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El derecho natural de gentes

 

..Y de las ruinas, surgirá la nueva vida.

                                 Friedrich Schiller

 La filosofía de Vico no es, como han querido hacer ver los entusiastas seguidores del entendimiento abstracto, un “fruto fuera de estación”. Más bien, es uno de los focos de luz más potentes en los que se concentra la filosofía durante el siglo XVIII. No tanto por haber recogido y conservado en su seno la más rica herencia histórica y cultural, sino por anticipar la más válida, la más civil, de las exigencias por la conquista de la libertad. Cuando el pensamiento está determinado por una visión profundamente crítica que, tarde o temprano, genera una nueva concepción del mundo y de la historia, da la impresión de hallarse ajeno a la circunstancia inmediata del ambiente social y cultural que lo circunda, lo que, no sin frecuencia, motiva el rechazo de quienes absortos por los prejuicios y la enajenación características de su tiempo, no pueden comprender el nuevo contenido, la nueva estructura especulativa y organizacional que, a la luz de dicho pensamiento, apenas acaba de nacer. Pero Carlos Fuentes tenía razón: hubiese sido mejor leer a Vico que a Descartes y a Hume, a Voltaire y a Rousseau, para formarse un concepto concreto de la historia de la cultura latinoamericana, especialmente entre quienes tomaron la iniciativa de construir las repúblicas independientes. La brecha se ha hecho tan profunda que las razones para leer a Vico se han vuelto imprescindibles. “Más Vico y menos Cartesius” reclama el presente, a medida que se confirma la tesis central de su pensamiento: “sólo se puede conocer lo que se hace”.


Vico - derecho natural de gentes


 Vico comprendió que la integridad de la sociedad civil descansa en la fantasía de los hombres, como elemento fundante de sus necesidades inmediatas. La religión, el lenguaje y la elocuencia son esenciales para la ley, la política y el Estado, y éstas nunca podrán reducirse a la categorización abstracta, meramente prepositiva, propia de las ciencias físico-matemáticas. Ajenos a un concepto histórico-filológico adecuado, Descartes, Grocio, Hobbes, Locke, Hume o Rousseau, no lograron cimentar la pretensión de establecer una filosofía jurídico-política como ciencia "universal" del bienestar público atemporal, independiente de los contextos culturales de los pueblos. Por eso se aferraron a la teología filosofante y terminaron formulando un “modelo” hipotético, como lo es el derecho natural, sin percatarse de que su formulación abstracta no era más que la expresión de la cultura de su propio tiempo, la lógica específica de su objeto específico.

 Vico, en cambio, traspasó los límites del cogito, fijando la mirada sobre las relaciones que enlazan el pensamiento con la sociedad y viceversa. Lo hizo, además, con ingeniosa originalidad. Nadie, más que él, ha operado en pro de la historicidad de la filosofía. Su pensamiento es opuesto al empleo reductivo y anacrónico del naturalismo tout court y de la tradición utilitarista de la ley de las ciencias políticas y sociales. La humanidad de Vico -el humando- aprende a buscar tanto la utilidad como la verdad. La racionalidad formal, propia el modelo cartesiano de claridad y distinción, es insuficiente para la adquisición social e histórica del arte de conocer y hacer la verdad. El saber no puede reducirse a prácticas profesionales exclusivas de la ciencia natural y de la lógica formal. Debe incluir los más diversos modos de razonar propios del sentido común, es decir, lingüísticos, retóricos, religiosos, morales, políticos, legales, económicos, sociales, en fin, históricos: lo cual incluye la evidencia, la conjetura y la refutación. Este es el resultado que, para Vico, ni el dogmatismo colectivista ni el pragmatismo liberal están en condiciones de secuestrar, sin llegar a producir graves consecuencias.

 El derecho natural no es una premisa matemática sino una conquista civil. No es un punto de partida sino un punto de llegada. El derecho “natural” no es natural sino histórico. En la Scienza Nuova Vico logra descifrar esa conquista y establecer un sistema de “derecho natural de gentes” -muy diverso, por cierto, del significado reductivo que las ciencias jurídicas le atribuyen en la actualidad- que se va concretando a lo largo de tres edades cíclicas: la de los dioses, en la que los hombres creían vivir bajo gobiernos divinos y en las que todas las cosas les eran ordenadas mediante auspicios y oráculos; la edad de los héroes, en la que éstos -los pater familias- reinaron en todos los sitios mediante repúblicas aristocráticas, basadas en una cierta diferencia atribuida a su superior condición natural respecto a la de los plebeyos; y la edad de los hombres, en la que todos se reconocen poseedores del derecho de ser iguales en cuanto a su naturaleza humana, bien a través de repúblicas populares o de monarquías, siendo ambas las formas de gobierno propiamente humanas. El derecho natural no nace: se hace. Verum et factum convertuntur reciprocatur.

