema es comprendiéndolo a fondo, desde sus raíces. Con el debido respeto, y como consecuencia de la insostenibilidad de la actual situación de crisis orgánica que padece la sociedad venezolana, ha llegado el momento de comprender que los tradicionales esquemas hermenéuticos de interpretación del actual fenómeno político no pasan de ser eso, esquemas, “modelos” que no se compadecen con la realidad efectiva de las cosas, con la realidad concreta. No se trata de la realiter sino de la Wirklichkeit. Ni del Objekt sino del Gegenstand. Es necesario remontarse desde el entender hasta el comprender.

La criminalidad del gansterato es perversamente polimórfica y polisémica -piénsese en la neo-lengua, generadora de pobreza espiritual. Criminalidad que ha sido durante años introducida progresivamente a través del poder de influencia de los mass media, incluyendo los medios masivos de comunicación y las redes sociales, que están a su servicio. No se puede seguir promoviendo la imagen según la cual el delincuente o el adicto son una suerte de iconos sociales y, mucho menos, sentarse a esperar que ocurra un milagro. El crimen se ha vuelto la norma. Apareció en la llamada “agenda pública” latinoamericana en las últimas tres décadas, promovida, primero, por los restos de los movimientos subversivos y, poco después, por el Foro de Sao Paulo. Las afecciones que ha producido en la economía, en el desarrollo cultural y social y en la vida política del continente, son devastadoras y han terminado por erosionar severamente no sólo la estabilidad de prácticamente todos los países de la región -especialmente a los Estados Unidos- sino que los han desordenado (¡oikonomos!) y empobrecido material y espiritualmente, conduciéndolos a la adopción de la violencia como si se tratara de un modo “natural” de vida. La criminalidad no ha secuestrado tan sólo a Venezuela: ha secuestrado al ser y a la conciencia sociales del tiempo presente.”Si te robas una aguja te robas un cordero”, dice un antiguo refrán sirio.

La llamada “oposición” no se enfrenta contra (gegen) su término opuesto correlativo. La gansterilidad hace tiempo que renunció a ese derecho. Como theoria y praxis, la política, ahora, se enfrenta contra “algo” distinto, diferente, inédito. La política tiene que recuperar su condición de política, enfrentar al delito y superarlo. La confrontación, en consecuencia, no puede ser asumida según las formas adecuadas a la acción política convencional. Con un ganster no se llega a acuerdos ni  convenimientos, ni se compite en elecciones, ni se les pide conformar una coalición para formar un “gobierno de transición”. A un ganster se le pone en prisión, porque quien ha cometido un crimen y ha violado la oikonomía del ser social ha perdido sus derechos ciudadanos. Es el derecho contra el delito, no la venganza sino la penalidad que honra al delincuente al respetarle sus derechos y, al mismo tiempo, reivindica la función de la justicia. El fin de la criminalidad es la reconciliación de la política y la justicia consigo mismos.


Gorgias o de la filotiranía

 

Filósofo Platón


 La filosofía de Platón tiene sus orígenes en el esfuerzo continuo de buscar una respuesta adecuada para una pregunta fundamental: ¿cómo es posible que, en nombre de la justicia, Sócrates, el pensador más justo de los griegos, haya sido acusado de impiedad y condenado a muerte? Uno de los diálogos más sugestivos y apasionados escritos por Platón lleva por título Gorgias. En él su autor da cuenta, más que de su inusitado dolor por la condena de su Maestro -dolor que, en cambio, se refleja nítidamente en otros diálogos-, de su indignación frente a una democracia sin Ethos, que había perdido sus principios fundamentales a medida que marchaba aceleradamente al encuentro de formas jurídicas y políticas vaciadas de contenido, y cuya mayor evidencia había sido, precisamente, aquella espantosa condena dictada contra Sócrates, marcada por la mayor injusticia. La Grecia clásica, fundadora de la cultura occidental, daba pasos firmes -y entusiastas- hacia el encuentro con la tiranía, que terminaría por herirla de muerte. Gorgias es, en este sentido, uno de sus trabajos más completos y mejor logrados, no solo desde el punto de vista crítico-filosófico en sentido estricto sino, además, desde el punto de vista estético-literario y ético-político. Claro que, por lo general, la techné philosophica lo ha intentado encasillar como un discurso dedicado, en lo esencial, a la crítica de la retórica, como si Platón fuese Descartes. Precisamente, lo que indigna a Platón -a diferencia de Monsieur Cartesius- es la progresiva pérdida del significado del contenido retórico y, por eso mismo, la decisiva importancia de su formación histórica y cultural.

