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Penélope.

Ulises, en La Odisea.




“Si al menos él volviera y cuidara de mi vida,

mayor sería mi gloria y mi belleza. Ahora estoy

afligida, pues son tantos los males que se han agitado

en mi contra, pues quienes dominan me pretenden

contra mi voluntad y arruinan mi casa”.

                                                  Homero, Odisea, XIX






La literatura épica tiene, entre sus mayores atributos, la construcción de modelos trascendentales que, no obstante, son capaces de producir condiciones plenas de vida real, de existencia concreta. Mediante ella -al decir de Vico, la poética del curso que siguen las naciones- el verum deviene certum. Las ideas dejan de ser gaseosas y ajenas abstracciones del “debería” para mostrar la autenticidad de su rostro humano, histórico, de carne y sangre. No por caso, lo épico ha sido llamado “lo digno de ser imitado”. Y, de hecho, la mímesis es la forma característica de la estética clásica y, según Aristóteles, la finalidad esencial del arte. Sus personajes son arquetípicos, sintetizan ideas y valores que terminan siendo guías del entramado social, dando cohesión al Ethos y haciendo posible la adecuación de la fuerza y la astucia a objeto de conquistar de la libertad.

Es posible que el astuto y versátil Odiseo -o Ulises, como también se le conoce- no haya existido en realidad. O tal vez sí. En todo caso, las gruesas cortezas del árbol de la historia terminaron por transformarlo en el fundador del ingenio humano y, más recientemente, en el legendario héroe de la mitología griega, tal como la industria cultural habitúa representarlo. Pero con independencia de las caracterizaciones canónicas que de su figura se hayan hecho o intentado hacer, Odiseo es ni más ni menos que el nervio central del Volksgeist de cada sociedad occidental, de sus  “muchos senderos” y de su “multiforme ingenio”. De ahí la condición emblemática de su figura y el valor de la irreverencia de su guiño. 

Víctima de un conflicto no deseado, que tuvo por necesidad que asumir hasta sus últimas consecuencias, Ulises se vio obligado a transcurrir veinte largos años de su vida fuera de Ítaca, su casa, sometido a los designios de un destino del que, en buena medida, fue copartícipe y que, por eso mismo, debió asumir con paciencia y perseverancia, pero sobre todo con sagacidad, a objeto de recuperar -cuando menos en parte- la vida que se le había arrebatado, especialmente al lado de ella, de Penélope, la paciente y habilidosa hilandera -y, en este sentido, maquinadora- de una mortaja infinita, que tejía y destejía, una y otra vez. Aguardaba, con firme convicción, el regreso de su Odiseo.Y fue tramando esa gran red de la perseverante voluntad, que terminaría por asfixiar los presagios de una eterna sumisión. La perspicacia de Odiseo y la tenacidad de Penélope terminaron por imponerse sobre “los pretendientes”, tal vez, una de las primeras figuras de la experiencia de la conciencia gansteril parasitaria -sanguijuelas, saqueadores de las riquezas de un país- en la historia de la cultura occidental. Gracias a la fiel y paciente abnegación de Penélope Odiseo pudo, en el momento propicio, restablecer la oikonomía, el orden en casa. Y es que -Magister Cerati dixit- “No hay nada mejor que casa”.


Penélope es el símbolo de la fidelidad, pero además de arrojo y astucia. A fin de cuentas, es hija de Esparta, nacida del vientre de una bella ninfa de agua dulce. Cuando Penélope y Odiseo se encuentran, pierden el aliento, quedan mudos, y a partir de entonces ya no quisieron separarse más. Él se hizo su pueblo y ella su dirigente. Ella se hizo su pueblo y él su dirigente. Icario, su padre, intentó detener su partida a Ítaca. Pero Penélope guardó silencio y cubrió su rostro con un velo. Fue su manera de expresar la inquebrantable decisión de entregarse a la causa de Odiseo. Y, en ese mismo lugar, Icario mandó a construir un templo dedicado al pudor. Poco tiempo después se desata la guerra en las playas de Troya y Ulises, reclutado por Palamedes, se ve obligado a participar en ella, de modo que debió partir sin saber que su retorno a Ítaca tardaría veinte años. En ese largo recorrido fenomenológico, a través de las más diversas figuras de la experiencia de la conciencia, desde la certeza sensible hasta el saber absoluto y desde el yo hasta el nosotros, Penélope debió enfrentar, con firme determinación, el voraz acoso de los pretendientes, quienes instalados en su casa terminaron por mantenerla bajo secuestro, convencidos de la inminente muerte de Odiseo. Del patrimonio de Ítaca comían y bebían con voracidad, a su antojo, al punto de diezmarla hasta la ruina. No obstante, Penélope presentía el regreso de su esposo y, con él, la finalización de aquel largo período de tormentos.