 Una inmensa región del mundo, conquistada y convertida en colonia de un poderoso imperio, a la que se le ha impuesto un nuevo orden de cosas y de ideas, se vio necesariamente forzada a modificar abruptamente, y a ver truncado, el curso de su propio devenir. Por lo menos eso afirma Vico. Pero si, además, se le hace ver, como se lo hicieron ver los independentistas -deslumbrados por el espíritu de la Ilustración europea-, que se es naturalmente libre y que se tienen derechos innatos, aún sin habérselos ganado, y sin poseer la formación social -la Bildung- necesaria para hacer el recorrido mediante lo que Vico denomina “la mente heroica”, entonces, de la Liberté surge el libertinaje, de la Igualité el igualismo y de la Fraternité la audacia del vivarachismo criollo. No serán necesarios el esfuerzo, la constancia, el estudio, la preparación, el compromiso, la responsabilidad. En una expresión, no será necesario poseer una educación estética capaz de permitir la reconstrucción del proceso -por la vía del pensamiento-, porque “naturalmente” ¡como si se tratara de un champignon!- se puede hacer lo que se quiera, lo que se venga en gana. Este es el fundamento del populismo. Se puede, en consecuencia, ocupar cualquier cargo de Estado, cualquier posición, a pesar de no poseer la necesaria capacidad para hacerlo. Y, por esa vía, se puede saquear, corromper, torturar, asesinar, puesto que, ya que existen unos tales derechos “naturales”, “innatos”, gracias a los cuales se es libre “por naturaleza”, se puede hacer lo que se venga en gana. El deseo confundido con la libertad. Un mundo así representado es propicio para los Boves, los Páez, los Monagas, los Zamora, los Castro, los Gómez, los Chávez, los Maduro o los Cabello. Es el mundo de los los Pedro Camejo o de los Carujo, no el de los Vargas. Y, por esa vía, se llega directo al desastre totalitario, militarista, salvaje, corrompido y criminal hasta los tuétanos, que ha conducido al país a su mayor pobreza material y espiritual. No existe libertad sin conciencia de la necesidad, ni hay derecho natural que no sea el resultado de la conciencia histórica. El Derecho Natural sólo puede ser Derecho de Gentes en el estricto sentido que le otorga Vico. Gente, por cierto, proviene de gen, que significa engendrar, producir, devenir. Es el Derecho Natural que deviene.

 A pesar de contar con doscientos años de vida republicana, Venezuela sólo ha tenido cuarenta de vida democrática. La diferencia está en la educación, no en la simple instrucción. No se puede compendiar la historia de la humanidad siguiendo el recorrido por el interior de la esfera de EPCOT de Disney, porque no se puede superar una realidad sustentada en una ficción con otra ficción. De las ruinas hay que hacer surgir una nueva Venezuela. Corso e ricorso, una y otra vez. Para ello, la mayor labor, la más importante de todas, tiene que ser la educación estética, pues no habrán ni libertad ni derecho mientras prevalezca la pobreza espiritual.


@jrherrraucv

Spinoza y el saber.

 

¿Saber o conocer?


 Desde la Antigüedad clásica, la filosofía concentró sus esfuerzos en el establecimiento de una firme e inescindible unidad de la verdad, la belleza y el bien. “Dices bella, buena y verdaderamente”, afirma Sócrates de modo continuo en los Diálogos platónicos, para referirse, no sin énfasis, al hecho de que lo verdadero coincide con lo bello y lo bueno, al punto de que alcanzar el saber no es posible sino como resultado de una conquista estética y ética. Ser bueno implica el hecho de haber conquistado lo bello y, a la vez, lo verdadero. Y de igual modo -más allá de la moda, el maquillaje, las prótesis o las refacciones- existe una belleza mucho más delicada y envolvente, más cercana a Eros y Afrodita, una belleza que no caduca -más misteriosa y atrayente que la que vende el mercado-, que consiste en dar cumplimiento al oráculo de Delfos: “conócete a ti mismo”, porque a medida que más se profundiza en el saber se acrecienta su atractivo y crece el bien.

 No hay mejor confirmación de la 'unidad-distinción' de estos tres elementos orgánicos que el hecho de que mientras mayor es la ignorancia mayores son la maldad y la fealdad de quienes la comportan. ¿No es, bajo las actuales circunstancias del presente nacional, más fea, más vulgar -es decir, de sorprendente “mal gusto”, extraordinariamente mal hablada y presta a las “bajas pasiones”, o al odio y al resentimiento- una parte de la población que, por lo demás, tiende peligrosamente hacia un acelerado crecimiento estadístico? ¿Existirá alguna relación entre la mal llamada “música” de moda, los lamentables programas de televisión que se transmiten a diario, las redes sociales infectadas de superficialidades, el mal uso del lenguaje y los ya habituales crímenes de la semana? ¿Alguien podrá negar, en esta Venezuela empobrecida, triste y rota, las vinculaciones existentes entre la cada vez más preocupante ignorancia colectiva, la repugnante representación de “belleza” implantada, la criminalidad desatada y la acelerada violencia cotidiana?

 En idioma italiano la fealdad lleva el sugerente nombre de “bruttezza” y su acepción incluye, además, lo que ha sido mal hecho. Tan brutta es la prostitución del cuerpo social como la de su espíritu. Decía Spinoza que “el orden y la conexión de las cosas es idéntico con el orden y la conexión de las ideas”. Pero, y dada la circularidad de la expresión, también se podría argumentar exactamente lo opuesto, cabe decir, la inversión especular de dicha expresión, sobre todo en el ambiente propio de una sociedad que ha sido deliberadamente sometida a descomposición: “el desorden y la desconexión de las ideas es idéntico con el desorden y la desconexión de las cosas”.

 Cuando las “ideas” no son ni “claras” ni “distintas”, cuando carecen de “orden y conexión” o, más pura y simplemente, cuando ya no hay ideas, la realidad se transforma en un auténtico embrollo, una desgracia que afecta a todo el organismo social y lo conduce a la autodestrucción. De hecho, en estos días que transcurren, no muy distantes están del lenocinio las finanzas y el poder (las “riquezas” y los “honores” a los que se refiere Spinoza en sus Tratados), percibido como algo “natural” y, por ello mismo, como cosa “buena” y hasta envidiable. ¿Qué otra cosa es la corrupción sino la prostitución devenida norma de vida?

