Mostrando entradas con la etiqueta Miguel de Unamuno. Mostrar todas las entradas

10 interpretaciones del Quijote: Del Canon Clásico al Nacimiento del Ser y la Consciencia

Afrontar la tarea de poner en diálogo mi trabajo —esta "Arqueología del Pensamiento" pensada a partir del "Juego de las Negritas" en la Edición filosófica del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha— con las diez interpretaciones filosóficas más canónicas del Quijote es un ejercicio de responsabilidad. Es una confrontación crítica, un intento de medir las consecuencias de pensar el Quijote como filosofía pura, escribiendo desde mi propia voz y perspectiva.

Mi tesis es clara: en las entrañas del Quijote, Cervantes codificó la genealogía de la conciencia moderna. A través de un método casi empírico, muestro aquí las fases de esta genealogía: el nacimiento del "Yo Monolítico" en la Primera Parte, un sujeto que se funda a sí mismo sobre la certeza de su SER y la fuerza de su DESEO; y su posterior desintegración en la Segunda Parte, dando lugar a la "Identidad Huérfana", un yo fragmentado que busca su ser en la DUDA, la OPINIÓN y la FAMA. No es un análisis literario; es un sistema filosófico que busca explicar la herida fundacional de la modernidad.

📚 Profundiza en la Arqueología del Pensamiento

¿Te interesa ver cómo se desarrolla esta tesis completa frente al canon filosófico? Esta comparativa es solo el inicio.

Descubre la Edición Crítica Filosófica del Quijote. Dos volúmenes que exploran "El nacimiento del ser" y "El nacimiento de la consciencia".

Veamos, pues, cómo dialoga este sistema con las grandes lecturas que han dado forma a nuestra comprensión de la obra.

Comparativa Crítica: "Arqueología del Pensamiento" frente a las Lecturas Filosóficas del Quijote


    Colección Completa Don Quijote - Edición Filosófica (Partes I y II)
    La obra completa de Cervantes en dos volúmenes diferenciados. Esta edición de Ediciones Microfilosofía propone una lectura filosófica del clásico, resaltando los conceptos que forjan la identidad y la consciencia moderna.

    1. Frente al Idealismo Alemán (Schelling, Hegel, Schopenhauer)

    La interpretación del Idealismo Alemán, que inaugura la lectura filosófica moderna del Quijote, se fundamenta en la gran colisión metafísica entre el Ideal y lo Real. Don Quijote es la encarnación del Espíritu, de la Poesía, de un anhelo infinito que se estrella contra la prosa finita y material del mundo. Es una tragedia de principios abstractos, una epopeya del Espíritu Universal en su dolorosa confrontación con la materia.

    Mi "Arqueología del Pensamiento" parte del reconocimiento de esta fractura fundamental, pero la arranca del cielo de la metafísica para anclarla en la tierra de la psique individual. Mi trabajo no niega la lucha, pero la internaliza y le da una genealogía precisa y textualmente demostrable. El "Ideal" de los filósofos alemanes no es, en mi lectura, una categoría abstracta del Espíritu, sino el proyecto concreto, observable y desesperado del "Yo Monolítico" que describo en la Primera Parte. No es el "Infinito" chocando con lo "Finito"; es la voluntad de un hombre que, a través de la fuerza de su deseo (cupiditas), intenta imponer su sistema de "ser" sobre la materia. Mi método de las negritas me permite probarlo: El verbo ser se utiliza cualitativamente en ambas partes, en la primera consiste en la asunción de una certeza guiada por el deseo, de un deseo formado por la imaginación Creada por los libros de caballerías y la certeza inquebrantable de "SIN DUDA" (73 veces) en la primera parte, y su posterior desaparición absoluta en la segunda parte, no son los síntomas de un "espíritu idealista" genérico, sino las herramientas lingüísticas concretas con las que una forma específica de conciencia construye su realidad.

    Mi Quijote no es un símbolo del Espíritu, es el "paciente cero" de nuestra propia condición psicológica. Mientras que para Hegel el Quijote representa una fase histórica en la que el Espíritu aún no ha aprendido a reconciliarse con el mundo, mi análisis ofrece un diagnóstico cercano y personal. La "tragedia" no es la de un Espíritu universal, sino la del individuo moderno naciente, cuyo proyecto de auto-fundación es, por su propia naturaleza solipsista, y destinado al fracaso.

    Es en la interpretación de la Segunda Parte donde sucede. La fractura no es simplemente entre el "Yo" y el "Mundo", sino entre el "Yo" y la mirada de los "Otros". La desaparición de la certeza y la irrupción de la DUDA, la OPINIÓN y la FAMA describen un drama muy sutil y, para nosotros, más relevante: la disolución de ese "Yo" en un juego de espejos social. Donde el Idealismo ve una simple derrota del Ideal frente a la Realidad, yo veo una mutación en la estructura misma del ser, el nacimiento traumático de la "Identidad Huérfana". En resumen, si el Idealismo Alemán identificó el qué del conflicto, mi "Juego de las Negritas" ha permitido excavar el cómo (el mecanismo psíquico y lingüístico) y el porqué (la crisis de una conciencia que ya no tiene un lugar garantizado en el cosmos y debe inventárselo).

    2. Frente a Miguel de Unamuno

    La lectura de Unamuno es una exégesis agónica, una apropiación pasional. En su Vida de Don Quijote y Sancho, él no interpreta, sino que comulga. Don Quijote es un santo, el Cristo español, y su locura es la forma más elevada de fe. Unamuno construye un evangelio contra la razón pragmática, despreciando al "cuerdo" Cervantes para canonizar al "loco" Quijote, viéndolo como el arquetipo de la España eterna.

    Mi proyecto y el de Unamuno comparten una intuición central: la primacía de la voluntad en la creación de la realidad. Ambos vemos en Don Quijote a un creador, no a un mero demente. Sin embargo, nuestros caminos se bifurcan radicalmente en el método y en el fin. Unamuno opera por apropiación mística, yo por distanciamiento analítico. Él quiere fundirse con el misterio del Quijote; yo quiero desvelar su mecanismo.

    Donde Unamuno ve la "fe que crea", un milagro del espíritu, mi análisis de las negritas revela la arquitectura lingüística que sostiene esa fe. Su "fe" es mi "SIN DUDA" (73 veces). Su "voluntad creadora" es la ontología del verbo "SER". Mi trabajo desmitifica la lectura de Unamuno sin restarle un ápice de profundidad. Muestro que la "locura" quijotesca no es un acto de magia, sino el resultado de un sistema de pensamiento con reglas gramaticales y psicológicas precisas. Soy, en cierto modo, el Spinoza frente al misticismo de Unamuno: busco las causas necesarias, la "geometría" de esa alma que él solo quiere venerar.

    Mi análisis de la Segunda Parte, además, constituye una crítica fundamental a la visión estática de Unamuno. Él necesita un santo inmutable, un mártir de una fe que no flaquea. Por eso, la melancolía, la duda y la derrota final del segundo libro apenas encajan en su hagiografía. Para mí, en cambio, esa "derrota" es el nudo central de la tesis de Cervantes. La transición del "Yo Monolítico" a la "Identidad Huérfana" es la verdadera historia que se nos cuenta, una historia de transformación y colapso que Unamuno, en su afán por crear un mito nacional, se ve obligado a ignorar. Mi Quijote no es un santo eterno; es un ser histórico cuya estructura de conciencia muta y finalmente se desintegra ante la presión del mundo social. Mientras Unamuno nos ofrece al Quijote como un modelo a imitar, mi análisis lo presenta como un diagnóstico a comprender. Y esa es la diferencia entre la fe y la filosofía.

    3. Frente a José Ortega y Gasset

    Ortega, con su célebre "Yo soy yo y mi circunstancia", nos ofrece una lectura de reconciliación. El Quijote es la escenificación de un divorcio trágico: el del "yo" (la voluntad, el impulso vital) y su "circunstancia" (la realidad española, la Mancha). El fracaso de Don Quijote es el de un yo que intenta imponerse sin dialogar con su entorno. La filosofía que se deriva de ello es una llamada a la integración, a "salvar la circunstancia" para realizarnos.

    Mi "Arqueología del Pensamiento" tiene un puntos en común con Ortega, pero lo hace para actualizarlo y radicalizarlo. No contradigo su fórmula, sino que demuestro que la "circunstancia" que define la modernidad ha mutado de forma dramática. Si para Ortega la circunstancia era el mundo exterior, la realidad objetiva que se resiste al yo, mi análisis de la Segunda Parte demuestra que la circunstancia más determinante de nuestra era ya no es el paisaje, sino la mirada del otro.

    En la Primera Parte, mi "Yo Monolítico" encarna a la perfección al "yo" orteguiano que se abstrae de su circunstancia. Su lucha es contra la materia inerte de la Mancha. Pero en la Segunda parte, el campo de batalla cambia. La "circunstancia" ya no es el entorno físico, sino el entorno social: la fama, la opinión, las burlas de los Duques, la existencia de un libro que habla de él. El "yo" del Quijote ya no choca contra molinos, sino contra las expectativas, las interpretaciones y las manipulaciones de los demás. La "circunstancia" se ha vuelto psicológica e intersubjetiva. Mi concepto de "Identidad Huérfana" es, en esencia, la descripción de un yo cuya única circunstancia es el reflejo de sí mismo en los demás.

    Por tanto, mi trabajo es una actualización crucial de la tesis de Ortega. "Salvar la circunstancia" hoy ya no significa (o no solo) entender la realidad física o histórica, sino aprender a navegar la red de miradas, opiniones y representaciones que constituyen nuestro mundo social. Mientras Ortega diagnostica la enfermedad de la modernidad española —la incapacidad de unir el yo y el mundo—, mi análisis diagnostica la enfermedad de la modernidad global: la disolución del yo en un mundo que se ha convertido en pura circunstancia social, un "teatro" donde el ser se confunde con el parecer.

    4. Frente a György Lukács

    Lukács, en su Teoría de la novela, nos presenta al Quijote como la gran epopeya de la "orfandad trascendental". Es la obra que funda la novela moderna al escenificar la fractura entre un héroe "problemático" que busca un sentido absoluto y un mundo que se ha vuelto contingente y "sin dioses".

    Mi interpretación coincide con la de Lukács, pero le proporciona la anatomía interna a su diagnóstico histórico. Mi concepto de "Identidad Huérfana" es la encarnación psicológica y existencial de su "orfandad trascendental". Lukács nos dice que el hombre moderno está solo en el cosmos; mi análisis de las negritas muestra cómo se siente y cómo se piensa esa soledad desde dentro.