Después de dieciséis años de espera, los pretendientes le exigieron oficializar la muerte de Odiseo y escoger a uno de ellos por consorte. Fue entonces cuando Penélope, para eludirlos, anunció que participaría en la elección después de terminar de tejer la mortaja de Laertes -ese círculo de círculos, esa red en espiral de la resistencia. Durante cuatro años tejía de día y destejía de noche, mientras, sigilosamente, iba urdiendo el sagrado tricolor de la libertad. Cuando fue delatada por una esclava, ya era demasiado tarde para las farras de los pretendientes: Odiseo estaba de vuelta y ya había elaborado un ardid contra ellos. Entonces Penélope les anunció que aquel que tensara el arco que Odiseo había recibido de Ífito, se uniría en matrimonio con ella. Al final, ninguno de ellos lo pudo tensar. Odiseo lo tensó mientras Eumeo, Filetio y su hijo Telémaco cerraban las puestas del gran salón. Atrapados en las redes y una vez armado el arco, Odiseo flechó a todos los pretendientes. Ítaca había sido liberada, para la gloria del ingenioso Odiseo y la persistente tejedora, Penélope.              

          






José Rafael Herrera

@jrherreraucv


Grecia, siempre de nuevo


A mis queridos colegas del Instituto de Filosofía y Teoría Política
del CEDES y del Doctorado Internacional de Filosofía de la ULA

Filosofía griega perfecta




 El circuito dentro del cual la antigua sociedad de la Grecia clásica llevó adelante el quehacer metafísico, es decir, el oficio de pensar, era infinitamente más pequeño que el del presente. De hecho, comportaba una circunferencia cerrada, o más bien un ovo -al decir de Peter Gabriel-, que constituía la esencia trascendental de sus vidas. Una esencia que, para la sociedad contemporánea, hace mucho tiempo que se fracturó, hasta alcanzar su nuclear estallido en incontables fragmentos. No obstante, toda pretensión de querer retornar sin más a aquella unidad primigenia, originaria de la cultura occidental, redunda en la banalidad y haría imposible la respiración del espíritu en acto. Por más que insista la nostalgia, el regressus, mecánicamente concebido, resulta anti-histórico, reaccionario. Lo cierto es que un abismo separa el ser -“puro ser”- del acto cognitivo y el acto cognitivo de la acción, la voluntad del destino previsible y “seguro”. Toda sustancialidad se ha desvanecido en la reflexión del entendimiento, conduciéndola al otro lado del abismo. La sustancialidad de la sociedad posmoderna es la forma vaciada de contenido. El desgarramiento ha traspasado los cimientos del sentido de la realidad de verdad, para dar cabida a una existencia de ficciones, condenada al tedio de una repetición sin fin, marcada por la mala infinitud.

 Que Pericles haya presidido la Polis ateniense y que Maduro mantenga la tiranía sobre una Venezuela desecha, da la pauta del significado de lo que aquí se ha llamado abismo. Ciertamente, la Grecia clásica fue el núcleo, la semilla, donde se formó la Libertad. Por eso afirmaba Hegel que “entre los griegos nos sentimos como en nuestra propia casa, pues estamos en el terreno del espíritu”, porque Grecia es, además, “la madre de la filosofía, esto es, de la conciencia de que lo ético y lo jurídico se revelan en el mundo de lo divino, de que también el mundo tiene validez”. Y, en efecto, fue en Grecia donde por primera vez el espíritu se da a sí mismo el contenido de la voluntad y del saber. Por eso coinciden las formas del Estado con los intereses de sus ciudadanos, porque para ellos Estado, derecho, religión y familia representan cabalmente sus propios fines. La fértil plasticidad de la vida y de las formas griegas son la temprana y, quizá, la más pujante juventud de la civilización occidental, cuyo mayor legado es el arte en sus más diversas expresiones: las bellas letras, la música, las más diversas creaciones plásticas, la arquitectura, entre otras. Todas sustentadas en la fantasía concreta de su religión natural -como la llamaría Kant-, de la que irrumpe de continuo, potente, la fuerza del Ethos como premisa de su concepto de educación estética, sustentada en el Demos-krátos, esa aventura de vivir en Libertad.

 No es posible regresar a Grecia. Pero Grecia es una referencia ineludible. Es el sine qua non de la inteligencia contemporánea. Como dice Aristóteles, “las cosas se conocen por sus orígenes”. Las cosas no se reducen a sus fines, sino que se hallan en su desarrollo. Solo se puede hablar de resultado cuando se tiene conciencia del propio devenir. El comienzo del espíritu es, por cierto, el resultado de una larga y dolorosa transformación de múltiples configuraciones en el desarrollo de la cultura. Ese es “el calvario del espíritu”. Y la comprensión de cada nueva determinación, de cada nueva figura, no es posible si no se mira hacia atrás, si no se reconstruye el proceso, si no se tiene plena conciencia del punto de partida. El “lo lamento mucho” de Leónidas ante Jerjes, quien lo conminaba a arrodillarse ante él y someterse a su autoridad “divina”, contiene en sustancia no solo el nacimiento de Occidente, sino, con él, su principio supremo, precisamente, la Libertad. Un principio que la mitología griega supo poner en boca de Prometeo, encadenado a una roca por mandato de Zeus. Frente a las exhortaciones de Hermes, para que se inclinara ante Zeus y pidiera perdón por haberle llevado el fuego a los mortales, Prometeo exclama: “Has de saber que yo no cambiaría mi mísera suerte por tu servidumbre. Prefiero seguir a la roca encadenado antes de ser el fiel criado de Zeus”. Claro que es reaccionaria -e inútil, por demás- la pretensión de querer regresar a la Grecia clásica. Ese tipo de “retorno” a “las glorias del pasado” dio lugar -en el caso de Italia- al fascismo y -en el caso de Alemania- al nacional-socialismo. Pero los “retornos” son tan reaccionarios como lo es el perder el recuerdo de los orígenes, un recuerdo -el hilo de Ariadne- que impele a lo concreto pensado y a la consecuente lucha de la autoconsciencia por el aquí y ahora, lejos de dejarse cautivar por el canto de las sirenas del despotismo y la tiranía.