 No merece ser digno de estima un poder cuyo sustento es la injusticia, y, lo que resulta aún más indigno, en nombre de la justicia, mediante la manipulación de la opinión de las mayorías. El problema de Sócrates -y de su discípulo Platón- con Gorgias -el más admirado maestro de la sofística- consiste precisamente en haber hecho de la retórica un “arte de la oratoria”, una técnica de la persuasión a partir de la cual se puede afirmar o negar cualquier cosa, con absoluta independencia de que sea -o no- verdadero, justo o pulcro. Y, en efecto, con Gorgias lo verdadero es sustituido por lo verosímil, lo creíble, lo cual condujo a la Polis directamente a graves consecuencias de orden político y social, dado que, como acertadamente se ha indicado López Eire: “toda la oratoria griega de la época clásica es política, incluso la de los discursos ficticios”. Cuando el saber es sustituido por la creencia ciega y el prejuicio, los tiranos encuentran un terreno fértil para sus propósitos. Es así como el Logos -el Verbo- pierde toda consistencia. Las palabras pomposas, grandielocuentes, ampulosas, con las que se construyen los discursos de la demagogia, se transmutan en entidades separadas de lo real, en ficciones aptas para la manipulación, adaptables a cualquier situación. Como señala el adagio, las apariencias engañan. No pocas veces la “Rebelión de los ángeles” termina en la sumisión ante los demonios. Podría decirse que Gorgias es, en tal sentido, el auténtico fundador no solo del concepto de mass media o de la gran industria cultural sino, además, el padre putativo de los modelos populistas que han conducido directamente a las siempre infames tiranías a través de la historia.

 En el diálogo con Sócrates, después de reconocer que el orador tiene conciencia de la diferencia entre lo justo y lo injusto, Gorgias, “maestro del arte de la oratoria”, se queda sin argumentos. No hay forma de ejercer la política propiamente dicha abstayéndose de la ética, porque la política es, de hecho, la vía efectiva del ejercicio ético. “Quien tiene conciencia de lo justo tiene que asumir la justicia y quien asume la justicia no puede actuar injustamente”. El mayor de los males -afirma Sócrates- es la injusticia. Si las técnicas de la persuasión permiten que el orador elogie lo injusto como si fuese lo justo, entonces dichas técnicas tienen que ser rechazadas. Al quedar silenciado, y después de la pobre intervención hecha por Polo -quien llega a afirmar que el injusto es feliz-, Calicles expone la necesidad racional de la injusticia: “sólo los esclavos y los débiles -afirma- pueden alabar la justicia, pero el hombre fuerte no puede por menos de ser injusto”, porque -en su opinión- “lo verdaderamente justo para el fuerte es cometer injusticia”. Ante semejante declaración, digna de un fascista, Sócrates pregunta por el significado que tiene para su interlocutor ser “el más fuerte”. Calicles responde que el más fuerte es aquel que es capaz de alimentar el mayor placer. Y es entonces cuando Sócrates establece la diferencia entre placer y bien. Hay, sin duda, placeres que matan.

 El orden, la moderación y la justicia están muy por encima de los desenfrenos que intenta vindicar Calicles. Por esa misma razón, el arte de una “oratoria” que vale para todo y que los sofistas pretenden elogiar, es puesta en evidencia: se trata de un discurso carente de autenticidad, abstracto, ajeno a todo contenido, elástico, ajustable, adaptable a cualquier circunstancia. Un discurso hecho de astucias que pretende adular a los oyentes con el objetivo de ganar sus simpatías por una “causa” carente de causa. Ese es el discurso característico de las filotiranías gansteriles. Calicles se niega a continuar la discusión y, a solicitud de Gorgias, Sócrates presenta las conclusiones del diálogo: los ciudadanos que actúan con moderación son justos y los justos son felices. Una república efectivamente democrática es aquella que educa a sus ciudadanos a vivir con moderación y justicia, que huye de los desenfrenos. Los injustos tarde o temprano terminan pagando el castigo por sus culpas, y cuanto más larga es la vida del injusto mayores son sus desgracias. Es tan absurdo que los gobernantes que han sido injustos se quejen del maltrato de los gobernados como que los sofistas, quienes aseguran enseñar la virtud, se quejen de las malas acciones de sus discípulos. En fin, para Sócrates la política no consiste en agradar al populacho sino en procurar el bienestar de la ciudadanía.


