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Magia y filosofía en Giordano Bruno: La potencia de la praxis

Magia y filosofía en Giordano Bruno

A Dora, a mis hijos y a mis nietos
(ellas les dirán por qué)

Ilustración de Giordano Bruno conectando la magia con la transformación de la realidad
Giordano Bruno y la magia como anticipación de la filosofía de la praxis.

La filosofía moderna suele narrar su propio nacimiento como una progresiva desmitificación del mundo. En ese relato, un fenómeno cultural como la magia es considerado como un residuo arcaico y oscuro del pensamiento, destinado a ser superado por las verdades de la ciencia y la razón ilustrada. Y sin embargo, conviene tener presente que este tipo de sentencias suelen sustentarse sobre una serie de prejuicios que, sometidos a un estudio medianamente riguroso, evidencian su pobreza. Una pobreza que pone en evidencia sus propias falencias, sus temores, sus complejos. Para Bruno, la magia no es ni superstición ni ilusión, sino una teoría del saber como fuerza activa, es decir, una concepción del conocimiento definida por su capacidad de intervenir en la realidad. Leída desde esta perspectiva, la magia comporta, in nuce, la idea de una auténtica filosofía de la praxis.

Y en efecto, la filosofía de la praxis parte de una tesis fundamental: el pensamiento no es una instancia contemplativa separada del mundo, sino la actio mentis que resulta de una determinada formación histórica, social y política. Conocer no significa reflejar pasivamente una realidad dada, sino participar en su producción y transformación. La verdad no se reduce a la adecuación entre intelecto y objeto, se verifica en la praxis, es decir, en el proceso mediante el cual los seres humanos transforman sus condiciones materiales y espirituales de existencia. El saber es, por tanto, inseparable de la Libertad, el Estado y la Historia.


    En el corpus de los Tratados latinos, escritos por Bruno entre 1590 y 1591, y compilados bajo el rótulo De Magia, no hay encantamientos ni hechizos, no hay pociones ni varitas, tampoco hay sombreros o conejos: la magia no es un conjunto de ritos misteriosos u ocultos ni una técnica marginal perteneciente a una secta, sino -como dice Bruno- “el conocimiento de los vínculos (vincula) que articulan la realidad”, la “philosophia operativa”, el saber que hace. El mago no actúa sobre fuerzas sobrenaturales, sino sobre relaciones efectivas: entre naturaleza, imaginación, afectos y formas de vida. Conocer esos vínculos es poder modificarlos. Una vez más: Verum ipsum factum. La magia es el más auténtico saber actuar en el mundo, no su descripción trascendente sino su acción inmanente.

    Esta es una cuestión de factura decisiva. Para Bruno, el universo no es un orden cerrado ni una estructura fija, sino un cosmos infinito, dinámico y vivo, penetrado por el anima mundi. La naturaleza no es una cosa inerte frente al sujeto, sino una potencia activa de la cual el hombre no solo forma parte sino que es resultado. Como dice Schelling, citando a Bruno: la Naturaleza es el Espíritu visible; el Espíritu es la Naturaleza invisible. De allí que el conocimiento no pueda concebirse como una contemplación distante. Conocer es insertarse activamente en el devenir de la totalidad. Una ruptura con el modelo contemplativo que anticipa la concepción del saber que irá concreciendo, dialéctica e históricamente, hasta devenir saber in der Praktischen.

    Es por eso que para Bruno -como también para Vico- la Imaginatio -la imaginación- es un momento esencial para el desarrollo del saber. Lejos de ser una facultad subjetiva o ilusoria, la imaginación funciona como mediación objetiva de pensamiento y realidad. Precisamente, a través de imágenes, símbolos y afectos, el mago -el I-mago, el portador de la Imaginatio- actúa sobre el mundo porque el mundo mismo está estructurado simbólicamente. No existe un “criterio de demarcación” radical entre lo material y lo espiritual: ambos se interpenetran (o como dice Hegel, se compenetran) en una red de relaciones vivas.

    Este aspecto resulta clave para comprender el concepto de praxis. La acción histórica no se produce sobre una materia neutra, sino sobre un mundo que ya ha sido configurado por lenguajes, creencias, instituciones y formas de conciencia. Transformar la realidad implica transformar también las representaciones que la sostienen. Esta es una cuestión sustancial para toda consciencia social que se proponga reconstruir la realidad. En este sentido, la imaginación bruniana puede leerse como una intuición temprana de la idea central de toda filosofía de la praxis: no hay acción material sin mediación simbólica. Si hay pobreza material, hay pobreza espiritual. “El lenguaje -decía Heidegger- es la casa del ser”.

    En Bruno el conocimiento se define por su carácter no solo contemplativo. De hecho, Bruno rechaza la presunción de un pensamiento que solo se limita a observar el mundo. Por eso critica al sabio que se contenta con describir el orden natural sin intervenir en él. Como más tarde lo hará la filosofía de la praxis, el nolano rechaza toda teoría que no incida efectivamente en la realidad social. Pensar es, siempre, actuar y actuar es, siempre, tomar partido en el mundo.