 Como afirma Lukács, “la perfecta eticidad del mundo griego es impensable para nosotros, dado el abismo insuperable que nos separa de él. Los griegos solo conocían respuestas, no preguntas, soluciones (aun cuando fueran enigmáticas), no misterios, formas, no caos. Trazaban el círculo creativo de las formas lejos de la paradoja, y todo lo que en nuestros tiempos de paradojas de seguro ha de conducirnos a la trivialidad, a ellos los llevaba a la perfección”. La dificultad -apunta Marx- “no consiste en comprender que el arte griego y la epopeya estén ligadas a ciertas formas de desarrollo social. La dificultad consiste en comprender que puedan aún proporcionarnos goces artísticos y valgan, en ciertos aspectos, como una norma y un modelo inalcanzables”. Toda crisis histórica encuentra las formas de su superación volviendo la mirada, con la debida atención, hacia las formas esenciales de la antigüedad clásica griega. Por cierto, su gran desempeño filosófico no surgió del hastío o de la ociosidad de unos “sabios” o de unos “físicos”, sino que fue justo en el momento en el cual comenzó a producirse la crisis del Ethos, la separación del individuo y del Estado. Ese es, por cierto, su oficio. Y, desde entonces, Occidente se ha construido teniendo siempre presente el eidos de la unidad primigenia, de la Casa Grande. El Imperio romano, el Renacimiento, la revolución francesa, la filosofía clásica alemana, las guerras de independencia americanas, entre muchos otros escenarios históricos. Aquiles y Alejandro -para no hablar de Ulises, fundador de la ratio instrumental- han sido, y seguirán siendo, el alfa y el omega de Occidente, sus referencias inmortales. No es cosa del azar que en Venezuela se fundara un estado Nueva Esparta o uno Amazonas, o que en algún momento Zaraza fuera considerada como “la Atenas del llano”.

 La “infancia histórica de la humanidad”, en el “momento más bello de su desarrollo”, ejerce un “encanto eterno”, un modelo, una referencia ineludible y continua que, si bien “no podrá volver jamás”, compromete y motiva a todo el espíritu de un pueblo que busca romper las cadenas de la tiranía. Valdría la pena preguntarse si quienes conforman la dirigencia de la autodenominada “oposición” tendrán alguna representación, por más vaga que sea, de esta inagotable fuente de ideas y valores.


José Rafael Herrera
@jrherreraucv

País in fieri


La historia penetra en las constelaciones de la verdad:

quien quiera participar ahistóricamente de ella resultará

fulminado en su confusión por las estrellas, a través de la

muerta mirada de la muda eternidad”.

                                                                   T. W. Adorno


País in fieri por José Rafael


 

            Francisco de Miranda desembarcó en la costa venezolana de La Vela de Coro el tercer día del mes de Agosto de 1806, ante la indiferencia, la desconfianza e incluso el pánico de una población que no comprendía bien de qué se trataba toda aquella revuelta y ulterior discurso sobre independencia y libertad. Quizá porque consideraban al líder y autor de la -para ellos- ininteligible Proclamación a los pueblos habitantes del continente Américo-Colombiano -además, bajo el cobijo de aquella extraña bandera tricolor solemnemente izada- como un aventurero más, probablemente otro de los tantos capitanes corsarios que, como en anteriores oportunidades, intentaba tomar y saquear los imperiales dominios pertenecientes al “buen rey, por la gracia de Dios”. A partir de entonces, se iniciaría el curso -y, como su consecuencia necesaria, el re-curso- de la historia in fieri -vale decir, del incesante hacerse y deshacerse de Venezuela. Su incursión no sería la última, por cierto. Y cada una, triunfante o no, terminará formando la colcha, entretejida con las hilachas y retazos de una “historia en construcción” que nunca termina de construirse. Algo de Penélope, tejiendo y destejiendo la mortaja de Ulises, hay en este doloroso proceso. Pero mucho más de Sísifo, pues al igual que sucede en el mito, todo es demolido y echado por tierra para volver a comenzar de nuevo, una y otra vez, immerwieder.   

            Leander no es tan solo el nombre de una embarcación. Ni es obra del acaso. Nisiquiera se trata del hecho de haber bautizado la famosa embarcación con el nombre de su hijo. La paciente y aguda maestría de Juan David García Bacca ha dado cuenta de cómo la biblioteca de las obras clásicas de Francisco de Miranda llegó a ser no solo una de las más importantes sino, tal vez, la más rica y completa de América Latina. Más bien, Leandro, el nombre de su hijo, se debe a su pasión por la lectura de los clásicos y, en este caso, de las Heroidas de Ovidio, del Liber spectaculorum de Marcial o del “divino poema” de Museo, obras en las cuales se recrea y enaltece el mito de Hero y Leandro, los jóvenes amantes que habitaban en los extremos del Helesponto y a quienes sus padres prohibieron casarse. Pero, a pesar de la prohibición, todas las noches Hero encendía un faro en la torre de Sesto para que Leandro, en la orilla opuesta, nadara hasta ella. Una noche, mientras esperaba a su amado, Hero se quedó dormida. Un fuerte vendaval apagó la lumbre y Leandro perdió el rumbo. A la mañana siguiente, Leandro apareció en la playa ahogado y al verlo Hero, desconsolada, se lanzó desde la torre. Su vida había perdido todo sentido sin la presencia de su amado Leandro.