 No obstante, históricamente, el “punto de quiebre” de la estrecha conexión de la verdad, la belleza y la bondad, se produjo después del imperio del ricorso de la teología filosofante -con sus “verdades de razón” y “verdades de fe”-, de las que deriva la “moral provisional” cartesiana. El conocimiento, según Descartes, es un instrumento -un método- que da cuenta de la certeza del mundo, de la intelección de la existencia material. Su propósito consiste -según el autor del Discurso del Método- en trazar las leyes de interpretación de los fenómenos. La creencia, la fe, la moralidad, en cambio, nada tienen que ver con el ámbito cognoscitivo. Son “cuestiones del corazón”, no de “la razón”. El cartesianismo, de hecho, impuso a la cultura moderna el camino de la “metódica” separación de conocer y creer, de certeza y moralidad. Y en ello, a pesar de las más diversas perspectivas teoréticas, lo siguieron casi todas las cabezas pensantes de su tiempo y muchas otras después, hasta convertirse en la ley que rige el modo de ser y de pensar actuales. Con la excepción de Spinoza.

 Fue Spinoza quien escribió un Tratado de la reforma del entendimiento para demostrar que sólo se puede conquistar el bien enmendando el modo como los hombres asumen el conocimiento, lo cual sólo es posible superando el modelo propio de la racionalidad instrumental, la cual presupone que la verdad es cosa diversa del bien y que en nada se relaciona con lo bello. Conocer no es una premisa sino un resultado. Y ese resultado culmina en el re-conocimiento, esto es, en una relación que supera las formas abstractas del conocimiento y las comprende -las conserva- en ella, conquistando así el “sumo bien”.

 Son los prejuicios la causa de los grandes conflictos personales, sociales y políticos. Una sociedad sustentada en la instrumentalización del conocimiento es una sociedad mecanicista, desafecta, atiborrada por la confrontación que su propia ignorancia. El mecanicismo propio de la razón instrumental acostumbra a preguntar cómo se hace, pero no por qué se hace. Suele separar la forma del contenido y, más aún, confundir la forma con el contenido. No basta con la masificación de los centros educativos y su progresiva transformación en fábricas generadoras de instrumentistas, mal llamados “especialistas”. Un ingeniero, un odontólogo, un administrador, un computista o un abogado que no han sido integralmente formados, que cuentan con una visión parcial, carente de plena formación cultural, de “Bildung”, terminan siendo -probablemente- buenos técnicos en ingeniería, odontología, administración, computación o derecho. Pero seguirán siendo individuos con carencia de civilidad, que solo en apariencia pueden ser considerados ciudadanos. La gente de bien resulta del cultivo de la educación estética.

 El entendimiento tiene que enmendarse a sí mismo. Debe superar su condición formalista e instrumental por la comprensión y el re-conocimiento. Una tarea pendiente para una sociedad desgarrada, inmersa en las miserias del prejuicio y la ausencia de sentido ético y estético. No por caso, la metafísica de Spinoza lleva por título Ethica. Quizá por eso la sociedad que -hasta el sol de hoy- le rinde culto al entendimiento abstracto lo excomulgara y acusara de “ateo”, lo proscribiera y prohibiera sus obras. Pero por esa misma razón, desde la distancia y frente a la crisis actual, Spinoza sigue.


Del Mito

 


  

Sorprenderse por la belleza

 

El hombre, por la indefinida naturaleza de la mente humana,

cuando esta se sumerge en la ignorancia hace de sí mismo la

regla del universo

                                                                   Giambattista. Vico

 

 

            La expresión “mito” (Mythos) es anuncio del discurrir discursivo o del movimiento del discurso en clave poética, y más específicamente, del devenir de la palabra. Por eso mismo, también designa la maquinación, la proyección, el proyecto. En sus orígenes, no hay indicios de separación del hablar y del ser, lo que, más tarde, se encargará de establecer como estricta norma, primero, la teología filosofante y, luego, la modernidad filosófica. Para la cultura clásica, en cambio, su significado se emparentaba con el de “volver a contar” o, más simplemente, con el re-contar. De ahí el afán por el recuento de las viejas historias fundacionales, como las dedicadas a los dioses, a los seres divinos, a los divinari, según las indicaciones hechas por Platón en República (392a). Pero quizá la definición más precisa y, tal vez, la mejor lograda en el sentido estético del término, sea la que ofrece Aristóteles en Metafísica, en la que puede leerse que “los hombres comienzan a filosofar” -cabe decir, a pensar- “movidos por el asombro (thauma)” o “por el maravillarse. Al principio, admirados por fenómenos sorprendentes, los más comunes. Luego, planteándose problemas mayores, como los cambios de la luna, el sol, las estrellas y la generación del universo. Pero el que se plantea un problema y se admira reconoce su ignorancia. Por eso, quien ama los mitos es, en cierto modo, filósofo, porque el mito se compone de elementos maravillosos” (Met., I,2).

            El Mythos no requiere ser demostrado, a diferencia del Logos. No obstante, el hecho de ser consensualmente creído y no demostrado no implica que no comporte en su seno un potencial y significativo componente de verdad. Y a pesar de que, por lo general, los mitos están revestidos por la fantasía, que presentan lo real de un modo maravilloso, ellos expresan -o son la expresión- de una genuina concepción del mundo propia de la condición primitiva de los pueblos. En otras palabras, y al decir de Spinoza, los mitos son la fuente de la poderosa imaginación (la imaginatio) que no pocas veces hace posible la cohesión, el cemento unitivo de las costumbres (el Ethos) de un determinado pueblo, de una determinada sociedad. Los mitos, en efecto, hacen prosperar el “saber de oídas o por vana experiencia” que, por cierto, no implica falsedad o mentira, porque en él yace inmanentemente el material histórico-concreto a partir del cual, retrospectivamente, es posible comprender -y superar- el proceso de formación del Espíritu de un pueblo. Porque así como la pureza sólo puede surgir de la impureza, conviene observar que los mitos son, en realidad, la materia prima desde la cual surge la más elevada verdad. Una sociedad barbárica no se supera a sí misma, no deviene ciudadanía, cuando  decide desechar sus mitos. Más bien, logra superarlos cuando los realiza. Como dice Adorno, “sólo cuando los extremos se tocan la humanidad sobrevive”.