    Mientras Lukács describe una condición general, mi trabajo la descompone en sus fases evolutivas. La Primera Parte, con el "Yo Monolítico", no es todavía la aceptación de la orfandad, sino su negación desesperada. Es un acto de voluntad pura por reconstruir, en solitario, la totalidad con sentido que se ha perdido. Don Quijote se inventa su propio panteón (la caballería andante), sus propias leyes cósmicas. Es un intento heroico y condenado de llenar el vacío dejado por los dioses con la fuerza de su propio deseo.

    La Segunda Parte, en cambio, es la crónica de la aceptación de esa orfandad. La desaparición del "SIN DUDA" y la emergencia de la DUDA y la OPINIÓN son el acta de defunción de la totalidad. El héroe ya no busca un sentido absoluto en el cosmos, sino la aprobación relativa de los demás. La búsqueda de la trascendencia se ha convertido en una búsqueda de reconocimiento social. En términos spinozistas, la alegría activa de un deseo que se afirma (affectum) se transforma en las pasiones tristes de un deseo que depende de causas externas (affectibus).

    Por lo tanto, donde Lukács ve una condición estática —la del mundo moderno sin dioses—, yo veo un proceso dinámico: primero, el intento de recrear a los dioses a través de la voluntad (Parte I); y segundo, la rendición a un mundo de hombres y la búsqueda de un sustituto de la divinidad en la mirada del otro (Parte II). Le doy un rostro, una voz y una evolución a la abstracción de Lukács.

    5. Frente a Michel Foucault

    La arqueología de Foucault en Las palabras y las cosas sitúa a Don Quijote en la bisagra entre dos épocas del saber (epistemes). Es el último hombre del Renacimiento, un mundo de semejanzas donde las palabras y las cosas estaban mágicamente conectadas. Su locura consiste en seguir buscando esas semejanzas en un mundo que ya ha entrado en la Edad Clásica, la era de la representación, donde los signos se han separado de las cosas.

    Mi "Arqueología del Pensamiento" y la arqueología de Foucault son muy compatibles; son, de hecho, dos caras de la misma moneda. Foucault describe el cambio en la estructura del conocimiento; yo describo el cambio en la estructura de la conciencia que acompaña a esa misma transición histórica.

    Mi "Yo Monolítico" de la Primera Parte es la perfecta encarnación psicológica del hombre de la semejanza. Su certeza absoluta ("SIN DUDA") y su poder para definir la realidad ("SER") provienen de su fe inquebrantable en que las palabras y las cosas están unidas. Él lee el mundo como un texto lleno de firmas: la bacía es el yelmo de Mambrino porque comparte la semejanza de la "protección de la cabeza". Su método no es la observación empírica, sino la hermenéutica de la semejanza.

    La Segunda Parte, en mi análisis, es el doloroso ingreso del sujeto en la edad de la representación que describe Foucault. La explosión de la DUDA, el PARECER y la OPINIÓN son los síntomas de un mundo donde los signos se han soltado de las cosas. La realidad se ha vuelto un TEATRO, una representación, como Foucault mismo señalaría. Mi "Identidad Huérfana" es la condición del sujeto que debe vivir en este nuevo espacio de la representación, un espacio donde la verdad ya no se encuentra en la correspondencia secreta entre la palabra y el mundo, sino en la validación social del signo. Mi trabajo, por tanto, dota de un drama existencial a la estructura histórica de Foucault. Él nos da el mapa del cambio epistemológico; yo narro la experiencia de un individuo que vive esa fractura en carne propia. Mi Quijote es la conciencia que sangra en la grieta que separa una episteme de otra. Sin embargo, en este riguroso y necesario proyecto de desmantelamiento, se produce lo que en mi edición del Quijote denomino el error posmoderno. Al centrarse exclusivamente en la desintegración y en la crítica, esta filosofía se aleja, y a menudo desprecia, la capacidad de sentir la unión del affectibus: el afecto en su forma activa, plural y colectiva. Pierden la capacidad de concebir un afecto que no sea una imposición del poder, sino una fuerza constituyente de comunidad y sentido.

    Este affectibus colectivo y unificador es precisamente lo que Cervantes escenifica en un momento crucial y a menudo subestimado de la novela: la revelación que sigue al sueño de seis horas de Don Quijote en su casa, 3 días antes de morir. Ese no es un simple descanso; es un momento de profunda transformación interior, un instante de suspensión donde, en mi imaginación del sueño no descrito del protagonista, las imágenes de las cosas (su pasado, sus lecturas, sus anhelos) se unen finalmente con un afecto múltiple, que viene a expresar justo a continuación: “¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres.”. Esto no es ya su afecto individual, ni siquiera el afecto de una nación, sino el de una época histórica entera, es la consciencia lógica del Affectibus. Don Quijote, por un instante, siente y comprende el alma de su tiempo, la transición de un mundo a otro. Es un momento de síntesis que la deconstrucción posmoderna, en su fobia a la totalidad, es incapaz de pensar.

    Se entiende, por supuesto, el origen de esta fobia. Foucault y los demás, herederos de una crítica marxista, ven al individuo moderno como un ser fundamentalmente alienado. El sujeto está además vigilado y castigado, atrapado en las redes de un poder disciplinario. Su trabajo no le deja ser libre, sino que lo convierte en un engranaje de la maquinaria capitalista, alienado primero y después abusado. Desde esta perspectiva, la lucha individual y voluntarista de un Don Quijote por forjar su propia identidad no solo es anacrónica, sino que es inútil, una distracción burguesa frente a la necesidad de una lucha colectiva contra el sistema. El Quijote, dicen, ya no sirve.

    Ahora bien, es aquí donde la historia nos obliga a replantear la cuestión. La revolución de la Inteligencia Artificial ya nos está alejando, de forma acelerada, del trabajo monótono y alienante del proletario que tanto preocupaba a Marx y a Foucault. La producción se automatiza, y con ello, la vieja crítica a la alienación laboral empieza a perder su objeto. Pero esta liberación nos arroja a un nuevo problema, quizás más profundo: con la necesidad imperiosa de ser alguien que impone el individuo digital, con la obligación de construir una identidad en el escenario virtual, la pregunta por el "yo auténtico" vuelve con una fuerza arrolladora.

    Si el trabajo ya no nos define, ¿qué lo hará? Si las viejas estructuras se han disuelto, ¿cómo mantenemos una identidad? En este nuevo lugar, la figura del Quijote, lejos de ser obsoleta, se revela como nuestro contemporáneo más exacto. Su lucha por crear un ser a partir de la voluntad, su artesanía de la propia conciencia, su negativa a ser un mero engranaje, llegan con una urgencia que la crítica posmoderna no pudo prever. La cuestión, por tanto, queda ahí, abierta y desafiante.

    6. Frente a René Girard

    La teoría del "deseo mimético" de René Girard tiene en el Quijote su texto fundacional. Girard postula que nuestro deseo no es espontáneo, sino que siempre lo imitamos de un modelo o mediador. Don Quijote es el arquetipo de este mecanismo: no desea ser caballero en abstracto, desea ser como Amadís de Gaula. Toda su aventura está mediada por este modelo literario.

    Mi interpretación no solo es compatible con la de Girard, sino que la absorbe y la dota de un marco filosófico. El deseo mimético de Girard es una descripción brillante de un mecanismo psicológico. Mi trabajo, al conectar el deseo con la filosofía de Spinoza y con la estructura general de la conciencia, explica el fundamento ontológico de ese mecanismo.

    En mi lectura, el deseo mimético de Amadís de Gaula es la técnica que el "Yo Monolítico" utiliza para construir su proyecto de ser. En un mundo que ha perdido sus guías trascendentales (la "orfandad" de Lukács), el yo necesita un nuevo guion. Los libros de caballerías, con Amadís como mediador supremo, ofrecen ese guion. La imitación no es un signo de debilidad, sino la única estrategia disponible para un yo que tiene que inventarse a sí mismo desde cero.

    La conexión con Spinoza es crucial aquí. Si el deseo (cupiditas) es el esfuerzo por perseverar en el propio ser, el deseo mimético es la forma que adopta ese esfuerzo en un individuo que carece de un ser predefinido. Se persevera en el ser... de otro. Pero mi análisis va más allá, especialmente en la Segunda Parte. Girard se centra en el mediador inicial, pero mi concepto de "Identidad Huérfana" describe una generalización del mimetismo. En la segunda mitad de la novela, el mediador ya no es solo Amadís. Ahora, el deseo de Don Quijote está mediado por la opinión de todos. Desea ser lo que los Duques esperan que sea, desea ser el personaje de la "famosa" historia que se ha escrito sobre él. El mimetismo se ha vuelto difuso, socializado. El deseo ya no lo dicta un único modelo heroico, sino la mirada anónima y colectiva. Esta es una evolución que la teoría de Girard no enfatiza tanto, pero que mi análisis de la FAMA y la OPINIÓN pone en el centro del escenario. Muestro cómo el deseo mimético, en la modernidad tardía, se convierte en el motor de una identidad narcisista que busca constantemente su reflejo en el deseo de los demás.

    7. Frente a Erich Auerbach

    Erich Auerbach, en su monumental Mímesis, se centra en el estilo. La genialidad de Cervantes, para él, reside en su capacidad para romper la separación clásica de estilos. Lo sublime (el discurso de la Edad de Oro) y lo bajo (la realidad de los cabreros) coexisten en el mismo plano. Esta mezcla es el nacimiento del realismo moderno.

    Auerbach analiza la superficie estilística del texto; yo analizo la estructura profunda de la conciencia que produce ese estilo. Nuestros trabajos son perfectamente complementarios: yo explico el porqué filosófico del cómo estilístico que describe Auerbach.

    La mezcla de estilos que tanto fascina a Auerbach es el resultado directo de la colisión entre el "Yo Monolítico" y el mundo. El estilo "sublime" es el lenguaje del proyecto quijotesco, el discurso de un yo que opera con universales: Justicia, Honor, Amor. El estilo "bajo" o "cotidiano" es el lenguaje de la percepción empírica, del mundo de Sancho. La grandeza de Cervantes, y lo que mi análisis revela, es que la novela no es la victoria de un estilo sobre otro, sino la puesta en escena de su fricción constante.

    Mi análisis de la Primera y Segunda Parte permite historizar esta mezcla. En la Primera Parte, la colisión es más violenta. El discurso sublime del "Yo Monolítico" choca contra la dura realidad y produce un efecto cómico o trágico. En la Segunda Parte, la mezcla es más compleja. El Quijote de la "Identidad Huérfana" ya no puede sostener el estilo sublime con la misma certeza. Su lenguaje se vuelve más dubitativo, más irónico, más consciente de la presencia del otro estilo. Aprende a "jugar" con los diferentes niveles de realidad. El realismo que Auerbach identifica no es un simple reflejo "objetivo" de la realidad. Es la representación de una conciencia fracturada que ya no puede imponer un único estilo —una única visión del mundo— sobre la realidad. La mezcla de estilos es la manifestación estética de la crisis psicológica que hoy habitamos. Auerbach nos muestra el efecto en el lienzo; mi "Juego de las Negritas" nos muestra el terremoto en la mente del pintor.