            No es improbable que estas figuras míticas -y particularmente la de Leandro frente al inexorable y oscuro destino- hayan inspirado, en buena medida, la concepción general del mundo, la Weltanschauung, de Don Francisco de Miranda y que, en tal sentido, le hayan servido como gran telón de fondo de su propia fatalidad. Hero y Leandro resumen el desenlace de la unidad que ha sido separada, del amor anhelado y no realizado de Venezuela y Miranda, el dolor de su toccata et fuga. Y no solo de Miranda. Porque a partir de aquel infortunado desencuentro del Leander con su amada tierra, de su naufragio en la mar de la indiferencia, se podría comenzar a trazar una constante curvatura hermenéutica que da cuenta del devenir de la autoconciencia del ser social venezolano. Hero y Leandro: dos figuras que son, objetiva e históricamente, la cabal representación estético-literaria del mito fundacional de los extremos polares de la oposición -no resuelta- de la historia republicana de Venezuela. A fin de cuentas, la conciencia ilustrada venezolana, que encendió la antorcha de la independencia y de la libertad suramericana, es heredera legítima de la cultura greco-latina y, por eso mismo, de sus tragedias. El bullicioso y alegre venezolano del presente, seminador y diseminador del “bochinche”, ya estigmatizado por Miranda, oculta en el laberinto de su inconsciente histórico-cultural el temor atávico frente al -Vicus dixit- Minotauro de ultramar que lo conduce, cada cierto tiempo, al dolor, la flagelación y el “auto-suicidio”.

            Ritmo del decoro dramático, no exento de cierto modo funcional y de crítica arquetípica, en virtud de la cual la consciencia social se muestra en todo su vértigo problemático, estableciendo, mediante su fuerza negativa inmanente, el pasaje de la contingencia a la necesidad, hasta arribar al punto en el que todo se expresa de un modo sustancial. Es la muerta mirada de la muda eternidad. Todo se hace simbólico, todo no es más que lo que significa y no significa más que lo que es. El exilio es también la promesa de un reencuentro aplazado, un nuevo intento por estrechar los brazos de lo que más se anhela y no se alcanza. Afirma Mariano Picón-Salas que “dos grandes generaciones ha conocido hasta hoy la historia de Venezuela, la de aquel puñado de audaces que realizaron la independencia y la de aquellos más tranquilos, pero no menos inteligentes, cuyo doloroso testimonio quedó expresado en los discursos y discusiones de la Convención de Valencia en 1958. Hemos sabido olvidar el pensamiento de los héroes civiles -Gual, Fermín Toro, Valentín Espinal, Juan Vicente Gonzalez, Cecilio Acosta- que supieron ver como pocos y teniendo la esperanza de mejorarla, la oscura y tumultuosa verdad autóctona después de ellos, o simultáneamente con ellos, en la que comenzó la era de los “caudillos únicos”, de los “césares democráticos”, bajo cuyo reinado el pensamiento nacional perdió su fuerza creadora y combativa, o se ocultó y proliferó en el matorral de inofensiva retórica”. Sin duda, hubo una tercera generación -la del '28-, que en el momento preciso tomó la decisión de retornar al país, para -una vez más- reconstruirlo. Pero hoy los márgenes del Helesponto se han vuelto más anchos y la recia borrasca de nuevo ha dejado el faro sin luz. ¿Podrá una cuarta generación de exiliados romper finalmente la maldición del bucle, el fatídico circulo vicioso, la espesa ficción del “eterno retorno” de las olas que, no sin astucia, han sabido musitar el sueño de la larga noche de la tiranía? 

           

                 

           

                  

 


De la reconstrucción de la civilidad republicana

reconstruir civilidad

 

 

            La idea de la construcción de la eticidad o civilidad republicana, trasciende la percepción característica de las presuposiciones propias de las ideologías que configuran -y han venido determinando- el horizonte problemático de este inicio de siglo XXI. Se trata de un horizonte histórico, político, social y cultural en crisis orgánica, al que, sin embargo, se le pretende enmasillar con las tonalidades extremas -abstractamente reflejadas, en realidad- de los “ismos”, inherentes a toda fe positiva, carente de vida. Son esas tendencias ideológicas a las que, hoy en día, cada uno de los extremos involucrados suele designar bajo el nombre expiatorio de posverdad. Llámese socialismo, liberalismo o populismo. Pero, por eso mismo, la negatividad que algunos intérpretes rechazan y despachan sin más, como si se tratara del diablo, se vuelve contra ellos mismos, al punto de que, en vez de empeñarse en el estudio de la superación histórica de las antinomias -que es, además, el oficio que no sin paciencia conceptual ha asumido desde sus orígenes la filosofía-, se sugiere padecerlas, convivir inmersos en la charca de su martirio, anunciando “la buena nueva” de una herida sangrante, de una hemorragia indetenible. Como dice Hegel, “Ten el valor de equivocarte”. De ahí que el esfuerzo de “seguir pensando” -la superación que conserva-, que asume el rigor de lo negativo y la fuerza de la crítica histórica, se ha evidenciado como la mayor de las exigencias de la inteligencia del presente. Una exigencia necesaria y determinante, por lo que tiene que someter a juicio las abstracciones maniqueístas derivadas de la lógica de la identidad.