            Es verdad que, como observa Vico, “la fantasía es más robusta cuanto más débil es el raciocinio”. De ahí que los mitos, inevitablemente recubiertos de lo fantástico, presenten la realidad de un modo maravilloso, porque los mitos expresan una genuina concepción del mundo propia de la condición primitiva -o infantil, acotaría Freud- de los pueblos. Si mito quiere decir re-contar, entonces, a medida que se van contando, una y otra vez, va transitando desde lo elocuente hasta lo grandi-elocuente, de la epopeya a la proso-popeya. La grandilocuencia del mito aumenta las proporciones hasta elevar lo humano a una condición divina. Actúa como una gran lente de aumento, tal como ocurre en la Venezuela heroica de Eduardo Blanco, auténtico cantor homérico de la conciencia social de un país -y podría decirse que de todo un continente- que terminaría haciendo del caudillismo militarista el glorioso ricorso continuo de la barbarie ritornata.

            Si el Logos es el discurso propio de los tiempos de la razón y la libertad republicanas, el Mito lo es de los tiempos de culto al heroísmo y la barbarie autocráticas. Los autoritarismos nacen de la creencia en enviados especiales del cielo que vienen con la misión de imponer la justicia y el orden extraviados, de saciar las penurias de los pueblos, de poner fin a las miserias. Es el arribo de Zeus -¡Zos!, de donde se derivan tanto Deus como Ius-, o de uno de sus emisarios, encargado de restablecer la sacrosanta heteronomía de los hijos del “amito”, del “taita”, del “jefecito” o, más simplemente, del coronel o del comandante. En fin, del “líder supremo”. Es Boves escoltado por una multitud desenfrenada de negros y pardos descamisados y sedientos de venganza, que vocifera la -cuando menos- incoherente consigna de guerra: “¡Muerte a los negros!, ¡que viva el rey!”. De ahí que subestimar la potencia de los cantos de gloria eterna a los héroes, lejos de conjurar su hegemonía, termine fortificando sus dominios sobre las mentes de los más simples e incluso de los no tan simples. Por eso mismo, es necesario seguir de cerca los antecedentes, tanto como el surgimiento y la consolidación de un mito, con el propósito de descubrir su lógica inmanente, la “razón de la locura” de la que hablaba Shakespeare. La razón histórica permite comprender el hecho de que los mitos no solo ocultan la verdad, sino que forman parte de su estructura. Verum index sui et falsi. Muy al contrario de lo que imaginan los “mejores amigos” del entendimiento reflexivo (a saber: los positivistas y los teólogos filosofantes, cuya supremacía catedrática ya se ha hecho legendaria), detrás de las construcciones de yeso, madera y neón puede sorprenderse la cara encubierta de la desgracia.          

Proletarios en el mundo actual


A man in debt is so far a slave

                             R.W. Emerson


Une certaine quantité de travail amassé et mis en réserve

                                                                                 A. Smith





La palabra proletario cuenta con más de dos mil años de historia. En tiempos de la Roma clásica, proletarii eran llamados los ciudadanos de la clase más baja, cuya función principal consistía en la procreación de hijos -prole, precisamente- para ser entrenados como soldados e incorporados en las filas de las legiones del poderoso ejército imperial. Desde entonces, los proletarios han venido cumpliendo con la función de sostener el peso bruto de los cimientos del corpus de toda la sociedad, siendo el gen (las gentes) que garantiza la producción y reproducción (la generación y re-generación) continua del ser social. De tal manera que, ya desde un principio, su labor productiva ha consistido en ser una labor esencialmente reproductiva y, recíprocamente, su labor reproductiva ha consistido en ser una labor esencialmente productiva. Produce reproduciendo, reproduce produciendo. Su única posesión es su propia fuerza corporal, la cual vende para poder vivir. Una transacción de la cual, por cierto, carece de clara conciencia, asumiéndola como si se tratase de una condición natural. En el fondo, siguen siendo los legionarios de siempre. No por caso, forman y conforman el llamado “ejército social de reserva”. Al final, son ellos quienes ponen la sangre, el sudor y las lágrimas. Se trata de una fuerza productiva que garantiza y consolida la reproducción de las relaciones sociales existentes. Vico observa que el mundo de las naciones se sustenta en dos principios, a saber: la mente y el cuerpo de los hombres que las componen, pues “la divina providencia ordenó las cosas humanas con este orden eterno que, en las repúblicas, quienes usan la mente mandan y quienes usan el cuerpo obedecen”. Y, en este sentido, cabe reconocer que el proletariado es el robusto cuerpo sobre el cual históricamente se ha sostenido, y aún se sigue sosteniendo, el mundo de las naciones.      