    No obstante, conviene tener presente que esta concepción activa del saber no equivale a las abstracciones del voluntarismo, eso que en Venezuela recibe el nombre de “deseos no empreñan”. Ni el mago bruniano ni la actio mentis actúan de modo arbitrario. La acción sólo es eficaz cuando se funda en la realidad objetiva, con los resultados de la adequatio, cabe decir, con el reconocimiento de sujeto y objeto. La magia opera cuando comprende los vínculos; el sujeto histórico transforma cuando conoce las condiciones objetivas y las mediaciones sociales. En ambos casos, la libertad no se opone a la necesidad, sino que consiste en su apropiación auto-consciente. Es conciencia de la necesidad.

    La afinidad de este modo de concebir la realidad con la filosofía de la praxis, comprendida como historicismo filosófico, deviene explícita. Marx, por ejemplo, formula esta aproximación de manera decisiva cuando afirma que “los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversas maneras, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Ya en la Differenz, su tesis doctoral, Marx menciona a Bruno como una de las referencias esenciales del pensamiento dialéctico. Y antes que Marx, Vico había sostenido que solo se conoce verdaderamente lo que se hace, anticipando la idea de que la historia es inteligible porque es el curso y el recurso del quehacer humano. Gramsci, siguiendo a Croce, comprenderá la praxis como la unidad de la teoría y la acción, del ser y de la conciencia sociales, de la fuerza material y la hegemonía cultural. En todos estos casos, el saber deja de ser contemplación -”piedras lanzadas al vacío”- para devenir potencia histórica.

    Aunque Bruno no llegó a desarrollar una filosofía de la historia en sentido moderno, su concepción del universo infinito y abierto excluye toda idea de un orden definitivo. La realidad está siempre en proceso, y la acción humana forma parte nuclear de ese proceso. La filosofía de la praxis radicaliza esta intuición al situar la transformación histórica —conflictiva, mediada, colectiva— en el centro del pensamiento. Si en Bruno la magia expresa la potencia activa del hombre dentro de la naturaleza, en la filosofía de la praxis la “actividad sensitiva humana” -menschliche sinnliche Tätigkeit- expresa la potencia histórica de los sujetos concretos en el interior de las relaciones sociales.

    Desde esta perspectiva, puede decirse que la filosofía de la praxis supera y conserva el significado que le atribuye Bruno a la magia, cabe decir: la convicción de que el saber verdadero es aquel que transforma. La magia bruniana aparece así como una de las figuras anticipatorias del recorrido de la experiencia de la conciencia de una concepción no contemplativa del saber, crítica del entendimiento abstracto. En el fondo, hay aquí una reivindicación del significado originario, especulativo, de la magia, el reconocimiento de una intuición filosófica profunda: el pensamiento es una fuerza capaz de modificar el mundo, no solo su inversión o su simple reflejo.

    Reencontrar a Giordano Bruno en el aquí y ahora quiere decir recuperar una noble tradición filosófica: aquella que concibe el saber como la necesaria actividad racional inmanente al devenir histórico. En una época en la que el pensamiento parece correr el riesgo de replegarse en la pura interioridad de la contemplación sofística o en la impura exterioridad de la racionalidad instrumental, la lección del nolano resulta ser algo más que una cuestión de pertinencia.

    Colapso.

    Colapso por @JRHerreraucv

     La palabra proviene del latín collapsus, que significa “caída completa”. El colapso de un paciente gravemente enfermo anuncia la inminencia de su muerte, tanto como el colapso de la economía de una sociedad y, por supuesto, el de un determinado régimen político y social o, incluso, el colapso del espíritu de toda una nación. Lo que se contiene en lo mínimo se contiene lo máximo, afirmaba un hereje impenitente que atendía al nombre de Giordano Bruno. Pero, más allá de toda herejía: Non coerceri maximo, contineri minimo, divinum est, reza el epígrafe que Friedrich Hölderlin colocara en el pórtico de su Hiperión, citando el conocido epitafio dedicado a San Ignacio: “Divino es no estar constreñido por lo máximo y estar limitado por lo mínimo”. En todo caso, las malformaciones generadas en nombre de los más sagrados principios no se resuelven ni con el auxilio del puro entendimiento reflexivo ni, mucho menos, del puro deseo.

    Colapso.