            La idea de “la cosa pública” o de la Res-pública es, en efecto, una de las mayores contribuciones hechas por la filosofía a la historia de Occidente. Cada época, cada aquí y ahora, cada término del pensamiento y de la extensión del tiempo, ha tenido su modo particular de concebirla y comprenderla. Todos sus exponentes han ido tejiendo el entramado de su verdad. Lo que deja claro que ha sido justamente en virtud de su concrecimiento histórico de donde ha surgido su condición universal, ya que no se trata de un “modelo”, ni de una receta, ni de un esquema abstracto -ab extra- de interpretación de “la realidad misma” sino, más bien, de la autoconsciencia y el sistema de la realidad efectiva. No de la realidad inmediata (la realiter) sino de la realidad de verdad (la Wirklichkeit), la realidad comprendida como la acción de su realización, como “la hazaña de la libertad”. No, pues, como su práctica, sino como su praxis. La lista es amplia. Para citar tan solo a los más representativos: Platón, Aristóteles, Cicerón, Tito Livio, Maquiavelo, Moro, Bruno, Hobbes, Campanella, Spinoza, Vico, Montesquieu, Rousseau, Hegel. En todos ellos, la República manifiesta los caracteres propios de sus respectivas épocas. Pero todos ellos contribuyeron, cada uno a su modo, con la reafirmación de su autenticidad y, sobre todo, de su vigencia. Es el pasaje de lo pensado a lo pensante. La historia, dice Croce, siempre es historia contemporánea. Solo basta reconstruirla, seguir su hilo de Ariadne, para poder comprender que los latidos del corazón del topo labran el presente y construyen el porvenir. No sin la paciencia del concepto, la mortaja de Ulises fue tejida, destejida y retejida, una y otra vez, con hilos de civilidad republicana. 

            Hoy, y quizá como nunca antes, el reordenamiento de la teoría y la praxis republicana se ha vuelto una exigencia. No se trata de la mera reivindicación verticalmente unilateral del concepto republicano en la jefatura del Estado. Ya ni siquiera se trata del republicanismo sino de la republicanidad. Y, por eso mismo, se trata de emprender el camino inverso: no el que va de las formas a la vida, sino el que va de la vida a las formas. Se trata, en consecuencia, de la recomposición -la superación que conserva- del orden y la conexión de la idea republicana y, en consecuencia, del compromiso de rescatar y reafirmar su condición institucional, esta vez, de manera abierta y flexible, sustentado en un renovado proyecto educativo, en una nueva expresión cultural. Si algo caracteriza la autenticidad de la vida republicana es la diversidad, la pluralidad, la diseminación. Su principio supremo es la real y efectiva división de los poderes, no solo de los constituidos sino, incluso, de los poderes más cercanos, los de las comunidades, esas que hacen posible la transformación del individuo en ciudadano. La confianza republicana no está depositada exclusivamente en las instituciones del poder central sino en la institucionalidad mínima local, porque es desde la base federativa de las comunidades que puede surgir la legitimación de toda la estructura. Por eso mismo, es menester traspasar las limitaciones propias del militante -y, todavía más, del miliciano- si se quiere tener una auténtica República de ciudadanos, en la que impere el reino de la justicia y la libertad, la nítida percepción de confianza y seguridad que sostenga, con bases firmes, la estabilidad integral de las instituciones. Nada más lejano del espíritu republicano y civil que el empeño invasivo presidencialista por controlar el funcionamiento de las instituciones del Estado. Toda forma caudillista le es contraria al espíritu y cuerpo republicanos.

            Una nueva Ilustración se impone en medio de la tendenciosa oscurana de los “ismos”. Su atmósfera densa, corrompida, hipócrita y traicionera, oculta sus intereses particulares tras la atribución de una supuesta condición “natural”, de una “robinsonada”, ajena a toda historicidad. La verdad es que los antagonismos se complementan y solapan. Nada más solidario al populismo que el neoliberalismo, porque al destruir las bases de la republicanidad civil surge, casi de inmediato, la exigencia del atajo populista. Y, a la inversa, el fracaso al que siempre conduce el populismo es la premisa principal para la masiva irrupción de los intereses del cada quien y del cada cual, que pretenden sustituir el Ethos por la codicia. Quien quiera quejarse del uno debería quejarse del otro. En el fondo, son las mezquinas abstracciones, los extremos enajenados y recíprocamente indiferentes -el “otro del otro”- de toda sana civilidad republicana.             

 

 

           

 

El mito y la realidad de la Atlántida

 

“Cuando comenzó a disminuir entre ellos el principio divino, entonces,

incapaces de soportar su prosperidad presente, cayeron en la indecencia.”