En efecto, lejos de haber desaparecido del modelo económico que fuera impuesto y estructurado a partir de la segunda mitad del siglo XIX en Occidente, la sociedad contemporánea lo ha propiciado y perfeccionado, hasta elevarlo al mayor grado de su realización, al punto de transformarlo en un modelo ideal de existencia. Es así como la sociedad del presente, y con mayor razón la de los países más desarrollados, alienta y promueve la presencia de una amplia comunidad proletaria, cada vez más extensa, diversificada y compleja. Un proletariado, por cierto, muy distante al de las grandes revoluciones industriales del pasado, el desposeído y sufrido personaje acuñado por los fundadores del llamado socialismo utópico que, más tarde, Karl Marx transformara en el centro neurálgico de sus denuncias y elevara a la forma de la Kritik filosófica. Ya no se trata del gen de los fámulos, de los menesterosos, ciertamente. La ratio technica es el instrumento con el cual el gran capital ha hecho posible la sustitución gradual de la antigua escuela de los Legionarios por un gran sistema masificado de instrucción técnica y tecnológica. Un sistema en el cual se forman, o más bien se instruyen, los novísimos -y siempre antiguos- proletarios del presente. Es, virtualmente, la época de la “reproductividad técnica”, como la llamaba Walter Benjamin. Ya no se trata de los espectros ambulantes, dramáticamente descritos en las obras de Dickens. Ni no son Los miserables de Victor Hugo. En el presente, el sufrido proletariado descrito por Marx va al trabajo manejando un Toyota, un Honda o un Kia. Viven del crédito, en una casa o en un apartamento. Tienen un trabajo que la sociedad valora y, sobre todo, requiere. A veces van a la playa y otras veces a un mall o a disfrutar del último film de las industrias Disney. No falta el celular ni la “tele”. Casi por inclinación natural, prefieren comer Fast Food en los Mac Donals o en los Burger King, aunque no siempre. Es, en fin, el sueño cumplido ya advertido por Marcuse en El Hombre unidimensional.

La historia ha dejado constancia de que el argumento esgrimido por Lenin, según el cual el desarrollo hacia una sociedad auténticamente libertaria sólo podía ser el resultado de la instauración de la “dictadura del proletariado”, ya que el proletariado sería “el único que podría romper la resistencia de los explotadores capitalistas”, se ha puesto en evidencia como un argumentum ad verecundiam, sobre el cual la sociedad de los propietarios ha podido arrojar sus miserias, transmutando la amenaza en su mayor ventaja. Claro que el concepto de dictadura empleado por Lenin -y que ya Marx había sugerido- se correspondía más al de las dictaduras transitorias de la Roma republicana en situación de riesgo que a los interminables militarismos del siglo XX, incluyendo los regímenes ruso del stalinismo, chino del maoísmo y coreano del kimilsunismo, extensiones espurias de las tradicionales formas autocráticas de concebir el poder en Oriente que han sido grosera y grotescamente calcadas, durante los últimos tiempos, por Cuba, Nicaragua y Venezuela. Además de ser un probado criminal de lesa humanidad, el “presidente obrero” venezolano es un visible ejemplo de estafa a una Nación en beneficio de la acumulación de capital, cuyo nombre será recordado en los anales de la historia como un palmario modelo de fraude y mediocridad gansteriles. En todo caso, la sociedad proletaria va creciendo a toda marcha, propulsada por el desarrollo sostenido de la ratio technica y la industria cultural, el mayor y más rentable negocio de los últimos tiempos. Un negocio del cual el proletario de hoy no solo es parte esencial sino también uno de sus mayores consumidores. El quantum del mal infinito va signando la ficción cotidiana de su realización y el extravío de sí mismo. La cada vez mayor pobreza de su Espíritu.         

     


No es Sí


Eso es lo maravilloso que a uno le sucede

cuando se inicia en el pensamiento, cuando enfoca

por sí mismas semejantes determinaciones: que cada

una de ellas se trueca en lo contrario de sí misma”

                                                                           Platón


Omni determinatio est negatio

                                  B. Spinoza





Lo positio y lo negativo


Decía Hegel que cuando los filósofos se explican acerca de un tema filosófico, necesariamente tienen que atenerse a sus ideas: “no pueden guardárselas en el bolsillo”. Después de que Platón concibiera y Aristóteles desarrollara el sistema absoluto de la lógica ontológica, se puede afirmar que nació el concepto de racionalidad propiamente dicha, es decir, de la razón en sentido estricto. Sobre sus bases firmes, los más importantes pensadores de la historia han contribuido, de algún modo, con su desarrollo y despliegue, incluso hasta más allá de sus límites generales, en los recodos del absurdo, a la sombra de su luz, allende las avenidas principales, en los opacos espejos de los lúgubres callejones del temor y la esperanza, cuando no del horror y la infamia. Fue en los diálogos Sofista, Filebo y Parmenides que Platón puso de manifiesto la profunda contradictoriedad que le es inmanente al ser, dejando la puerta abierta para que, más tarde, su discípulo Aristóteles la tematizara en profundidad, tanto en el tratado sobre los Analíticos como en la Metafísica. Lo que aún aparece indeterminado en el maestro se va haciendo determinado en el discípulo.


Pero la fe mueve montañas. Y, de hecho, la poderosa musculatura de pensamiento especulativo, dialéctico, desarrollado por Aristóteles, al quedar secuestrada y puesta al servicio de la teología filosofante, fue revestida con los ropones de la reflexión -“Magister dixit”-, la cual, como toda reflexión, reproduce dos imágenes, contracara la una de la otra, cada una de las cuales es fijada, puesta y colocada en un pedestal como el sí de “la verdad”, lo positivo que excluye -que niega- todo aquello otro que no forma parte de lo propio de su entorno. Lo otro, la contracara, el claroscuro, el lado invertido, lo que resta, sería lo falso y lo malo, “lo negativo”, lo que se debe negar como aquello que no es, como lo que contradice a la “verdad verdadera”. Y, de hecho, para el entendimiento abstracto, reflexivo, “sí es sí” y “no es no”. Una conclusión contra la cual, entre ironías, Platón -por boca de Sócrates- se deleitaba en hacer papelillo. Y fue la misma que, con extraordinaria precisión, Aristóteles puso en evidencia como el tipo de contradicción analíticamente “más fuerte”, pero ontológicamente “más débil”. La suerte sufrida por la gran obra aristotélica, puesta al servicio de la religión positiva, solo es comparable con el uso y abuso que de ella han hecho la psicología y la sociología de masas, la racionalidad instrumental y, por supuesto, la poderosa industria cultural del presente, cuyas motivaciones e intereses apuestan por el fanatismo desbordado que hipócritamente aseguran rechazar, en nombre de la “sociedad abierta”.