José Rafael Herrera

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Los “físicos” y el caso Tales de Mileto

 

Filósofo Pitágoras


A la memoria de mi recordado amigo Mauricio Navia

 A los primeros filósofos de la Grecia clásica, se les conoce como los “físicos”. Y se presupone, con base en este término, que su primer interés fue por el estudio de la naturaleza, es decir, por la comprensión del origen del cosmos, del cual buscaban precisar el principio fundamental, unitario, que les permitiera dar cuenta de una explicación racional, lógica, capaz de trascender los viejos mitos y creencias que pregonaban los poetas. La fertil fantasía imagina a los antiguos sabios sentados en la blanca arena de las playas del Mediterráneo, contemplando, maravillados, los fenómenos que ofrece la vastedad del universo infinito, el ancho mar, el cielo estrellado, el fuego eterno que emana de la luz del sol o el resonar del soplido del viento. Así aparece el mito separado de la ciencia y los preceptos de la teología filosofante y de la metafísica distantes de la física. El muy moderno criterio de demarcación penetra lentamente, cual gas, a través de las diminutas fisuras de la imaginación hasta insuflarla, al punto de hacer estallar el idilio. Entonces, de pronto, los “físicos” abandonan las túnicas y las sandalias y se trastocan en ingenieros de batas largas y calzado florsheim, miembros de una corporación en el largo bucle de una productiva cadena de montaje. Como podrá apreciarse, bajo tales premisas, queda la convicción -más o menos consagrada por la fe- de que la historia de la humanidad puede cambiar sus circunstancias puntuales, pero, en lo esencial, las abstracciones propias del modo de producción de capital le son inherentes a la esencia humana, por lo menos desde los Picapiedra hasta los Supersónicos.

 En realidad, la cultura griega tiene sus inicios en la historia concebida a través del pensamiento, la cual tiene sus orígenes en el carácter estrictamente sustancialista característico de la civilización oriental que, como se sabe, parte de la indisoluble unidad de la naturaleza, dentro de la cual el espíritu se haya subsumido. Solo que, al llegar a Grecia, tal concepción de la unidad se ve radicalmente modificada. Para los antiguos griegos -convencidos defensores de la libre voluntad, a diferencia del punto de vista orientalista-, la naturaleza no mantiene un dominio absoluto sobre la espiritualidad humana sino que, más bien, ella está determinada por el espíritu. El espíritu, en efecto, penetra la naturaleza para conformar una unidad sustancial con ella y -siendo conciencia- la configura y se configura. Ya no se trata del totalitarismo oriental, cuya unidad cerrada, homogenea -que simboliza su modo de concebir el Estado-, anula toda posible diferencia. Pero tampoco se trata de la vacuidad, del abstracto subjetivismo y del formalismo instrumental, que ha terminado por convertirse en el pilar sobre el cual se ha construido la cultura moderna y, consecuentemente, la posmoderna. La Grecia clásica ocupa la bella compenetración entre dichos extremos: Physis sive Ethos. Es el centro de la belleza natural y espiritual a un tiempo. La Physis se espiritualiza. El Ethos se naturaliza. Por eso mismo, en Grecia ya no se puede hablar de la sustancia ni del espíritu como entes separados: el pueblo griego es la sustancia espiritual de la libertad, que es la base, el fundamento de sus costumbres, de su civilidad. Grecia es sinónimo de la alegría de todo lo que sea existencia. Es el principio del mundo del libre ser y del libre pensar. Por eso mismo, su muerte, el crepúsculo de la bella eticidad, dio lugar al nacimiento de la filosofía, porque la labor de la filosofía consiste en preguntarse por las causas que dieron origen a la crisis, al tiempo de reconstruir los principios fundamentales -precisamente, los orígenes- sobre los cuales cabe refundar la unidad perdida. “El búho de Minerva inicia su vuelo con el crepúsculo”. Por eso mismo, no hay filosofía sin historia ni historia sin filosofía.