    8. Frente a Irving Howe

    Irving Howe y otros críticos de su generación ven a Don Quijote como el arquetipo del intelectual moderno: un hombre de ideas, alienado de una sociedad pragmática. Su aventura es la noble pero melancólica lucha del pensamiento en un mundo que ya no lo valora.

    Esta interpretación es una versión secularizada y sociológica del dualismo del Idealismo Alemán. Mi trabajo profundiza y complica enormemente esta visión. El "Yo Monolítico" de la Primera Parte no es simplemente un "intelectual". Un intelectual analiza el mundo; el primer Quijote lo crea. Es un demiurgo, un fundador, no un crítico. Su conflicto no es el del alienado, sino el del soberano. Es una figura mucho más radical.

    Sin embargo, es en la Segunda Parte donde mi modelo se vuelve indispensable. La figura del Quijote como "Identidad Huérfana" es un retrato mucho más preciso y devastador del intelectual contemporáneo que el de Howe. El problema del Quijote de 1615 ya no es que la sociedad no lo entienda; el problema es que lo entiende demasiado bien y lo convierte en un producto de entretenimiento, en una celebridad. Su tragedia no es la alienación, sino la integración perversa. Es la tragedia del intelectual que depende de la FAMA y la OPINIÓN, que mide su valor por el número de sus seguidores, que se convierte en un personaje de su propia narrativa pública.

    Mi análisis demuestra que la verdadera crisis del intelectual moderno no es la marginación, sino la disolución de su identidad en el espectáculo social. La lucha ya no es contra un mundo materialista, sino por mantener la coherencia en un mundo de imágenes y representaciones. Mi trabajo, por tanto, no solo describe al primer intelectual moderno, sino que diagnostica la patología específica del intelectual en la era del narcisismo y la cultura de la celebridad, una patología que la visión de Howe, anclada en una sociología más clásica, no podía anticipar.

    9. Frente a Marthe Robert

    Desde el psicoanálisis, Marthe Robert propone que la novela moderna surge del "romance familiar" freudiano. El héroe es un "bastardo" que, insatisfecho con su origen mediocre, se inventa un linaje noble. Alonso Quijano es el arquetipo que renuncia a su "familia" real (la prosa de la Mancha) para reclamar su herencia imaginaria (el linaje de Amadís de Gaula).

    La teoría de Robert y la mía son algo compatibles, pero operan en diferentes niveles. La de Robert es una explicación psicológica universal del impulso narrativo. La mía es un análisis histórico y filosófico de la manifestación concreta de ese impulso en el momento fundacional de la modernidad.

    El "Yo Monolítico" es la versión filosófica del "bastardo" de Robert. El acto de renombrarse y de inventarse un linaje es precisamente el acto de auto-fundación que yo describo. Sin embargo, mientras que para Robert esta es una fantasía psicológica, yo la sitúo en un contexto de crisis civilizatoria: no se trata de un hijo que rechaza a sus padres, sino de la Humanidad que se ha quedado huérfana de Dios-Padre y se ve obligada a inventarse un nuevo linaje.

    Mi concepto de "Identidad Huérfana" le da la vuelta a la tesis de Robert. Si la novela nace de un "bastardo" que se inventa un origen, mi análisis de la Segunda Parte muestra la consecuencia última de ese acto: una vez que te has desconectado de tu origen "real", te quedas permanentemente huérfano. La identidad ya no puede anclarse en ninguna parte. La búsqueda de la aprobación social (FAMA, OPINIÓN) es el intento desesperado de este huérfano por encontrar una nueva "familia" que lo adopte y le diga quién es.

    Por tanto, mi trabajo sigue al arco que Robert inicia. Ella explica el impulso inicial de la novela (la fantasía de un nuevo origen), y yo explico el resultado final de ese impulso: una identidad permanentemente inestable y dependiente. Mi Quijote es el "bastardo" de Robert, pero elevado a la categoría de tragedia filosófica universal.

    10. Frente a Gustavo Bueno y el Materialismo Filosófico

    Esta es la confrontación más radical y, a la vez, la más productiva. La escuela de Gustavo Bueno rechaza las interpretaciones psicologistas y propone una lectura estrictamente política y estructural. El Quijote es un sistema filosófico que cartografía y defiende la "Idea de España" como Imperio Católico Universal. La locura del personaje es un mero dispositivo para que Cervantes pueda abarcar todas las facetas de esa realidad imperial.

    A primera vista, nuestras tesis son irreconciliables. Para Bueno, el protagonista es el Imperio; para mí, es la Conciencia. Para Bueno, la psicología es irrelevante; para mí, es el centro de todo.

    Sin embargo, una reflexión más profunda revela que no tenemos por qué ser excluyentes. Podemos ser las dos escalas de un mismo fenómeno. El materialismo filosófico describe el "hardware"; mi arqueología del pensamiento describe el "software". El Imperio Español que describe Bueno no es solo un contexto, es la condición de posibilidad para que nazca el sujeto que yo analizo. Fue precisamente la escala global del Imperio, su complejidad burocrática y su crisis teológica interna lo que destruyó las viejas certezas medievales y arrojó al individuo a la soledad existencial que da origen al "Yo Monolítico". El Imperio es el laboratorio. Mi Quijote es el resultado del experimento.

    Donde nuestros análisis chocan frontalmente es en el propósito de la obra. Para Bueno, es una apología, una defensa del sistema. Para mí, es un diagnóstico, la crónica de una herida. Sin embargo, ¿no podrían ser ambas cosas? ¿No podría Cervantes, al mismo tiempo que cartografía la estructura de su mundo (como quiere Bueno), estar registrando con una honestidad brutal el coste psicológico de vivir en ese mundo?

    En última instancia, mi trabajo ofrece una alternativa sistemática y rigurosa a la de Bueno, pero desde una perspectiva radicalmente diferente. Bueno y su escuela son los herederos de una filosofía política que ve la historia como una lucha de estructuras. Yo soy el heredero de una tradición que va de Averroes a Spinoza, que ve la historia como una sucesión de formas de la conciencia. El Quijote es un campo de batalla lo suficientemente vasto como para que ambos ejércitos puedan librar su combate. El materialismo filosófico nos explica la máquina del Imperio. Mi "arqueología del pensamiento" nos abre el fantasma que habita en esa máquina. Y quizás, solo entendiendo a ambos, podemos empezar a comprender la totalidad del genio de Cervantes.

    En el umbral de la soledad


    El sonido más ensordecedor es aquel que nace del silencio, de ese silencio que solo permite que el latido de tu corazón sea el que habite tus oídos. Como aquel hombre que vaga en los sombríos pasillos de una casa habitada por la nada y el vacío, sin luz, sin ecos, solo el resplandor de algún destello fantasmal creado por una centella que ha logrado colarse. 

    Un hombre que al arribar a su lecho encuentra entre las tinieblas a alguien sentado en el viejo sillón a espaldas de él, teniendo visible tan solo su rancia mano derecha, marcada por los años y, que le invita a acercarse, quedando inmóvil, pero a su vez, con ese impulso involuntario que escapa de la razón, iniciando así, su breve pero palpitante andar hacia el desconocido, sintiendo como el frío le cobija a cada paso, hasta que, al quedar frente a ese ser arañado por el tiempo, capaz de congelar su mirada, se sumerge en la profundad de sus ojos, hallando el abismo que yacía en él, un hombre que solo refleja lo que ha ocultado para sí mismo, aquello que ha omitido al querer escapar de la soledad.

    Pensando y siendo en la soledad


    La mente humana se ha convertido en uno de los laberintos más solitarios y lúgubres en el cual puede transitar un individuo, siendo un espacio abrumado por un ruidoso silencio, una tempestad de pensamientos, y donde, su protagonista muchas veces se encuentra entre la bruma de las opiniones de terceros, quedando no más ese instinto de agitar sus manos en búsqueda de aquella compañía que le guie a la salida anhelada, pero que, por azares de lo inexplorado aún no toca el pica puerta de nuestro Ser taciturno, pues, alojarse en un laberinto no es una cuestión de fuerza ni resistencia, sino de voluntad.

    Siendo para la minoría de quienes no caminan de forma inerte las sendas y los días, es un acto de gran atrevimiento apetecer el desprendimiento de lo que se es, e ir por lo que puede llegar a hacer, puesto que, es más fácil el sacudir las “alas” en sentido a la multitud famélica de sueños, que correr hacia la montaña del descubrimiento. 

    Ya lo decía, Friedrich Nietzsche en su libro “Así hablo Zaratustra” que “he encontrado más peligro entre los hombres que entre los animales, peligrosos son los caminos que recorre Zaratustra. ¡Que mis animales me guíen!”, dejando claro que el peor consejero -muchas veces- para el hombre ha sido él hombre mismo, es decir, que el ruido de quienes vociferan conjugaciones verbales estériles, con la sola finalidad de sentirse jueces entre los condenados, conlleva a un cometido siniestro, como es el asesinar las ideas, sin pudor alguno, como inquisidores del pensamiento, vestidos de puritanas intenciones y mazos carmesí, siendo en verdad, un tumulto de incapaces que no logran pensar por sí mismos. 

    Pero, ¿Por qué esto? Una interrogante incómoda para oídos rutinarios, debido que, el ser humano dentro de su fatigosa vida, llena de condiciones, creencias y dogmas, se encuentra enjaulado, con una posibilidad indivisible de escapatoria para los que aun temen al retiro, quedando reducido solo al poder de la voluntad, una voluntad que vaya deshaciendo los hilos invisibles de una moral social ajustada a los beneficios del carcelero, e ir, irremediablemente a los brazos de la incomprendida soledad; pues el mismo Nietzsche nos dice que “la valía de un hombre se mide por la cuantía de soledad que le es posible soportar”.

    Por tal motivo, la exploración introspectiva o el autodescubrimiento requieren de forma casi inevitable un periodo de soledad por parte del individuo en el que sus valores, convicciones y educación se puedan digerir, evaluar y transformar adecuadamente; en otras palabras, la tesis preliminar es que el hecho de estar apartado le otorga al individuo el suficiente espacio y tiempo como para reflexionar mediante la claridad mental y la sobriedad emocional, de la cual carecía en el núcleo social. Así pues, se presenta a todas luces la consideración de que la soledad no es un paraíso árido, tormentoso y tentador, sino como un estado de felicidad y tranquilidad en armonía con la naturaleza; y en caso que, la desesperanza invada nuestra mente, ten presente aquella premisa de Miguel de Unamuno, la cual reza “jamás desesperes aun estando en las sombrías aflicciones, pues de las nubes negras cae agua limpia y fecundante”.