Es así como la actual sociedad mundial, envuelta en la que quizá sea una de sus crisis orgánicas más severas y sin precedentes, ha llegado a presuponer lo positivo como lo bueno y lo negativo como lo malo, la feminidad como la contradicción irresoluble de la masculinidad, el representarse la derecha y la izquierda políticas como términos irreconciliables, recíprocamente contradictorios e incompatibles, asistidos, todos estos casos, por una “lógica” primaria, simplista y reduccionista, más cercana a la doctrina de Manes y su maniqueísmo que a la filosofía especulativa aristotélica propiamente dicha. Y como “llueve o no-llueve” y “p” implica “q”, por extensión inmediata, o se es de derecha o se es de izquierda, o se es feminista o se es machista y, dependiendo de la posición que se haya escogido, o se es malo o se es bueno, “positivo” o “negativo”. En el medio quedan las inefabilidades, los términos  indescifrables y las tapas amarillas que, tarde o temprano, terminan en la pusilanimidad de la que daba razones Maquiavelo. Entidades envueltas en el celofán de la levedad, pompas de jabón de metaverso, ya definidas magistralmente por Shakespeare, en el Sueño de una noche de verano, como los snuggles: “I´m a lion, i´m not a lion, i´m a Snug”.


La necesidad de la filosofía, ha dicho Hegel, surge cuando la potencialidad de la unidad desaparece de la vida y las oposiciones pierden la fluidez de su relación viviente, con lo cual su acción recíproca se desvanece. El trabajo de la filosofía consiste, pues, en desgastar la rigidez dentro de la cual la reflexión del entendimiento fija -y sofoca- la vida, haciéndola existencial, social y políticamente insostenible, contribuyendo con la libre integración de la totalidad racional y, con ella, de la civilidad propiamente dicha. “El mantenerse dentro del sistema de opiniones y prejuicios siguiendo la autoridad de otros o por propia convicción solo se distingue por la vanidad que la segunda manera entraña”. La filosofía no facilita, no da papillas ni recetas. Su función es, por el contrario, la de complicar con el irrenunciable propósito de hacer pensar, especialmente a quienes se han visto obligados a suprimir de su existencia esa capacidad que no pocos humanos suelen hipotecar. Por lo pronto, habrá que asumir las formas características del escepticismo antiguo, no en las del moderno. Porque el escepticismo clásico, “proyectado sobre toda la extensión de la conciencia, es lo único que pone al espíritu en condiciones de poder examinar lo que es verdad, en cuanto desespera de las llamadas representaciones, pensamientos y opiniones naturales, propias o ajenas”. Por eso mismo, la filosofía no puede terminar en un “principio supremo” que deje fuera de sí la identidad o la diferencia de las oposiciones, bajo la pretensión de poseer el señorío de la absoluta identidad que, en el fondo, es el temor a la diferencia.


Muy a pesar de lo que puedan aseverar los manuales de autoayuda o los “cursos rápidos” de los llamados “facilitadores” de las redes, decir que “no” es, en realidad, un modo consustancial de decir que “sí”, porque cuando se niega algo de manera inmanente se está afirmando algo, o como dice Spinoza, se está determinando algo. Es una negación determinada. Cabe, pues, concebir la negación como aquello de lo cual deviene un resultado necesario y, por eso mismo, afirmativo. Y muy en el fondo, quien ha sido llamada por sus detractores políticos “la señora no” -no al populismo; no al estatismo y a la corrupción que de él se genera; no a las alianzas “por arriba”; no a las trampas electorales- representa, en los actuales momentos, la única potencia viva y capaz, es decir, cabalmente afirmativa, de ponerle fin a la tiranía gansteril que ha venido imperando en Venezuela durante estos interminables, difíciles y aciagos años. Y habrá que dejar al resto repetir, una y otra vez, la camándula de sus calculados finalismos: que “sí es sí” y que “no es no”. Por supuesto, bajo la magistral conducción de las asesorías de sus equipos de “expertos”, debidamente capacitados para el tutelaje de la racionalidad instrumental.            

       


José Rafael Herrera

@jrherreraucv





Verdad y Ética

La verdad y la falsedad





El Tratado para la Reforma del Entendimiento de Spinoza da cuenta de cómo el camino que conduce del conocimiento al saber es, a la vez, el camino que va del verdadero bien hacia el bien supremo. La razón es que “cuantas más cosas conoce el Espíritu tanto mejor comprende sus propias fuerzas y el orden de la Naturaleza”, pero “cuanto mejor comprende sus fuerzas, tanto mejor puede orientarse a sí mismo y proponerse reglas, y cuanto mejor comprenda el orden de la Naturaleza tanto mejor podrá precaverse de las cosas inútiles”. El orden y la conexión de las ideas es idéntico al orden y la conexión de las cosas: saber es poder y mientras más se sabe más se puede. Pero, y por eso mismo, el poder tiene entonces la necesidad de autodeterminarse, de asumir conscientemente la responsabilidad de su saber, con lo cual hace suyas las exigencias de la eticidad. En una expresión, la verdad se identifica -como resultado de su propio hacer- con el bien, tal como lo comprendía la antigüedad clásica, para la cual la verdad se identifica con la belleza y la bondad: verum, pulchrum et bonum. Se trata del conocimiento de la unión concreta del Espíritu con la sustancia y de cada individuo con la sociedad, como supremo objetivo del bien.