                                                                                             Platón, Critias

 

El mito de la Atlántida

            No resulta sencillo aceptar el hecho de que, hace aproximadamente unos nueve mil años, previos a la visita de Solón a Egipto, existiera, “más allá de las columnas de Hércules”, todo un continente en el centro del océano Atlántico. Continente que, debido al “castigo de los dioses”, “en el espacio de un día y de una noche terribles”, quedó abismado en las profundidades del mar. Según Platón -tanto en los diálogos Critias como Timeo-, se trataba de una extraordinaria, deslumbrante, civilización que llegaría a ejercer sus dominios sobre gran parte de las costas europeas, africanas e incluso del Asia menor. Por si fuera poco, en los últimos tiempos, se han encontrado en las aguas del continente americano restos de asombrosas piezas artesanales y de utensilios similares a los encontrados en las aguas mediterráneas o del Atlántico norte, piezas que, en opinión de algunos expertos, reposan en los sótanos de los más importantes museos del mundo, dado que su inexplicabilidad exigiría, en buena medida, “la reconstrucción de la historia” oficialmente conocida, lo que probablemente conduciría a la anulación de “nuestras más sólidas creencias”.


Mito y realidad de la Atlántidad


            La misma palabra encierra conexiones lingüísticas y, por supuesto, culturales a simple vista inadvertidas: es el genitivo del nombre del dios-titán Atlas, quien soporta la bóveda celeste, cuyo nombre proviene de la raíz indoeuropea tell, que significa “cargar con”, y del sánscrito tulá, que traduce “balanza”. En alemán antiguo, dolen quiere decir “soportar” . El nombre Ulises significa polylas, que es “aquel que ha soportado muchas pruebas”. Y hasta la palabra latino está emparentada con la reminiscencia de los atlantes, es decir, latus, que significa “cargado” o “llevado”, en virtud de que ha sido tras-latus. Así, pues, Atlas (a-tlá) es “quien carga con el mundo”, nada menos que “el pilar que sustenta al mundo”. Y los atlantes o atlantikós -el mar que está más allá de Atlas-, son los habitantes de  aquella parte del mundo situada después del estrecho de Gibraltar. Pero más curioso todavía es el hecho de que los aztecas fuesen originarios de Aztlán, es decir, del “no lugar de las garzas”, porque en tal lugar “hay mucha agua”. Por lo que “quienes vinieron a sembrar a nuestros abuelos y abuelas llegaron en barcas y en muchos grupos, guiados por sus sacerdotes, mientras su dios les iba hablando”. Más tarde, los sabios en cuestión, “poseedores de los libros, regresaron en sus barcas a Aztlan”. Y, por más inverosimil que parezca, la palabra Aztlan y Atlan, significan “donde hay muchas aguas” o donde abunda el agua”. Todo lo cual indica que, más allá de los mitos que se han tejido durante siglos sobre la efectiva existencia de la Atlántida, e incluso, muy por encima de todas las especulaciones e imaginaciones “astrales” hechas durante tantos años, baste con pensar solo en dos elementos de juicio: ni es inverosimil que una extensa franja territorial volcánica, ubicada entre “las columnas de Hércules” y las costas americanas, desapareciera como consecuencia de un inmenso y aterrador reacomodo telúrico; ni se puede negar que al intentar unir el mapa de las costas de Europa y África con el de América, haciendo abstracción del mar, como si se tratara de las piezas de un rompecabezas, estas logren “encajar” de manera sorprendente.

El valor real de la Atlántida

            En todo caso, resulta imposible no pensar en el hecho de que fue a lo largo y ancho de ese inmenso territorio que las aguas separaron en el que prosperó la cultura occidental, la misma que terminó haciendo posible, histórica y culturalmente, el surgimiento de los valores civiles, republicanos y democráticos frente al milenario despotismo oriental, asistida por las hazañas del Espíritu de la Libre Voluntad. De hecho, para la occidentalidad contemporánea, afectada como se encuentra en estos tiempos por la crisis orgánica, la pérdida de su eticidad y la pobreza espiritual, la reconstrucción de este itinerario histórico-conceptual -theoría y praxis- resulta, más que ventajoso, de factura fundamental, especialmente hoy día, pues si bien es cierto que resultaría imposible reunir físicamente las piezas del “rompecabezas” atlántico, a los fines poder aproximarse aún más, no menos cierto es que las ventajas del desarrollo tecnológico -ubicadas dentro de sus justas proporciones y nunca exacerbadas, como hasta el presente ha sido impuesto por la modernidad salvaje- son un instrumento eficaz e indispensable a los efectos de recomponer los principios fundamentales que hicieron crecer y desarrollar la idea de Occidente. No se puede dejar caer el “principio divino”: la Ética. Frente al medievalismo de las regiones que, bajo tonalidades revolucionarias oculta el reconcomio de las pestes de la peor reacción, la hegeliana idea de la “unidad de la unidad y de la no-unidad”, la llamada por Cecilio Acosta “unidad en la diferencia”, sustentada sobre el respeto, la tolerancia y el recíproco reconocimiento, tal vez resulte ser la chiave di volta para la determinante reintegración de un espacio y un tiempo que hayan amenazados por un segundo hundimiento, esta vez, en el océano de la indiferencia propiciada por el culto a lo privado y el pensamiento débil, tan amenazantes como crecientes.