    Ahora bien, si es cierto que la psicología moderna demuestra que es sumamente importante tener un círculo social placentero para alcanzar el bienestar, también es conviene que te cuestiones en que aspectos me es favorable la soledad, Albert Camus dijo en una de sus frecuentes epifanías de soledad que “en lo más profundo del invierno sentí que había en mi un verano invencible”, entonces, ese sería el secreto para un novelista, filósofo y dramaturgo aparentemente destinado a buscar consuelo de su vacío interno, y que, con la escritura lograse describir el optimismo de lo que se creía inexistente.

    La soledad es la receta de una brillante locura que da rienda suelta a la imaginación, la innovación, la productividad, la intimidad y la espiritualidad, pues su clarividencia puede ser un tanto incomprensible al principio, pero el valor que encierra el estar a solas con nuestra propia conciencia es imponderable, normalmente percibimos a la típica figura del genio incomprendido como un individuo sobresaliente en términos intelectuales más deficiente en materia emocional, tal es así, que no son pocas las veces en que este estereotipo se cumple en importantes figuras de las humanidades y ciencias universales, pudiendo citar a Arthur Schopenhauer, Issac Newton, Charles Darwin y Charles Dickens, quienes cosecharon desde la soledad dulces frutos, a pesar que consideraran en algunas etapas instantes de sufrimiento. Al mismo tiempo, hay ciertos genios que aunque se encontraran físicamente aislados no califican su soledad como algo perjudicial, sino como la mejor de las oportunidades para desarrollarse como individuos, ya que comprenden que no se aíslan, más bien se comunican de forma distinta, leen, escuchan, debaten, meditan, reflexionan, crean y sueñan. Existiendo un repertorio de pensadores que han tejido una red de conocimiento tan expensa que se hace incomprensible para los demás, para aquellos que están ajenos al arte de la introspección, y no es el simple hecho de que la soledad tenga el poder de hacerte resiliente, ingenioso, proactivo, eficaz, consciente, sabio, fuerte, es que cuando uno sabe apreciar la grandeza que la soledad encubre se condiciona a complacerse de ella, al punto que la compañía se demanda mucho menos. Friedrich Nietzsche se manifestó con contundencia al decir “mi soledad no está determinada por la presencia o la ausencia de gente, todo lo contrario, odio aquellos que fagocitan mi soledad si lo hacen que se aseguren por lo menos que su compañía merezca la pena”.

    Luego de esto, podemos percibir que estar solo no es lo mismo que sentirse solo, uno puede sentirse solo incluso al estar rodeado de personas, el enunciado “mi soledad no ésta determinada por la presencia o la ausencia de gente” lo describe a la perfección, uno no tiene por qué sentir soledad estando solo ni sentir compañía al estar acompañado, la soledad se manifiesta cuando la calidad de nuestras relaciones sociales no es lo suficientemente reconfortante, de esta manera rechazar el acompañamiento nos conducirá a otro tipo de conexión totalmente distinta, sería un vínculo sosegado, místico, y placentero que se basa en la meditación, en la abstracción, el cataclismo metafísico, el considerar que esa sensación de que no eres nada y que no le importas a nadie desaparece, debido que al fijar un propósito comienzas a diseñar un plan para materializarlo, tomas acción reiteradas, disfrutas del camino, valoras el mundo, tus sentimientos de participación, de utilidad y pertenencia queda completamente restaurados, la trascendencia introspectiva cobra forma, puesto que, el deseo de estar con otros ha sido eclipsado por otro deseo de mayor fuerza, logras avanzar con pasos firmes hacia tu potencial humano, o como diría Arthur Schopenhauer “La soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes”.

    Ciertamente, el confinamiento nos pone una suave pero letal venda en los ojos, ya que disfraza lo bueno de malo, lo abstracto de concreto, lo conveniente de escabroso; haciendo que la incertidumbre sea más común de lo deseado, pero, que a su vez, nos obsequia una circunstancia idónea para descubrirnos y crecer internamente, pues lo que vivimos en la actualidad -a pesar de lo áspero que parece ser- es una ocasión dorada para enfrentarse con el todo y con el ser de cada cosa, no en vano nos lo recuerda Schopenhauer al decir que “mañana, como hoy, será otro día que también llega una sola vez. Olvidamos que cada día es parte insustituible de la vida”, por ende no tienes que esperar a nada ni nadie para darte cuenta de que la oportunidad no está en los demás sino que se halla en ti, conociendo esto, busca cada vez más el equilibrio aristotélico, encárgate de construir relaciones de calidad, estas son esenciales para maximizar la aptitud el período en soledad; entretanto haz un buen uso de la única joya con que vale la pena ser codicioso como es el tiempo, disfruta de ti, y recuerda que “la soledad es a veces la mejor compañía, y un corto retiro trae un dulce retorno." (John Milton).

    Per aspera ad astra.


    La lección de Unamuno.

    Lección de Unamuno.



    Don Miguel de Unamuno solía decir que la obra de Hegel es “el álgebra del universo” y que, junto con Platón, había tejido “los más grandes poemas, los más verdaderos, del más puro mundo del espítitu”. No obstante, en su obra no hay un estudio sobre el pensamiento de Hegel. No está expuesto de modo explícito sino que, más bien, se le encuentra implícitamente. Claro que, de vez en cuando, al referirse al gran pensador alemán, utiliza expresiones que delatan sus inclinaciones: “mi maestro Hegel”, “el Quijote de la filosofía” o “aprendí alemán en Hegel, en el estupendo Hegel, que ha sido uno de los pensadores que más honda huella han dejado en mí”. Y sin embargo, el implacable Unamuno no podía perder la ocasión para compararlo, alguna vez, con el barón de Münchhausen, “quien quería sacarse del pozo tirándose de las orejas”. Lo cierto es que, como todo buen discípulo, Unamuno supo nutrirse del pensamiento hegeliano para, conservándolo, seguir el compás de su propio pensamiento. Hay quienes desde su ignaro patetismo sociológico, marcadamente arrastrado por un positivismo y un pragmatismo ramplones, consideran que las citas o referencias textuales de los grandes pensadores de otros tiempos son un vano intento escolástico que, a lo sumo, invoca la autoridad de “el reino de las sombras”, sin detenerse a pensar que subestiman las potencias del pasado. Nada saben de Aristóteles ni de Maquiavelo. ¡Si supieran que fue sobre los empedrados de dicho reino que se escribió nada menos que la Crítica de la economía política!



    No pocas veces, los apologetas de la modernidad muestran ser bastante poco modernos. Y no pocas veces los llamados post-modernos suelen ser excesivamente pre-modernos. “Quien no ha aplicado en su vida más que un sólo procedimiento -observa Unamuno-, no tiene experiencia ni aún de él”. Y es que para la filosofía, como para la vida misma, las construcciones, los grandes aportes o contribuciones, no son posibles sino sobre la base del diálogo con las enseñanzas heredadas de los maestros del pensamiento. Porque, en materia filosófica, pensar el für sich -el para sí mismo- siempre será un encuentro con el für uns -el para nosotros. La obra de un día no es sino el resultado de la paciente labor de los siglos. La filosofía es, en efecto, historia y nada más que historia. Pero la historia no es ni un museo de cera ni un tanatorio, como tampoco una mera referencia anecdótica del pasado, según la creencia de algunos -incluso- respetables académicos: es, siempre, historia contemporánea, la cabal enseñanza del aquí y ahora. Es, pues, lo contrario de “la ciencia oficial o enjaulada”, de la “ciencia hecha” que le resultara tan deleznable a Unamuno: “con sus dogmas, sus resultados, sus conclusiones, sean verdaderas o falsas, es todo menos lo vivo, porque lo vivo es la ciencia in fieri, en perpetuo y fecundo hacerse, en formación vivificante. Las conclusiones frente a los procedimientos, el dogma frente al pensamiento. Es el gato en el plato en vez de la liebre en el campo”.

    Una universidad obligada a repoducir conocimientos sin producirlos, sin innovarse de continuo, condena el desarrollo de toda la sociedad. Pero una universidad que se autoimpone la reproducción del conocimiento como única meta no es una universidad sino una vergüenza. El objetivo principal de las universidades no consiste tan sólo en egresar profesionales “competentes”, sino esencialmente en resolver, con base en el resultado de sus investigaciones, los grandes problemas que aquejan a la sociedad en sus más diversos ámbitos. Por eso mismo, los profesores universitarios no pueden ser calificados ni como “docentes” ni, mucho menos, como “trabajadores y trabajadoras universitarios”. Sin investigación y extensión, las universidades se convierten en liceos o, en el mejor de los casos, en institutos universitarios. Pero con ello desaparece el sacerdocio que las sustenta. No sólo se trata de egresar profesionales y “especialistas” de calidad, sino de mantener el cultivo diario, in fieri, del saber. Porque, ¿cómo podrían formarse profesionales de calidad sin que a lo interno progrese la enseñanza como fruto de la investigación y la extensión? Una universidad burocratizada, de mera “nómina”, no es tan solo una infamia: es una abominación. Esta, en sustancia, la lección de Unamuno para un presente en bucle, para un aquí y ahora que parece repetir los errores que, una vez objetivados, alentaron el terror de la barbarie que terminó por conducir a su España natal a la guerra civil y, con ella, a su autodestrucción.



    El tres veces Rector de la Universidad de Salamanca, el hegeliano cuya idea filosófica se explaya a lo largo y ancho de su obra literaria, no solo fue testigo presencial de la crisis orgánica de su tiempo sino, además, una de sus más representativas víctimas: “En tanto me iban horrorizando los caracteres que tomaba esta tremenda guerra civil sin cuartel, debida a una verdadera enfermedad mental colectiva, a una epidemia de locura con cierto sustrato patológico-corporal, las inauditas salvajadas de las ordas rojas excedían toda descripción. Y dan el tono no socialistas, ni comunistas, ni anarquistas, sino bandas de malhechores degenerados, excriminales natos sin ideología alguna, que van a satisfacer feroces pasiones atávicas. Es el régimen del terror. España está espantada de sí misma. Y si no se contiene a tiempo llegará al borde del suicidio moral. España no debe estar al dictado de Rusia ni de otra potencia extranjera cualquiera, puesto que aquí se está librando, en territorio nacional, una guerra internacional. Triste cosa sería que el bárbaro, anti-civil e inhumano régimen bolchevístico se quisiera sustituir con un bárbaro, anti-civil e inhumano régimen de servidumbre totalitaria. Ni lo uno ni lo otro, que en el fondo son lo mismo”.





