Tentaciones épicas del mundo global | ||||
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La Historia alcanzó su madurez como disciplina cuando democratizó su contenido, esto es, cuando sustituyó la mera crónica de los "grandes hombres" por la vida de la gente. Las masas también conquistaron el arte. Sin embargo, el poder global crea su propio relato épico, y aún hay que reivindicar que el mundo empieza y acaba en cada individuo. |
En su estremecedor poema “Preguntas de un obrero que lee”, Bertolt Brecht denuncia esa Historia que no solo escriben los vencedores, sino que únicamente trata de grandes gestas y personajes poderosos. No sé por qué, el fragmento que se me quedó más grabado fue aquel en que escribe: “César derrotó a los galos. ¿No llevaba siquiera un cocinero?” Ese anónimo cocinero de César me llegó al alma. Lo imaginaba en un humilde carromato tras los estridentes pasos de las legiones, acarreando las vituallas y las perolas, sudando junto al fuego, afanándose en preparar el rancho sin el cual no habría habido ejército, ni gloriosas campañas, ni libros que las recordaran. Los mismos libros que lo han olvidado a él, como a la mayoría.
El cocinero de César se convirtió para mí, desde entonces, en el mayor héroe histórico; un símbolo de tantos desconocidos cuyas vidas no solo han escrito la verdadera Historia, sino que han hecho posible esa otra que solo habla de grandes personajes: gobernantes, aristócratas, ricos y poderosos, y otros tantos artistas y pensadores que trabajaban para ellos.
Afortunadamente, muchos estudiosos actuales han vindicado esa Historia verdadera, la de la vida de la gente anónima. La Historia se ha hecho más democrática, ha ido progresando hacia aquella intrahistoria que reclamaba Miguel de Unamuno: “Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de millones de hombres sin historia que… se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna”. Y esta alusión a los grandes titulares de los medios de comunicación me recuerda aquella canción de Joaquín Sabina, en la que contrasta la relativa frialdad de lejanos sucesos con la inmediatez candente que para nuestra vida tienen esos detalles triviales que la componen:
Pero nada decía la prensa de hoy de esta sucia pasión,
de este lunes marrón,
del obsceno sabor a cubata de ron de tu piel,
del olor a colonia barata del amanecer.
Hoy amor, como siempre
el diario no hablaba de ti, ni de mí.
Nuestra vida no es noticia, ni tiene por qué serlo para nadie más que para nosotros y los que nos rodean. Al fin y al cabo, no somos importantes. ¿O sí? ¿No se escribe, en cierto modo, la totalidad del destino humano en cada una de nuestras vidas? Claro que el mundo ―y más nuestro mundo global, que ha acabado por cerrarse sobre sí mismo― se juega mucho más en las decisiones del G8 o en el consejo de administración de una multinacional que en el nacimiento de nuestro hijo, pero, ¿qué sería de aquel sin este? ¿No son nuestras pequeñas vidas cotidianas las que sostienen y dan sentido a los trasiegos mundiales? ¿No nace y termina el mundo entero en cada uno de nosotros? ¿Qué habría sido de César sin su cocinero?
La Historia, como muchas otras disciplinas, ha recuperado la noción de la gente, más allá del personaje. También el arte retrata o explica historias de los ciudadanos de a pie. Sin embargo, el mundo global ha reavivado la épica, construyendo nuevos personajes míticos (como Bill Gates o los Rolling Stones) e inventando superhéroes que nos salvan y hacen justicia a su albedrío, que tiene más fundamento que el nuestro. Es el reverso de la democratización de los relatos, o más bien la actualización posmoderna de la tradición mítica. Tal vez resulte inevitable, y sigamos necesitando héroes y aristócratas, pero alguien, un día, debería preguntar por el sastre de Spiderman.
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