            “Había una isla delante de lo que vosotros llamáis Columnas de Hércules, mayor en tamaño que el Egipto y el Asia Menor juntos”. Durante aquellos tiempos, era posible atravesar el Atlántico. Los viajeros de aquellas épocas extraviadas por la memoria, podían pasar de esa inmensa isla a las demás islas y, desde estas, podían ganar todo el continente hacia la costa opuesta de este mar que merecía realmente su nombre, “pues en uno de los lados, dentro de este estrecho, parece que no había más que un puerto de boca muy cerrada y, del otro lado, hacia afuera, existía este verdadero mar y la tierra que lo rodeaba, a la que se puede llamar realmente continente, en el sentido propio del término”. Habían formado un auténtico imperio, grande y maravilloso. Un imperio que fue el señor de la isla entera y de muchas otras islas y partes de esos continentes. “Poseían el África hasta Egipto y Europa hasta Eturia”. El imperio de los atlantes del ayer es sin duda una exigencia. Nostalgia de objetividad, diría Novalis. Exigencia de Ethos, para los atlantes de hoy.      

                        

                  

           

José Rafael Herrera

@jrherreraucv

El arte de la vulnerabilidad

Ingenio frente a autocompasión.

Ya que no podemos evitar la fragilidad, sentemos plaza en ella y hagamos de su manejo un arte: en lugar de lamentarnos por nuestros puntos débiles, tal vez podamos aprender a sacarles partido con lucidez e inteligencia. 


La habilidad y la constancia son las armas de la debilidad. Maquiavelo.

Vulnerabilidad: término arduo y grumoso como un trabalenguas, con el que nos referimos a algo tan simple y fatal como esas grietas en las que nos hace mella la corrosión de la vida, esos puntos débiles del yo en los que flaquea el conatus, allá donde la intemperie lacera fácilmente cuando nos tantea con sus uñas afiladas.
Por eso, porque hay puntos en los que se nos traspasa sin estorbo, es lógico que sea en ellos donde más procuremos guardarnos, donde nos mantengamos más cautelosos. Aquiles solo tenía uno y fue suficiente para arrasar toda su magnificencia divina. Solemos llamarlos defectos, con una amargura que pone al descubierto nuestra secreta fantasía de perfección, pero procurando excusarlos tras el parapeto del destino. Componendas que, en el fondo, no hacen más que rotular patéticamente la cartografía de nuestra debilidad.
Hay que temer a las vulnerabilidades, porque es donde se ensaña el dolor oportunista, y, como dice Marguerite Yourcenar, no conviene tomar a broma lo que podría dañarnos. Sin embargo, sería poco inteligente desaprovechar lo que las fragilidades tienen de ocasión: son el enclave donde se nos ofrece la oportunidad de renunciar a la vana omnipotencia, de templar el aguante y explorar el valor, de convocar fuerzas inéditas y asentar la prudencia.

Allá donde la vida tiende a ponerse difícil, se descubre interesante. Allá donde podrían vencernos fácilmente, la mera persistencia es un triunfo. Hay personas disminuidas que han encontrado en su carencia un acicate para el coraje: puesto que todos cojeamos de uno u otro pie, esa es una grandeza que siempre está a nuestro alcance. Porque nada nos motiva más que lo que nos falta, y de nada nos vemos tan espoleados a hacer virtud como de la necesidad.
Sobran los ejemplos, pero vale la pena oponerlos a la tentadora autocompasión. Cuentan que el gran orador griego Demóstenes era tartamudo, y se había obligado a la curiosa disciplina de ponerse, al hablar, piedras en la boca. Newton aprovechó su misantropía para convertirse en el mayor científico de la historia. La amargura por descubrir la pobreza y la muerte impulsó a Buda a indagar el alivio del sufrimiento. Es el cuento del patito feo: ¿quién nos asegura que en nuestras fealdades no alienta la potencialidad de cierta insólita belleza?
La vulnerabilidad no es una suerte ni una ventaja, pero ahí está, y, bien manejada, puede convertirse en una aliada de nuestras fortalezas. En Maratón, los griegos aprovecharon la debilidad de su frente para envolver a los persas en una mortal tenaza. En Termópilas y Salamina compensaron la inferioridad numérica atrayendo al enemigo a cuellos de botella donde la monstruosidad del ejército de Jerjes era un inconveniente. “Si se consigue obtener ventaja del terreno, hasta las tropas débiles e inconsistentes podrán vencer”, medita el antiguo militar chino Chang Yu comentando El arte de la guerra, y T’sao T’sao concluye: “Pondera los peligros inherentes a las ventajas y las ventajas inherentes a los peligros”.

Parece prudente, pues, ocultar nuestras vulnerabilidades, y procurar hacer juego allí donde nos sabemos fuertes. Pero a menudo no es posible: aparece alguien más sagaz, o sencillamente se nos ve el plumero. Entonces lo más sensato quizá sea admitirlo sin reticencia: al menos no tendremos que gastar energías en disimular, y podremos dedicarlas a aguzar el ingenio y concebir lo inesperado. Ulises compensaba sus muchas debilidades con astucia, que es el arte de aprovechar las vulnerabilidades del otro de manera que no le sea fácil explotar las nuestras. La vulnerabilidad nos expone, pero no nos condena. 

Una mirada a la ciudad en el Ulises de Joyce.

Ulises, sin lugar a dudas es una de las grandes obras de nuestra época, y como ocurre con gran parte de la literatura contemporánea, su densidad, ese “bulto enorme y la mas que enorme complejidad” a que alguna vez se refirió el propio Joyce, hacen del Ulises un texto bastante difícil para ser abordado en su conjunto en el corto espacio de este articulo;  por lo cual, a continuación, se hará referencia a la ciudad, no solo como el espacio físico en que se desarrolla la novela, sino, en su dimensión simbólica, como punto de partida para referencias metafóricas a la Odisea de Homero y a la historia de Dublín.