    Así estaba su pobre España, tal como hoy está la pobre Venezuela: desangrada, arruinada, envenenada y entontecida. Como nunca antes, la lección de Unamuno está abierta. Estudiarla y comprenderla es estudiarse y comprenderse. El reclamo de Unamino por el hundimiento de la inteligencia universitaria es la premisa para el hundimiento en la más cruenta de las barbaries de la sociedad. La pretendida horizontalización de las universidades no sólo anuncia su definitiva ruina en manos de la quincalla populista, sino que, como su consecuencia directa, el país entero quedará sumergido en la peor mediocridad borreguil, tan grata a los gansters que administran el narco-terrorismo en Venezuela y que ponen en riesgo la propia civilización occidental. Junto a Unamuno, los universitarios venezolanos libran la que tal vez sea su batalla más importante: la de resistir, bajo las peores condiciones de vida, la brutal arremetida de la barbarie. La fuerza bruta vence, pero no convence, decía el filósofo. Porque convencer significa persuadir y para persuadir es necesario tener razón y derecho. Las tiranías no lo tienen. El búho de Minerva inicia su vuelo al caer las primeras luces del día. Por eso mismo, y al final, la universidad resurgirá de sus cenizas y, una vez más, vencerá la sombra que va dejando a su paso la estupidez.

    El arte del elogio

    De admiradores, aduladores y vanidosos  

    ¿Quién no necesita escuchar de vez en cuando algún halago? ¿A quién no le apetece ofrecerlo? Sin embargo, como todo intercambio humano, el elogio también está sujeto a códigos; hay que contar con su gracia y su desgracia, su equilibrio y su exceso.   


    Halagar es un regalo, pero, como todo, tiene su oportunidad y su arte. A todos nos gusta que nos admiren, pero pocos confiaremos en quien nos adule. Un elogio fuera de lugar puede ser recibido con recelo: “¿Contra quién va ese elogio?”, ironiza un receloso personaje de Unamuno en su novela Abel Sánchez.
    Desde los griegos, y en particular Aristóteles, sabemos que el arte consiste ante todo en hallar la justa medida. El arte del elogio no es una excepción: si se queda corto, provocará seguramente frustración y despertará rencor; si resulta demasiado ostentoso, sonará a coba interesada y tendenciosa (como en la fábula del zorro y el cuervo). Con tantas leyes, rara será la ocasión en que el elogio deje satisfecho a alguien.

    Y es que pocas veces la alabanza es completamente sincera; debemos asumirlo en las ajenas y reconocerlo en las propias: incluso cuando expresan una franca admiración, es probable que disimulen algunas sombras de envidia. Unamuno iba más lejos en sus críticas al elogio: afirmó alguna vez que en todos ellos hay un tercero a quien se pretende desprestigiar, y en la mayoría una intención de ensañarse con el elogiado.
    No es extraño que las lisonjas nos pongan a la defensiva. Hay culturas que las rechazan abiertamente, y se recibe con recelo tanto la felicitación por una buena cosecha como los halagos a un hijo. Tras un adepto se insinúa un rival o un interesado, y se comprende que a menudo respondamos procurando minimizar nuestros méritos, no vaya a ser que el otro se los tome demasiado en serio y nos haga pagar por ellos.

    Pero también el halagador corre sus propios peligros. Hay por el mundo muchos egos hambrientos de reconocimiento, que por alguna razón inseguridad o mera petulancia necesitan acaparar vorazmente continuas expresiones de admiración. Son como los niños, que nos rondan una y otra vez para que les repitamos lo bien que lo han hecho, y nunca tienen suficiente: “¡Mira, papá, sin manos!”.
    El acaparador de elogios interpreta sus prodigios, entre lo fastidioso y lo patético, requiriendo las dulces loas del público, como aquel personaje de El principito que levantaba el sombrero cuando alguien aplaudía. “Golpea tus manos, una contra otra”, pide, y de entrada parece divertido, pero al rato acaba por resultar monótono.
    Los rastreadores de aplausos se activan en cuanto dan con alguien dispuesto a prodigarles uno, y desde ese momento no aceptarán que se les niegue su regalo. Cuando el público se levante para ir a otra cosa, cambiarán de espectáculo o extremarán su pantomima. Todo con tal de mantener al espectador como rehén. Y si uno insiste en marcharse, tal vez incluso lo tomen a mal: qué falta de tacto, qué desvergüenza, qué ignorancia no saber reconocer los méritos que se nos ofrecen.

    En definitiva, el arte del elogio procurará cultivar la parquedad, la sutileza y la prudencia. Alabanzas, las justas, y mejor que el otro no parezca demasiado goloso de ellas. Todos necesitamos que nos reconozcan, y tampoco se trata de escatimar una adulación afable cuando nos sale del alma; bienvenido algo de dulce, pero sin empalagar.
    El cariño se complace en elogiar, a veces incluso exagerando, solo por el gusto de despertar la alegría en el otro, como una manera juguetona de mimarlo. Yo conocí a una persona tan gélida, tan poco dada a la empatía, que no solo era incapaz de regalar una lisonja amistosa, sino que ni siquiera lograba comprenderlas, y las consideraba una tontería. El que ama no necesita comprender nada. Pero amamos poco y queremos mucho, por eso nos conviene ser cuidadosos.

    El cocinero de César


    Tentaciones épicas del mundo global 

    La Historia alcanzó su madurez como disciplina cuando democratizó su contenido, esto es, cuando sustituyó la mera crónica de los "grandes hombres" por la vida de la gente. Las masas también conquistaron el arte. Sin embargo, el poder global crea su propio relato épico, y aún hay que reivindicar que el mundo empieza y acaba en cada individuo.  

    Democratización de la historia.

    En su estremecedor poema “Preguntas de un obrero que lee”, Bertolt Brecht denuncia esa Historia que no solo escriben los vencedores, sino que únicamente trata de grandes gestas y personajes poderosos. No sé por qué, el fragmento que se me quedó más grabado fue aquel en que escribe: “César derrotó a los galos. ¿No llevaba siquiera un cocinero?” Ese anónimo cocinero de César me llegó al alma. Lo imaginaba en un humilde carromato tras los estridentes pasos de las legiones, acarreando las vituallas y las perolas, sudando junto al fuego, afanándose en preparar el rancho sin el cual no habría habido ejército, ni gloriosas campañas, ni libros que las recordaran. Los mismos libros que lo han olvidado a él, como a la mayoría.
    El cocinero de César se convirtió para mí, desde entonces, en el mayor héroe histórico; un símbolo de tantos desconocidos cuyas vidas no solo han escrito la verdadera Historia, sino que han hecho posible esa otra que solo habla de grandes personajes: gobernantes, aristócratas, ricos y poderosos, y otros tantos artistas y pensadores que trabajaban para ellos.
    Afortunadamente, muchos estudiosos actuales han vindicado esa Historia verdadera, la de la vida de la gente anónima. La Historia se ha hecho más democrática, ha ido progresando hacia aquella intrahistoria que reclamaba Miguel de Unamuno: “Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de millones de hombres sin historia que… se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna”. Y esta alusión a los grandes titulares de los medios de comunicación me recuerda aquella canción de Joaquín Sabina, en la que contrasta la relativa frialdad de lejanos sucesos con la inmediatez candente que para nuestra vida tienen esos detalles triviales que la componen:

    Pero nada decía la prensa de hoy de esta sucia pasión, 
    de este lunes marrón,
    del obsceno sabor a cubata de ron de tu piel,
    del olor a colonia barata del amanecer.
    Hoy amor, como siempre
    el diario no hablaba de ti, ni de mí.         

    Nuestra vida no es noticia, ni tiene por qué serlo para nadie más que para nosotros y los que nos rodean. Al fin y al cabo, no somos importantes. ¿O sí? ¿No se escribe, en cierto modo, la totalidad del destino humano en cada una de nuestras vidas? Claro que el mundo y más nuestro mundo global, que ha acabado por cerrarse sobre sí mismo― se juega mucho más en las decisiones del G8 o en el consejo de administración de una multinacional que en el nacimiento de nuestro hijo, pero, ¿qué sería de aquel sin este? ¿No son nuestras pequeñas vidas cotidianas las que sostienen y dan sentido a los trasiegos mundiales? ¿No nace y termina el mundo entero en cada uno de nosotros? ¿Qué habría sido de César sin su cocinero?
    La Historia, como muchas otras disciplinas, ha recuperado la noción de la gente, más allá del personaje. También el arte retrata o explica historias de los ciudadanos de a pie. Sin embargo, el mundo global ha reavivado la épica, construyendo nuevos personajes míticos (como Bill Gates o los Rolling Stones) e inventando superhéroes que nos salvan y hacen justicia a su albedrío, que tiene más fundamento que el nuestro. Es el reverso de la democratización de los relatos, o más bien la actualización posmoderna de la tradición mítica. Tal vez resulte inevitable, y sigamos necesitando héroes y aristócratas, pero alguien, un día, debería preguntar por el sastre de Spiderman.

    Un hombre con atributos

    El hombre produce al hombre por Arturo Garcés

    Mi primer paso, mejor dicho por Wittgenstein, es de poner fin a la palabrería del confuso medio en el que nos vemos muchas veces influenciados, que para tender un puente que sea fácil de cruzar sobre el abismo, lo primero es pensar en lo cierto que determina la vida del hombre ya lo planteaba Jean-Paul Sartre: «El ser del hombre no es el ser fijo de las cosas, el hombre tiene que ser su ser a cada instante busca hacerse ser y ese es su proyecto», si la descontextualizamos de las otras publicaciones del escritor, podemos decir que así iniciaba la apología a las teorías sobre el comportamiento y las acciones humanas que van encaminada hacia el hombre del kaizen, del desarrollo y mejoramiento de sus aptitudes y actitudes.


    El hombre atributos.
    «El hombre es un ser de lejanías» según la expresión del propio Heidegger, que tiene como caracterización más cierta, si excavamos en su empresa, la libertad e individualismo, el hombre que primero pastoreándose a sí mismo puede mediante la interacción o la comunicación empoderar a otros

    Vengo demasiado pronto -dijo entonces-, todavía no ha llegado mi tiempo, escribía el autor de la expresión ‘Dios ha muerto’; en su obra literaria, la gaya Ciencia. Dicho esto Nietzsche deriva la espera a una lejanía del tiempo para que se le diera cumplimiento a sus palabras, sin embargo la implicación tiene actualidad hoy, la nietzschemania del profeta Alemán se estarían cumpliendo al día de hoy, tomando su aspecto más humanos que dictatorial.