    “Ya no queda nada que perder…Y hay todo un mundo que ganar”

    Karl Marx



    Venezuela, hace tiempo, dejó de ser una nación en el estricto sentido republicano para devenir una tiranía gansteril. El tránsito del derrocamiento de la dictadura hacia la consolidación de la democracia fue alevosa y premeditadamente invertido desde La Habana. El resultado fue el tránsito desde la democracia hacia la consolidación de la dictadura. Muerto el tirano, el país quedó en manos de un “Directorio”, movido por las peores pasiones, muy tristes e inevitablemente ignaras: el odio, el resentimiento, la sed de venganza y las ansias de la camarilla por mantenerse en el poder “como sea”. Los portadores de los “valores revolucionarios”, señalan in der praktischen cuatro puntos cardinales. Son muy simples: por el Norte, el rentismo populista y el neolenguaje; por el Sur, la heteronomía y el analfabetismo funcional; por el Este, el facilismo y el culto a la mediocridad; y, por el Oeste, la siembra de la corrupción del ser y de la conciencia. Todos coinciden en una única consecuencia “lógica”, a la que ellos mismos han catalogado como “el quinto punto cardinal”, que tal vez no se sepa bien en qué dirección apunta, porque quizá apunte en todas y cada una de las posibles direcciones del infierno: se trata del colapso absoluto que, después de estos veinte largos e insufribles años de controles, derroches, desfalcos, y saqueos, de atropellos y humillaciones tortuosas, barbáricas y despóticas, finalmente se ha hecho “concreto”: empobrecidos como nunca antes en la historia, extrañados de toda condición humana y reducidos a entes de instintos básicos –comer, reproducirse y guarnecerse–, sometidos y cada vez más dependientes de la Matrix roja, de un “registro y control”, de una numeración, de una cifra más, a la que llaman “carnet de la patria”, como único modo de obtener algún alimento, algún servicio básico, algún modo de sobrevivencia, aunque sea mínimo, para poder morigerar las urgentes y crecientes necesidades. Es la dependencia llevada a los extremos de la atrocidad. El país convertido en un campo de concentración. Los opresores de un lado, los oprimidos del otro: la boliburguesía –y sus bolichicos– aplastando a los cyber-fámulos. Tecnología en barbarie ritornata, en suprema “síntesis dialéctica”, según el santo grial del diamat. Mayor fascismo imposible.

    El país ha colapsado por completo. Pasó de “la gran Venezuela” a la “Venezuela (im)potencia”, de la nación civilista al asalto militarista, de las virtudes de Vargas a las osadías de Carujo. Los “controles” económicos, comunicacionales, sociales y políticos resultaron ser el acta de defunción de una de las naciones potencialmente más ricas, pujantes, capaces, educadas y libres de Latinoamérica. Secuestrado por una montonera de facinerosos de capuchas reales y virtuales, víctima del llamado “síndrome Estocolmo”, ante la sorprendida mirada de una clase política obesa de cuerpo y mente, cómoda y más habituada al fashion y a las perfecciones del “tiempo de Dios” que al barullo de las calles y a los “latidos del corazón del topo” de la realidad, fue progresivamente acostumbrándose –a punta de ofertas mesiánicas, cuando no de bayonetas– al “exprópiese” que terminaría destruyendo su aparato productivo, su tejido social, cultural y educativo, expropiándolo, depauperando drásticamente su vida material y espiritual, y condenándolo a la mayor de las sumisiones: la del hambre. En fin, el caos sobre el orden, para invertir el conocido título del compendio del Rector magnífico de la Universidad de Caracas.

    No hay forma. La trampa sale, como dice el adagio. Los llamados “hechos” no son entidades independientes del sujeto social, son creaciones de factura humana. Los números ya han cobrado realidad, mientras las banderas rojas que impulsaron el fervor de otros tiempos van cayendo una tras otra. Las visibles grietas del mítico “acorazado Potemkin” criollo hacen aguas por doquier y van poniendo en evidencia las fragilidades, ante el inminente hundimiento. El colapso es más que la sospecha de una impotencia manifiesta. Es la puesta en evidencia del fracaso rotundo de un régimen que quiso poder consumir sin producir, enriquecerse sin trabajar, en medio de una época orientada a convertir el conocimiento en la mayor fuente de riquezas. Ningún sistema político y social nace: se hace. Ni el socialismo ni el liberalismo son sistemas naturales. Ni la sociedad está por encima del individuo ni el individuo por encima de la sociedad. Más bien, cuando se pone en evidencia la inadecuación, en no-reconocimiento recíproco, correlativo, de dichos factores, se producen inevitablemente los antagonismos que terminan en un período de crisis orgánica y de agudos conflictos impredecibles, que ningún metodólogo, por más pedantes que puedan ser sus gráficas, está en condiciones de prever. Se trata de la lucha por el reconocimiento.

    Despojados de lo más elemental, del sustento diario; sometidos a las ruinas de un salario que solo alcanza para comprar impotencias; obligados a “rebuscarse” para poder soportar el pesado fardo que la corrupción y la ineficiencia metastásicas han colocado sobre sus hombros; empujados por la fuerza de las dificultades creadas a huir en masa del país. El derrumbamiento cobra cuerpo en contra de sí mismo. La antipolítica social ya no es la simple negación de la política profesional sino su complemento directo. El anonimato del sujeto se despliega con las horas de cada día, se organiza, va dejando de ser cosa y va cobrando en él la fuerza de convicción del ser auténtico, capaz de revertir, una vez más, el tránsito desde los intereses de la opresión gansteril al ethos la libertad republicana.