Así pues, si la verdad y la bella eticidad se identifican en la complejidad del ser social, entonces las determinaciones -momentos o figuras- del conocimiento tienen necesariamente que coincidir con las determinaciones -momentos o figuras- del devenir ético. A diferencia de lo dicho por Descartes, en Spinoza la trayectoria que va desde la certeza hasta la verdad tiene que coincidir con la trayectoria que va desde la abstracción de la moral individual hasta la idea de ciudadanía. Y este es, por cierto, el recorrido que será desarrollado en la Ciencia de la experiencia de la conciencia, al que Hegel designa bajo el título de Fenomenología del Espíritu: del “yo” al “nosotros”. Spinoza señala en la citada Reforma que hay cuatro modos -o determinaciones- de la percepción, los cuales no pueden ser comprendidos como elementos aislados, como compartimientos estancos entre sí, precisamente porque están recíprocamente determinados, aunque es evidente que todo depende de la capacidad -sapere aude, diría Kant- que se tenga para adentrarse -para poder ascender-, cada vez más, en dicho proceso de concreción hacia el saber.


La primera de estas formas de la percepción es el “conocimiento de oídas”, que puede resumirse como el caldo de cultivo de la inmediatez, los prejuicios, las presuposiciones y los convencionalismos. La segunda forma de la percepción se halla en estrecha relación con la primera. Se trata del “conocimiento por experiencia vaga”, en el que las intuiciones y representaciones propias del mero empirismo llevan la voz cantante. En la tercera forma surge el entendimiento propiamente dicho, o sea, el modo de conocer de la causa al efecto, base primordial para las profesiones prácticas, la técnica y la instrumentalización. Se trata del conocimiento propio del qué y del cómo, la actual delicia de las redes sociales. Finalmente, la cuarta forma del conocimiento es retrospectiva o reconstructiva: se va, via negationis, desde los efectos hasta las causas, con base en el dónde, el cuándo y, sobre todo, en el por qué. En fin, el camino del saber va de lo abstracto a lo concreto, comprendiendo por concreción no la dureza de las cosas materiales sino la plasticidad del orden y la conexión del término del pensamiento, por cierto, como lo comprendiera Marx, a pesar del evangelio de los materialistas: “como producto del pensamiento, como el trabajo que transforma las intuiciones y representaciones en conceptos: un producto de la mente que piensa y se apropia el mundo del único modo que le es posible”.


En la Ética, Spinoza reduce estos cuatro modos cognoscitivos a tres, quizá siguiendo la lección del genial Maquiavelo en El Príncipe, aunque invirtiendo su orden. “Existen -dice el filósofo florentino- tres géneros de cerebro: el primero que entiende por sí mismo, el segundo que discierne lo que otros entienden, el tercero que no entiende ni por sí ni por otros”. Hay quienes comprenden las crisis orgánicas de las sociedades que han sido sometidas por el neo-totalitarismo gansteril y luchan, sine ira et studio, por la reconstrucción sustantiva de su condición civil. Otros, en cambio, siguen las consignas del rumor del día desde las redes sociales y debaten interminablemente sobre las ruindades ajenas sin voltear a ver las propias. El resto, en gesta de afanoso enredo, y a costa del sufrimiento de las grandes mayorías, persigue “honores, riquezas y favores sexuales”, como dice Spinoza, convencidos de que con esos rubros encontrarán la mayor justificación de sus miserables vidas y no los tribunales de La Haya o los de su propia perdición. El señor Tareck El Aissami ha devenido un modelo platónico en este sentido.


A propósito de la cuestión relativa a la responsabilidad en el presente, y siguiendo el ordo et conectio del tratado spinoziano, conviene afirmar que, así como suele suceder con los grados del conocimiento, existen, por lo menos, tres determinaciones de la ética: aquella que la confunde indistintamente con la moral -ética y moral son aquí simples sinónimos-; la que la concibe como una teoría de la moralidad o del “deber ser”, que termina siendo una suerte de techné o de formulación abstracta sobre “lo bueno” y “lo malo”, un acto de fe positiva; y, finalmente, la comprensión de la inmanencia de sus oposiciones, en sentido histórico-concreto, como Ethos, es decir, como -buenas- costumbres. Porque no existen costumbres que no sean el resultado de la siembra educativa y cultural. Ni el compromiso ni la responsabilidad ciudadanas nacen como los hongos silvestres. Una sociedad educada para la democracia republicana, la autonomía y la libertad, para el trabajo digno y productivo, la solidaridad y la justicia, la tolerancia y el respeto por el otro, es una sociedad en y para la civilidad, para la comunidad, en la que los individuos no necesitan estar sometidos por 'gendarmes necesarios,' y en la que los “controles” los establece la propia formación de la temperancia. Todo Estado totalitario se sustenta en la sospecha y la desconfianza. Le teme a la libertad y pretende someter por la fuerza lo que sólo puede ser el producto de las propias costumbres civiles. Educar para la civilidad -comenzando por la educación de los propios educadores-, es el mayor compromiso de quienes luchan por superar de raíz el imperio de la mediocridad del lumpen, del parasitismo populista que ha sumido a todos en la peor pobreza: la del Espíritu.                