    En la expresión de las actividades del hombre, ha llegado la hora del profeta, en los distintos campos multidisciplinarios, no en su sentido negativo de la voluntad de poder para dominar a los demás, sino en su sentido de administrar el poder uno mismo: Narrado en lo personal, lo familiar, lo profesional y lo social son ámbitos en la que el hombre debe ejercer poder sobre si mismos para la implementación del ‘yo puedo’ para así dirigir eficazmente nuestras propias vidas

    Parafraseando lo firmado por Nietzsche: ‘Nosotros hemos descubierto la felicidad, conocemos el camino, hallamos la salida de muchos milenios de laberinto’ Estamos en aquella cima, empero no en la de la desesperación de Cioran, sino en la cima de la felicidad, de la automejora, la vida sintetizada en el atleta, el vegano que cuida de su salud y de su físico, que se empeña por tener buena apariencia e imagen, que se emplea en rendir, que lidera y se culturiza, el que sensibiliza su conciencia y proyecta empatía, el que busca la verdad de manera Unamuniana: Buscando la vida en la verdad y la verdad en la vida, en busca de certezas y lugares seguros y quizás inamovibles, aunque desfalleciendo en su búsqueda, dicho lo anterior es lo que nos hace humanos

    Emprender nuestra vida con lo más completos que podemos llegar a ser, consiste en ponernos en marcha, abandonar el estado de conformidad, dejar atrás lo que somos a favor de lo que podemos llegar a ser.

    Que es lo que cabe entonces: El vivir en la plenitud de un hombre optimizado, un hombre Emersoniano, que pueda sentir orgullo por sus atributos y predicado, dicho esto se requiere estar completo en todos los sectores de la vida; de la noche a la mañana no será el cambio, para internalizar una creencia vigorosa. Hay que buscar y remitirse a la literatura popular del éxito y liderazgo que describió con profundidad Steven Covey, que lo hace Anthony Robbins en todo sus buenos libros para el liderazgo y el autocrecimiento personal.

    La creencia de la vida positiva, de la salud, de la vida de la manzana, el deporte y atletismo, de la castidad, la fidelidad, la lealtad, la verdad en lugar de la mentira, del amor en lugar del odio, la paz en lugar de la guerra, en el consenso en lugar de la imposición, la valentía en lugar de la cobardía, dando espacio para la empatía, el autoconocimiento, la sensibilización de la conciencia, la imagen sin concepción egocéntrica, para que finalmente demos lugar a lo bello y lo sublime, como lo narraba Kant; no ignorando que puedes lograr tus metas ya que es el hombre el que produce al hombre

    Las 6 claves de la Comunicación Oral

    Las 6 claves de la Comunicación Oral.
    El propósito de este escrito es proponer un método simple para abordar –que no solucionar– el complejo tema de la eficacia de la comunicación oral, entendiendo la comunicación como un proceso y la eficacia como el ajuste de sus resultados a los objetivos, que no son otros que conseguir que lo recibido se corresponda fielmente con lo emitido, en el supuesto —lo que en ocasiones es mucho suponer— de que el propio emisor se comprenda a sí mismo.

    Empezaremos con una selección de reflexiones que nos servirán de soporte para el desarrollo de este artículo, a las que iremos haciendo referencia en cada una de las seis fases del proceso:

    a) «Las enseñanzas orales deben acomodarse a los hábitos de los oyentes.» (Aristóteles)
    b) «El lenguaje es pobre para expresar las ideas. Sólo podemos utilizar las palabras que conocemos.» (Spencer Tracy, de la película “La herencia del viento”)
    c) «Es imposible hablar de tal manera que no se pueda ser malinterpretado.» (Karl Popper)
    d) «Si un hombre nunca se contradice, será porque nunca dice nada.» (Miguel de Unamuno, tomado de una conversación en ¿Qué es la vida? de Erwin Schrödinger)
    e) «Lo que siquiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente; y de lo que no se puede hablar hay que callar.» (Ludwig Wittgenstein)
    f) «Los límites de mi lenguaje significan los limites de mi mundo.» (Ludwig Wittgenstein)
    g) «El significado de una proposición está determinado tan pronto como se conozca el significado de las palabras que la componen.» (Bertrand Russell, en su introducción al Tractatus)
    h) «Las personas creen que hablan de las mismas cosas cuando están utilizando las mismas palabras, cuando de hecho pueden estar discutiendo sobre temas muy diferentes y, lo que es más, puede que lo estén haciendo de maneras totalmente diferentes.» (Martin Cohen, El escarabajo de Wittgenstein)
    i) «Por mucho que te esfuerces, si no te pueden entender no te entenderán y si no quieren, tampoco.» (el autor, espero)

    En primer lugar me gustaría concretar, dentro del alcance de este artículo, el significado del término «comunicación», además de restringirlo a sólo dos personas. Y lo haré sin recurrir a diccionarios ni referencias externas, mediante una definición de cosecha propia: «contacto voluntariamente provocado por el emisor y reconocido conscientemente por el receptor». Esto excluye tanto el "uno a muchos" (broadcast) como todos los contactos involuntarios e inconscientes, que los hay.
    Ciclo, Emisor y Receptor
    Hablar
    Si no hablas, dado que no te pueden oír, no existe comunicación oral (1). Podrá existir comunicación basada en los otros cuatro sentidos, postural, guiños, olor corporal, sabor o tacto, en todos los casos agradable o desagradable, pero no oral (2). Y para hablar se deben cumplir una serie de premisas físicas (un medio de transmisión adecuado y un interlocutor), biológicas (tener una cierta edad), educacionales (haber aprendido), funcionales (cuerdas vocales operativas, no afonía, etc.) y psíquicas (tener ganas o creer tener algo que decir), sin olvidar la segunda parte de la reflexión e) de Wittgenstein, es decir, que consideres que, aún con toda la funcionalidad garantizada, estás ante algo —normalmente, lo piensas— de lo que «no se puede hablar», y esto es tan personal e intransferible que supera el alcance del escrito. Pero sigamos..., supongamos que hablas.

    Decir
    Se trata de "decir algo", que es exactamente lo contrario a hablar y "decir nada" (3). A pesar del riesgo de entrar en contradicción del que nos advierte Unamuno en d), riesgo que minimizaremos diciéndolo «claramente» según nos recomienda Wittgenstein en e), procurando acomodarnos a los hábitos y nivel cultural del interlocutor, según no enseña el maestro Aristóteles en a) y teniendo siempre en cuenta la más que segura malinterpretación de lo que digamos, como también nos advierte Popper en c) y con la espada de Damocles de la "pobreza del lenguaje" sobre nuestras cabezas, perfectamente expresada por Spencer Tracy en b). Pues bien, lo dicho, dicho está. Ahora vamos a pasar el examen.
       
    Oír
    Segunda obviedad: si no oyes, no existe comunicación oral. Se rompe la cadena. Del mismo modo que hablar, oír lo que te dicen está supeditado a varias premisas, que dividiremos en voluntarias e involuntarias. Entre las voluntarias podemos citar los tapones en los oídos (no de cera) o la escucha de música a alto volumen con auriculares cerrados y entre las involuntarias, la discapacidad funcional congénita o adquirida, ya sea temporal o permanente, que impida la reacción del órgano a las ondas de presión sonora. O sea, estamos en que "oyes ese algo que te dice quien habla". Pero aún no es suficiente...  

    Escuchar
    Frecuentemente oímos pero no escuchamos o, lo que es lo mismo, no prestamos atención. Poco hay que añadir a esta fase del ciclo. Escuchar es una condición necesaria, aunque no suficiente, para acceder a la siguiente fase, para "entender" lo que "oyes", que es lo que te ha "dicho" el que "habla". Por lo tanto, debemos escuchar atentamente, incluso, si es necesario, volviendo a la fase anterior para "afinar" el oído. Porque escuchar significa aislarte del omnipresente ruido ambiente y esforzarte en percibir con claridad lo que te dicen. Sintonizar correctamente con la emisora y ajustar el volumen y el tono de forma óptima. Poco importa aquí el propio mensaje, su decodificación viene después. Hablando en términos técnicos, lo que importa es la relación señal/ruido. Felicítate: ya "escuchas lo que oyes te dice quien habla".

    Entender
    La primera y principal premisa es hablar en el mismo idioma (real o cultural). Difícilmente te podrás entender con un japonés si no hablas su idioma y con un ingeniero si tú no lo eres y él no se esfuerza en adecuar su discurso a tu nivel. Aquí es de aplicación la reflexión propia i): puede existir una imposibilidad física de entendimiento (4). Incluso puedes rechazar voluntariamente el entendimiento, con argumentos o no. En cualquier caso, sin entendimiento es imposible terminar el ciclo. Por ejemplo: «K tngas 1 wn da» además de impronunciable, resulta innentendible casi incluso en un SMS, y «Sólo lo espiritual es lo real; es la esencia y el ser en sí lo que se mantiene y lo determinado —el ser otro y el ser para sí— y lo que permanece en sí mismo es esa determinabilidad o en su ser fuera de sí o es en y para sí. Pero este ser en y para sí es primeramente para nosotros o en sí, es la sustancia espiritual» (5) se entiende, pero... ¿se comprende?

    Comprender
    Llegamos al objetivo final: la comprensión (4) del mensaje. Y conviene resaltar aquí y ahora, que lo importante no es tanto la fidelidad respecto a las pretensiones del emisor, sino el hecho mismo de haber comprendido algo. De haber extraído conclusiones del mismo. Porque esa eficacia cuenta con una legión de enemigos prácticamente imbatibles. Empecemos con Wittgenstein en f): «Los límites de mi lenguaje significan los limites de mi mundo» y con Russell en g) «El significado de una proposición está determinado tan pronto como se conozca el significado de las palabras que la componen». Atendiendo a estas importantes reflexiones, debemos concluir que la limitación de nuestro lenguaje y de nuestro vocabulario es una verdadera cárcel que nos limita la comprensión. A todo ello viene a sumarse Popper con su c): «Es imposible hablar de tal manera que no se pueda ser malinterpretado» y la "pobreza del lenguaje" (o pobreza del espíritu de Hegel) de Spencer Tracy en b), potentes enemigos que ya han actuado sobre el emisor al "decir" su mensaje.

    Conclusión:
    ¿Ecuación imposible? ¿Se puede conseguir eficacia en el ciclo Hablar-Comprender? Creo que es relativo y que hay que abordar el problema desde una perspectiva posibilista. No podemos conseguir eficacia al 100%, pero sí una eficacia razonablemente alta, siguiendo secuencialmente las seis fases del ciclo. Recordemos:

    Emisor: hablar y decir algo. Receptor: oír, escuchar lo dicho, entender lo escuchado y comprender lo entendido.

    En cualquier caso, dado que una vez finalizado el ciclo, emisor y receptor intercambian sus papeles y se vuelve a empezar, para no llamarnos a engaño, conviene terminar prestando atención a la única reflexión no citada: la h)

    «Las personas creen que hablan de las mismas cosas cuando están utilizando las mismas palabras, cuando de hecho pueden estar discutiendo sobre temas muy diferentes y, lo que es más, puede que lo estén haciendo de maneras totalmente diferentes» (Martin Cohen, El escarabajo de Wittgenstein).