 Ese fue el trabajo de los llamados filósofos “físicos”. Afirmación que, por cierto, no cabe en la comprensión de los manuales, diccionarios y breviarios de filosofía, como tampoco en la de unos cuantos intérpretes que conciben el estudio de la historia de la filosofía a través de los lentes del entendimiento abstracto, instalado como eje de la industria cultural. El caso de Tales de Mileto -el primero de los “físicos”- es, en este sentido, emblemático. De Tales se cuenta que un día, por estar mirando las estrellas y observándolas, cayó en una zanja. Los buenos ciudadanos, en su mayoría ignaros, se burlaban de él, afirmando que mal podía conocer el principio de las cosas quien no acertaba a ver por dónde pisaba. Los buenos ciudadanos tienen esta ventaja frente a los filósofos, quienes no pueden pagarles con la misma moneda. Sólo que ellos, los legos, nunca podrán caer en una zanja, porque nunca han podido salir de ella, ni mucho menos levantar la mirada para contemplear las estrellas.

 Así pues, con Tales tiene sus inicios la filosofía propiamente dicha, la ciencia de las primeras causas, entendienda por esta no solo la esencia o lo que hace que algo sea lo que es sino, conjuntamente, al bien común, que es la meta de toda realidad de verdad, de toda wirklichkeit. Para él, el agua es el principio de todas las cosas, motivo por el cual, principalmente, se le clasifica como “físico”. Y sin embargo, en Tales la referencia al agua, además de ser el elemento unitivo propio de la vida económica, social y política de los antiguos griegos, rodeados de agua por todas partes, se transforma en la forma general del ser social. Por eso mismo, no se trata de un elemento meramente sensible, sino más bien de un concepto general a partir del cual cobra conciencia el hecho de que la verdad, lo uno, es lo en y para sí mismo. Su gran labor consistió, precisamente, en la transformación de un elemento natural en una sustancia mediada por la subjetividad, en una fuerza general en movimiento, única -aunque, por supuesto, aún abstracta-, que logra superar con creces la fantasía de dioses mitológicos que nacen y perecen de continuo. Al igual que el resto de “los físicos”, Tales pone fin a las teogonías y su despliegue -como dice Hegel- de una “muchedumbre infinita de principios” que son, además, el reflejo de un mundo que había comenzado a perder su cohesión interior y había entrado irremediablemente en una crisis orgánica. El agua “física” deviene con Tales en pensamiento que contiene todo el resto de las cosas. Sólo la unidad es lo verdaderamente real. Es la sustancia que se determina como principio de la realidad, el principio absoluto como unidad del ser social y de la conciencia social.

 El gran peligro, la amenaza concreta que anuncia, cada vez con mayor fuerza, la llegada definitiva del ocaso occidental, no proviene directamente de oriente, sino de la cómoda sustitución de la capacidad de pensar, es decir, del pensamiento en sentido enfático, por formas instrumentales, “facilitadoras” del conocimiento que, en el fondo, subestiman las potencialidades de la sociedad civil y que, una vez automatizada, la condenan a subsistir presa en el callejón de las neurósis de la heteronomía. El problema no consiste en haber convertido al primer filósofo de Occidente en un “físico”, en un especialista en la observación de la naturaleza, sino, más bien, en haber presupuesto y separado -cosas del “criterio de demarcación”- el estudio del cosmos y el de la polis, como si para los ciudadanos de la antigua Grecia el orden y la conexión del cosmos no fuese identico al orden y la conexión de la polis. Explicar el Arché, la causa, el origen de la naturaleza, es explicar el origen de la vida ciudadana, y recíprocamente. Por eso el “físico” Tales de Mileto no solo fue un importante asesor político sino que, además, participó como estratega en batallas, en una época de grandes dificultades para la naciente cultura occidental. La pusilanimidad que caracteriza a la ratio instrumental termina en la conmemoración de sociedades que lloran la memoria de sus déspotas criminales, llegando al paroxismo de extrañar al responsable de sus peores desgracias.


José Rafael Herrera

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