Ricorso

 

“En todos esos tiempos infelices, las naciones

volvieron a hablar entre ellas una lengua muda”

                                                Giambattista Vico

Ricorso de la historia



 El quinto Libro de la Scienza Nuova (terza), de Giambattista Vico, describe con sorprendentes detalles el proceso de conformación del ricorso -o regressus- sufrido por el curso -o corso- de la historia de la humanidad, una vez que, paradójicamente, había llegado a alcanzar su mayor momento de esplendor y realización. No es cosa del azar ni del ciego destino, como tampoco lo es del abismo nihilista. Se trata del resultado, minuciosamente comprendido, en clave histórico-cultural y filológico-filosófica, de los tiempos de la llamada barbarie ritornata que, a diferencia de quienes conciben la historia de manera lineal -los unos por grados de menor a mayor y los otros por los mismos grados, pero de mayor a menor- o de aquellos que declarándose ateos convencidos terminan jurando  que “la historia vuelve a repetirse”, Vico la descubre y, la va describiendo, como una infinita espiral -al decir de Hegel, como un “círculo de círculos”- en el que cada giro que la conforma está conformado a su vez por infinitas espirales, nunca repetibles y, al mismo tiempo, siempre repetibles. Como bien observaba Núñez Tenorio en sus lecciones de “Historia de la filosofía de la historia”: “se trata de un movimiento espiral, cuyas escalas son paralelas pero no sincrónicas”. Desde la antigua Nápoles, y no desde Paris o Londres, Vico logra captar la inmensidad del ADN de la historia del ser social, tramite el devenir de su mente heroica.

 La voluntad humana no solo está en capacidad de hacer posibles los ascensos necesarios que requiere la historia sin otra intervención que la de sus propias fuerzas -dentro de determinadas condiciones materiales de existencia- sino también de todo lo contrario, es decir, de posibilitar sus descensos: “Los humanos -observa Vico- primero sienten lo necesario, después buscan lo útil, enseguida advierten lo cómodo, más adelante se deleitan del placer, luego se entregan al lujo y, finalmente, enloquecen al dilapidar los bienes”. Como podrá observarse en este parágrafo, el autor de la Ciencia Nueva sintetiza en él el discurrir de la historia ideal y eterna de las naciones, en cuya constante inmanente se patentiza la naturaleza del espíritu de los pueblos, la cual se manifiesta “primero ruda, después severa, luego benigna, más tarde delicada y finalmente disoluta”. Es verdad lo que sostiene Carlos Fuentes en su Valiente mundo nuevo: la consciencia latinoamericana sigue pagando el precio de haber desatendido la lectura de Vico, en medio de sus -no pocas veces desbocados- afanes por querer llegar a tiempo al gran banquete de la modernidad, obnubilado ante los delirios de un ofertado progreso que hoy muestra el atroz rostro de las bestias.

 Que nadie se engañe: la nostalgia sembrada por el fantástico idilio de los caribes danzando de felicidad alrededor de los platanares, al son de las maracas y del cocuy de penca, que atiende a la también sembrada y muy reaccionaria creencia de que todo pasado siempre fue mejor, forma parte del marketing ideológico de los actuales regímenes gansteriles, que han secuestrado y conducido a los países de la América Latina -y particularmente a Cuba, Nicaragua y Venezuela- a la oscura y salvaje selva de la barbarie de la que habla Vico. La llamada “resistencia indígena” es un espejo en el cual, via invertionis, se refleja la mórbida obesidad del tirano -socio y protegido de los imperios gansteriles asiáticos y de sus cómplices occidentales, amantes de las autocracias- que, en otros tiempos, estaría preso, junto con su pandilla de saqueadores y narcotraficantes, en una amurallada, húmeda y lúgubre prisión ubicada en algún islote abandonado del Pacífico. El ya famoso “Tren de Aragua”, nacido a la sombra de la tiranía gansteril, hecho a su imagen y semejanza, da cuenta del “salto atrás”, precisamente del ricorso, en la historia del espíritu de un pueblo que ha terminado por perder su espíritu, hipotecándolo -y auto-encadenándose- a las ficciones propias de la ilusión militarista y caudillesca. En el menesteroso presente, los buenos fámulos que honran el gobierno del lumpen llaman a las ilusiones discursivas 'narrativa' y a las mentiras compulsivas, líquidas, de los populismos de cualquier ralea o calaña se le denomina, 'post-verdad'. Vaya giro de la historia. We can do it!

 A fin de cuentas, los gobiernos -como dice Vico- “deben conformarse a la naturaleza de los hombres gobernados”, que es un modo particular de sostener lo que, más tarde, Hegel advertiría: que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. “En el género humano primero surgen hombres crueles y groseros, como los Polifemos; después magnánimos y orgullosos, como los Aquiles; luego valerosos y justos, como los Aristides y los Escipiones; más cercanos a nosotros, aparecen otros con grandes imágenes de virtud que se acompañan con grandes vicios, que despiertan entre el vulgo un estrépito de verdadera gloria, como los Alejandro y los César; más tarde aun, los tristes reflexivos, como los Tiberio; finalmente, los furiosos disolutos y descarados, como los Caligula, los Nerón, los Domiciano”. La historia reciente de Venezuela da cuenta de cómo, en apenas cuarenta años, se decidió dar “el gran viraje”, pero no para el ascenso ciudadano y republicano sino, una vez más, hacia el sombrío pasado. El no haber logrado sacar de raíz a los Polifemos que llevaba en sus entrañas, a los Boves o al resto de los “coroneles” que lo sustituyeron, para -en su lugar- sembrar a sus Tiberios, a sus Roscio o a sus Bello, ha tenido un alto costo. Vico sugiere, no obstante, que todo retorno de las sociedades hasta el fondo de la barbarie, además de ser la consecuencia necesaria de una clase política y económica que se fue habituando a la pusilanimidad, contiene en sus entrañas el germen de un nuevo comienzo, el punto de inflexión en virtud del cual tiene sus inicios un nuevo e inédito curso de la historia. La tarea requiere de la necesaria “paciencia del concepto”. Pero solo con decidida voluntad y constancia ineluctable se podrá superar el bochornoso imperio del largo ricorso venezolano.