    Imagínate lo que puede suceder cuando emisor y receptor utilizan palabras distintas.

    Ejercicio final: Relectura de las reflexiones iniciales.

    Notas:
    1. No será la única obviedad que se encuentre. Pido paciencia, porque la inclusión de obviedades responde al pretendido rigor analítico que preside el escrito y al hecho de que, con más frecuencia de la que cabría esperar, lo obvio es lo primero que se olvida.
    2. El sexo oral, forma indudable de comunicación bipersonal, queda excluído de esta categoría. Se puede adscribir a cualquiera de las otras cuatro, incluso a todas ellas, pero no lo consideraremos comunicación oral.
    3. "Decir nada" es la forma lógica de afirmar la negación. Porque "no decir nada" (doble negación) es "decir algo" (permítaseme la esperpéntica boutade, pero, aunque sea con calzador, creo entra en el alcance. Pretende aleccionar sobre la necesidad de pensar lo que decimos.
    4. En este enlace se trata en detalle el binomio Entendimiento-Comprensión.
    5. Inentendible e incomprensible —para mí— frase de Hegel que, aún cuando pertenece a la categoría de comunicación escrita, ilustra convenientemente el tema. Más información en Hegel ¿lata o sardinas?

    Aprender a escribir una novela con Miguel de Unamuno.

    En estas circunstancias y en tal estado de ánimo me dio la ocurrencia, hace ya algunos meses, después de haber leído la terrible Piel de zapa (Peau de chagrin) de Balzac, cuyo argumento conocía y que devoré con una angustia creciente, aquí en París y en el destierro, de ponerme en una novela que vendría a ser una autobiografía. Pero ¿no son acaso autobiografías todas las novelas que se eternizan y duran eternizando y haciendo durar a sus autores y a sus antagonistas?

    En estos días de mediados de julio de 1925 —ayer fue el 14 de julio— he leído las eternas cartas de amor que aquel otro proscripto que fue José Mazzina escribió a Judit Sidoli. Un proscripto italiano, Alcestes de Ambris, me las ha prestado; no sabe bien el servicio que con ello me ha rendido. En una de esas cartas, de octubre de 1834, Mazzini, respondiendo a su Judit que le pedía que escribiese una novela, le decía: «Me es imposible escribirla. Sabes muy bien que no podría separarme de ti, y ponerme en un cuadro sin que se revelara mi amor... Y desde el momento en que pongo mi amor cerca de ti, la novela desaparece». Yo también he puesto a mi Concha, a la madre de mis hijos, que es el símbolo vivo de mi España, de mis ensueños y de mi porvenir, porque en esos hijos en quienes he de eternizarme, yo también la he puesto expresamente en uno de mis últimos sonetos y tácitamente en todos. Y me he puesto en ellos. Y además, lo repito, ¿no son, en rigor, todas las novelas que nacen vivas, autobiográficas y no es por esto por lo que se eternizan? Y que no choque mi expresión de nacer vivas, porque a) se nace y se muere vivo, b) se nace y se muere muerto, c) se nace vivo para morir muerto y d) se nace muerto para morir vivo.

    Sí, toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo, es autobiográfico. Todo ser de ficción, todo personaje poético que crea un autor hace parte del autor mismo. Y si éste pone en su poema un hombre de carne y hueso a quien ha conocido, es después de haberlo hecho suyo, parte de sí mismo. Los grandes historiadores son también autobiógrafos. Los tiranos que ha descrito Tácito son él mismo. Por el amor y la admiración que les ha consagrado —se admira y hasta se quiere aquello a que se execra y que se combate... ¡Ah! ¡Cómo quiso Sarmiento al tirano Rosas!— se los ha apropiado, se los ha hecho él mismo. Mentira la supuesta impersonalidad u objetividad de Flaubert. Todos los personajes poéticos de Flaubert son Flaubert y más que ningún otro Emma Bovary. Hasta monsieur Homais, que es Flaubert, y si Flaubert se burla de monsieur Homais es para burlarse de sí mismo, por compasión, es decir, por amor de sí mismo. ¡Pobre Bouvard! ¡Pobre Pécuchet!

    Todas las criaturas son su creador. Y jamás se ha sentido Dios más creador, más padre, que cuando se murió en Cristo, cuando en él, en su Hijo, gustó la muerte.
    He dicho que nosotros, los autores, los poetas, nos ponemos, nos creamos, en todos los personajes poéticos que creamos, hasta cuando hacemos historia, cuando poetizamos, cuando creamos personas de que pensamos que existen en carne y hueso fuera de nosotros. ¿Es que mi Alfonso XIII de Borbón y Habsburgo–Lorena, mi Primo de Rivera, mi Martínez Anido, mi conde de Romanones, no son otras tantas creaciones mías, partes de mí, tan mías como mi Augusto Pérez, mi Pachico Zabalbide, mi Alejandro Gómez y todas las demás criaturas de mis novelas? Todos los que vivimos principalmente de la lectura y en la lectura, no podemos separar de los personajes poéticos o novelescos a los históricos. Don Quijote es para nosotros tan real y efectivo como Cervantes o más bien éste tanto como aquél. Todo es para nosotros libro, lectura; podemos hablar del Libro de la Historia, del Libro de la Naturaleza, del Libro del Universo. Somos bíblicos. Y podemos decir que en el principio fue el Libro. O la Historia. Porque la Historia comienza con el Libro y no con la Palabra, y antes de la Historia, del Libro, no había conciencia, no había espejo, no había nada. La prehistoria es la inconciencia, es la nada.


    Lectura de Miguel de Unamino en Como se hace una novela.

                                            

    Miguel de Unamuno en La producción de literatura y su consumación.


    Eso se llama producción como consumo.

    Eso se llama en literatura producción es un consumo, o más preciso: una consunción. El que pone por escrito sus pensamientos, sus ensueños, sus sentimientos los va consumiendo, los va matando. En cuanto un pensamiento nuestro queda fijado por la escritura, expresado, cristalizado, queda ya muerto y no es más nuestro que será un día bajo tierra nuestro esqueleto. La historia, lo único vivo, es el presente eterno, el momento huidero que se queda pasando, que pasa quedándose, y la literatura no es más que muerte.

    Muerte de que otros pueden tomar vida. Porque el que lee una novela puede vivirla, revivirla —y quien dice una novela dice una historia—, y el que lee un poema, una criatura —poema es criatura y poesía creación— puede re–crearlo. Entre ellos el autor mismo. Y ¿es que siempre un autor al volver a leer una pasada obra suya, vuelve a encontrar la eternidad de aquel momento pasado que hace el presente eterno? ¿No te ha ocurrido nunca, lector, ponerte a meditar a la vista de un retrato tuyo, de ti mismo, de hace veinte o treinta años? El presente eterno es el misterio trágico, es la tragedia misteriosa, de nuestra vida histórica o espiritual. Y he aquí porque es trágica tortura la de querer rehacer lo ya hecho, que es deshecho. En lo que entra retraducirse a sí mismo. Y sin embargo...
    Sí, necesito para vivir, para revivir, para asirme de ese pasado que es toda mi realidad venidera, necesito retraducirme. Y voy a retraducirme. Pero como al hacerlo he de vivir mi historia de hoy, mi historia desde el día en que entregué mis cuartillas a Juan Cassou, me va a ser imposible mantenerme fiel a aquel momento que pasó.


    Lectura de Miguel de Unamuno en Como se hace una novela.

                                           

    ¿Cuál es la religión de Miguel de Unamuno?



    ¿Cuál es la religión de este señor Unamuno?" Pregunta análoga se me ha dirigido aquí varias veces. Y voy a ver si consigo no contestarla, cosa que no pretendo, sino plantear algo mejor el sentido de la tal pregunta.

    Tanto los individuos como los pueblos de espíritu perezoso - y cabe pereza espiritual con muy fecundas actividades de orden económico y de otros órdenes análogos - propenden al dogmatismo, sépanlo o no lo sepan, quiéranlo o no, proponiéndose o sin proponérselo. La pereza espiritual huye de la posición crítica o escéptica.

    Escéptica digo, pero tomando la voz escepticismo en su sentido etimológico y filosófico, porque escéptico no quiere decir el que duda, sino el que investiga o rebusca, por oposición al que afirma y cree haber hallado. Hay quien escudriña un problema y hay quien nos da una fórmula, acertada o no, como solución de él.

    En el orden de la pura especulación filosófica, es una precipitación el pedirle a uno soluciones dadas, siempre que haya hecho adelantar el planteamiento de un problema. Cuando se lleva mal un largo cálculo, el borrar lo hecho y empezar de nuevo significa un no pequeño progreso. Cuando una casa amenaza ruina o se hace completamente inhabitable, lo que procede es derribarla, y no hay que pedir se edifique otra sobre ella. Cabe, sí, edificar la nueva con materiales de la vieja, pero es derribando antes ésta. Entretanto, puede la gente albergarse en una barraca, si no tiene otra casa, o dormir a campo raso.

    Y es preciso no perder de vista que para la práctica de nuestra vida, rara vez tenemos que esperar a las soluciones científicas definitivas. Los hombres han vivido y viven sobre hipótesis y explicaciones muy deleznables, y aun sin ellas. Para castigar al delincuente no se pusieron de acuerdo sobre si éste tenía o no libre albedrío, como para estornudar no reflexiona uno sobre el daño que puede hacerle el pequeño obstáculo en la garganta que le obliga al estornudo.

    Los hombres que sostienen que de no creer en el castigo eterno del infierno serían malos, creo, en honor de ellos, que se equivocan. Si dejaran de creer en una sanción de ultratumbas no por eso se harían peores, sino que entonces buscarían otra justificación ideal a su conducta. El que siendo bueno cree en un orden trascendente, no tanto es bueno por creer en él cuanto que cree en él por ser bueno. Proposición ésta que habrá de parecer oscura o enrevesada, estoy de ello cierto, a los preguntones de espíritu perezoso.

    Y bien, se me dirá, "¿Cuál es tu religión?" Y yo responderé: mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con aquello del Inconocible - o Incognoscible, como escriben los pedantes - ni con aquello otro de "de aquí no pasarás". Rechazo el eterno ignorabimus. Y en todo caso, quiero trepar a lo inaccesible.

    "Sed perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto", nos dijo el Cristo, y semejante ideal de perfección es, sin duda, inasequible. Pero nos puso lo inasequible como meta y término de nuestros esfuerzos. Y ello ocurrió, dicen los teólogos, con la gracia. Y yo quiero pelear mi pelea sin cuidarme de la victoria. ¿No hay ejércitos y aun pueblos que van a una derrota segura? ¿No elogiamos a los que se dejaron matar peleando antes que rendirse? Pues ésta es mi religión.

    Ésos, los que me dirigen esa pregunta, quieren que les dé un dogma, una solución en que pueda descansar el espíritu en su pereza. Y ni esto quieren, sino que buscan poder encasillarme y meterme en uno de los cuadriculados en que colocan a los espíritus, diciendo de mi: es luterano, es calvinista, es católico, es ateo, es racionalista, es místico, o cualquier otro de estos motes, cuyo sentido claro desconocen, pero que les dispensa de pensar más. Y yo no quiero dejarme encasillar, porque yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que aspire a conciencia plena, soy una especie única. "No hay enfermedades, sino enfermos", suelen decir algunos médicos, y yo digo que no hay opiniones, sino opinantes.


    Lectura de Miguel de Unamuno en Mi religión.



                      

    ¿Como son los héroes de los cuentos?.


    Y va de cuento..

    A Miguel, el héroe de mi cuento, habíanle pedido uno. ¿Héroe? ¡Héroe, sí! ¿Y por qué?
    —preguntará el lector—. Pues primero, porque casi todos los protagonistas de los cuentos y
    de los poemas deben ser héroes, y ello por definición. ¿Por definición? ¡Sí! Y si no, véamoslo.

    P.— ¿Qué es un héroe?
    R.— Uno que da ocasión a que se pueda escribir sobre él un poema épico, un epinicio, un epitafio, un cuento, un epigrama, o siquiera una gacetilla o una mera frase. Aquiles es héroe porque le hizo tal Homero, o quien fuese, al componer la Ilíada. Somos, pues, los escritores —¡oh noble sacerdocio!— los que para nuestro uso y satisfacción hacemos los héroes, y no habría heroísmo si no hubiese literatura.


    Eso de los héroes ignorados es una mandanga para consuelo de simples. ¡Ser héroe es ser cantado! Y, además, era héroe el Miguel de mi cuento porque le habían pedido uno. Aquel a quien se le pida un cuento es, por el hecho mismo de pedírselo, un héroe, y el que se lo pide es otro héroe. Héroes los dos. Era, pues, héroe mi Miguel, a quien le pidió Emilio un cuento, y era héroe mi Emilio, que pidió el cuento a Miguel. Y así va avanzando éste que escribo. Es decir, burla, burlando, van los dos delante. Y mi héroe, delante de las blancas y agarbanzadas cuartillas, fijos en ellas los ojos, la cabeza entre las palmas de las manos y de codos sobre la mesilla de trabajo— y con esta descripción me parece que el lector estará viéndole mucho mejor que si viniese ilustrado esto, se decía: «Y bien, ¿sobre qué escribo ahora yo el cuento que se me pide? ¡Ahí es nada, escribir un cuento quien, como yo, no es cuentista de profesión! Porque hay el novelista que escribe novelas, una, dos, tres o más al año, y el hombre que las escribe cuando ellas le vienen de suyo. ¡Y yo no soy un cuentista!... Y no, el Miguel de mi cuento no era un cuentista. Cuando por acaso los hacía, sacábalos, o de algo que, visto u oído, habíale herido la imaginación, o de lo más profundo de sus entrañas. Y esto de sacar cuentos de lo hondo de las entrañas, esto de convertir en literatura las más íntimas tormentas del espíritu, los más espirituales dolores de la mente, ¡oh, en cuanto a esto!... En cuanto a esto, han dicho tanto ya los poetas líricos de todos los tiempos y países, que nos queda ya muy poco por decir.



    Y luego los cuentos de mi héroe tenían para el común de los lectores de cuentos —los cuales forman una clase especial dentro de la general de los lectores— un gravísimo inconveniente, cual es el de que en ellos no había argumento, lo que se llama argumento. Daba mucha más importancia a las perlas que no al hilo en que van ensartadas, y para el lector de cuentos lo importante es la hilación, así, con hache, y no ilación, sin ella, como nos empeñamos en escribir los más o menos latinistas que hemos dado en la flor de pensar y enseñar que ese vocablo deriva de infero, fers, intuli, illatum. (No olviden ustedes que soy catedrático, y de yo serlo comen mis hijos, aunque alguna vez merienden de un cuento perdido.) Y estoy a la mitad de otro cuarteto. Para el héroe de mi cuento, el cuento no es sino un pretexto para observaciones más o menos ingeniosas, rasgos de fantasía, paradojas, etc., etc. Y esto, franca-mente, es rebajar la dignidad del cuento, que tiene un valor sustantivo —creo que se dice así— en sí mismo y por sí mismo. Miguel no creía que lo importante era el interés de la narración y que el lector se fuese diciendo para sí mismo en cada momento de ella: «Y ahora, ¿qué vendrá?», o bien: «¿Y cómo acabará esto?». Sabía, además, que hay quien empieza una de esas novelas enormemente interesantes, va a ver en las últimas páginas el desenlace y ya no lee más.

    Por lo cual creía que una buena novela no debe tener desenlace, como no lo tiene, de ordinario, la vida. O debe tener dos o más, expuestos a dos o más columnas, y que el lector escoja entre ellos el que más le agrade. Lo que es soberanamente arbitrario. Y mi este Miguel era de lo más arbitrario que darse puede. En un buen cuento, lo más importante son las situaciones y las transiciones. Sobre todo estas últimas. ¡Las transiciones, oh! Y respecto a aquellas, es lo que decía el famoso melodramaturgo d'Ennery: «En un drama (y quien dice drama dice cuento), lo importante son las situaciones; componga usted una situación patética y emocionante, e importa poco lo que en ella digan los personajes, porque el público, cuando llora, no oye». ¡Qué profunda observación ésta de que el público, cuando llora, no oye! Uno que había sido apuntador del gran actor Antonio Vico me decía que, representando éste una vez La muerte civil, cuando entre dos sillas hacía que se moría, y las señoras le miraban con los gemelos para taparse con ellos las lágrimas y los caballeros hacían que se sonaban para enjugárselas, el gran Vico, entre hipíos estertóricos y en frases entrecortadas de agonía, estaba dando a él, al apuntador, unos encargos para contaduría. ¡Lo que tiene el saber hacer llorar! Sí; el que en un cuento, como en un drama, sabe hacer llorar o reír, puede en él decir lo que se le antoje. El público, cuando llora o cuando se ríe no se entera. Y el héroe de mi cuento tenía la perniciosa y petulante manía de que el público —¡su público, claro está!— se enterase de lo que él escribía. ¡Habráse visto pretensión semejante!

    Permítame el lector que interrumpa un momento el hilo de la narración de mi cuento, faltando al precepto literario de la impersonalidad del cuentista (véase laCorrespondance de Flaubert, en cualquiera de sus cinco volúmenes Oeuvres completes, París, Louis Conard, libraire-éditeur, MDCCCXX), para protestar de esa pretensión ridícula del héroe de mi cuento de que su público se interesa de lo que él escribía. ¿Es que no sabía que la más de las personas leen para no enterarse? ¡Harto tiene cada uno con sus propias penas y sus propios pesares y cavilaciones para que vengan metiéndole otros! Cuando yo, a la mañana, a la hora del chocolate, tomo el periódico del día, es para distraerme, para pasar el rato. Y sabido es el aforismo de aquel sabio granadino: «La cuestión es pasar el rato»; a lo que otro sabio, bilbaíno éste, y que soy yo, añadió: «Pero sin adquirir compromisos serios». Y no hay modo menos comprometedor de pasar el rato que leer el periódico. Y si cojo una novela o un cuento no es para que de reflejo suscite mis hondas preocupaciones y mis penas, sino para que me distraiga de ellas. Y por eso no me entero de lo que leo, y hasta leo para no enterarme...

    Pero el héroe de mi cuento era un petulante que quería escribir para que se enterasen, y, es natural, así no puede ser, no le resultaba cuanto escribía sino paradojas. ¿Que qué es esto de una paradoja? ¡Ah!, yo no lo sé, pero tampoco lo saben los que hablan de ellas con cierto desdén, más o menos fingido; pero nos entendemos, y basta. Y precisamente el chiste de la paradoja, como el del humorismo, estriba en que apenas hay quien hable de ellos y sepan lo que son. La cuestión es pasar el rato, sí, pero sin adquirir compromisos serios; y ¿qué serio compromiso se adquiere tildando a algo de paradoja, sin saber lo que ella sea, o tachándolo de humorístico?

    Yo, que, como el héroe de mi cuento, soy también héroe y catedrático de griego, sé lo que etimológicamente quiere decir eso de paradoja: de la preposiónpara, que indica lateraildad, lo que va de lado o se desvía, y doxa, opinión, y sé que entre paradoja y herejía apenas hay diferencia; pero... Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el cuento? Volvamos, pues, a él. Dejamos a nuestro héroe  empezando siéndolo mío y ya es tuyo, lector amigo, y mío; esto es, nuestro— de codos sobre la mesa, con los ojos fijos en las blancas cuartillas, etc. (véase la precedente descripción) y diciéndose: «Y bien, ¿sobre qué escribo yo ahora?...».

    Esto de ponerse a escribir, no precisamente porque se haya encontrado asunto, sino para encontrarlo, es una de las necesidades más terribles a que se ven expuestos los escritores fabricantes de héroes, y héroes, por lo tanto, ellos mismos. Porque, ¿cuál, sino el de hacer héroes, el de cantarlos, es el supremo heroísmo? Como no sea que el héroe haga a su hacedor, opinión que mantengo muy brillante y profundamente en mi Vida de Don Quijote y Sancho, según Miguel de Cervantes Saavedra, Madrid, librería de Fernando Fe, 19051 —y sirva esto, de paso, como anuncio—, obra en que sostengo que fue Don Quijote el que hizo a Cervantes y no éste a aquél. ¿Y a mí quien me ha hecho, pues? En este caso, no cabe duda que el héroe de mi cuento. Sí, yo no soy sino una fantasía del héroe de mi cuento. ¿Seguimos? Por mí, lector amigo, hasta que usted quiera; pero me temo que esto se convierta en el cuento de nunca acabar. Y así es el de la vida... Aunque, ¡no!, ¡no!, el de la vida se acaba.

    Aquí sería buena ocasión, con este pretexto, de disertar sobre la brevedad de esta vida perecedera y la vanidad de sus dichas, lo cual daría a este cuento un cierto carácter moralizador que lo elevara sobre el nivel de esos otros cuentos vulgares que sólo tiran a divertir. Porque el arte debe ser edificante. Voy, por lo tanto, a acabar con una Moraleja. Todo se acaba en este mundo miserable: hasta los cuentos y la paciencia de los lectores. No sé, pues, abusar.

    Lectura de Miguel Unamuno en Tres cuentos, as leído el titulado Y va de cuento..