Dublin de James Joyce.

Ulises, sin lugar a dudas es una de las grandes obras de nuestra época, y como ocurre con gran parte de la literatura contemporánea, su densidad, ese “bulto enorme y la mas que enorme complejidad”[1] a que alguna vez se refirió el propio Joyce, hacen del Ulises un texto bastante difícil para ser abordado en su conjunto en el corto espacio de este articulo;  por lo cual, a continuación, se hará referencia puntual a la ciudad, no solo como el espacio físico en que se desarrolla la novela, sino, en su dimensión simbólica, como punto de partida para referencias metafóricas a la Odisea de Homero y a la historia de Dublín.

 La historia  de tres habitantes de Dublín: Dedalus, Mr. Bloom y Mrs. Bloom, que se desarrolla en el enigmático día  16 de junio de 1904, es la historia de un hombre arquetípico, que de alguna manera se forma por sus personajes tomados como conjunto ¿el señor Bloom podría ser el hombre que alguna vez será Stephen Dedalus?

El hombre de Joyce es el hombre de Dublín; y de Dublín se ha dicho que el Ulises da una imagen tan completa de esta que, si algún día desapareciese de repente esta ciudad, a partir de este libro se la podría reconstruir.

Si bien esto no pude tomarse al pie de la letra, si resalta  la importancia que en la obra de Joyce tiene la ciudad, o mas bien, ciertos aspectos y espacios de ella, no solo como el espacio en que se desenvuelven los personajes, sino como centro de la frustración e impotencia, de la parálisis moral y espiritual de unos ciudadanos que, como “Eveline”, atrapada en la parálisis de Dublín deja escapar las promesas de la huida, y como puente metafórico, en el caso de Ulises, con la Odisea.

El Dublín que Joyce  dibuja en Ulises no es Dublín, no es la belleza ni la grandeza de la ciudad en su totalidad, sino, una cierta área, tal vez la más deteriorada que se ubica en las áreas circunscritas por los canales de Dublín. La Dublín de Joyce se aprecia desde las casas de apuestas, las cantinas y los burdeles que enmarcan, mejor que cualquier otra cosa, el sentimiento de angustia, vacío y desarraigo del hombre moderno.

Pese a que en Ulises se nombran las calles sin describirlas, se muestran casas, se cruzan puentes, se entra a restaurantes, cafés, cantinas y burdeles, y se nombran iglesias y sedes gubernamentales sin que en ningún caso medie alguna introducción o explicación, esa ciudad parece la ciudad propia, a la que se accede con naturalidad como si todos sus sitios fueran nuestros sitios habituales.

La descripción de Dublín, o mas bien, la reconstrucción que de  ella se hace en el Ulises, tiene dos fuentes principales: el narrador y la conciencia de los personajes; en este articulo se hará énfasis, primero en la Dublín que podemos los lectores reconstruir a partir de las descripciones del narrador y en algunas de las, a mi parecer, mas llamativas referencias homéricas que la ciudad o el espacio como tal, permiten desarrollar a Joyce. Y luego, en la medida de lo posible, se observará el Dublín que se refleja en la conciencia de los personajes, y se tratará de pasar la vista de la ciudad, como espacio en que se desarrolla la novela, a la dimensión simbólica de la misma que, como construcción metafórica, permite tirar un puente que une a Ulises con la Odisea y posibilita además, el desarrollo del monólogo interior.

Como ya se señalo en el Ulises, el nombrar los lugares, más que la evocación pictórica, es la manera como se aborda la reconstrucción de la ciudad: se nombran las calles, las iglesias, los monumentos, los parques, las cantinas, en un acto que parece de invocación, se llama la ciudad reclamando su presencia por medio de una sucesión  de los nombres de sus diferentes lugres:

“Delante de la columna de Nelson los tranvías disminuían la marcha, se desviaban, cambiaban de trole, se encaminaban hacia Balckrock, Kingstown y Dalkey, Cloksea, Rathgar y Terenure, Parque Palmerston y Rathimines superior, Sandymout green, Rathmines, Ringsend y Sandymount toser, Harold’s cross…”

También se presentan en Ulises formas de descripción que van más  allá de la mera nominación y que muestran, pese a localizarse en un solo detalle, imágenes más vivas de la ciudad y puentes metafóricos que unen al Ulises con la Odisea.

Así, por ejemplo, en el capitulo I, o “Telémaco”, donde no suceden muchos hechos explícitos, aparecen claramente definidos: la torre en que vive Stephen Dedalus,  y la relación espacial y metafórica con la mar, que pone de manifiesto la relación con la obra homérica y permite establecer un paralelo entre la escena de Stephen, la compañía de Buck Mulligan y Haines, que no lo satisfacen, su abandono de la torre y su tristeza, con la escena de Telémaco rodeado de los pretendientes de su madre, quien se siente abandonado y solo a causa de la ausencia de Odiseo.

Sin embargo, es claro también que cuando se pasa de la mera nominación a la descripción no se presenta tampoco una descripción mas o menos detallada del lugar, ni una visión de conjunto del mismo, sino, que se nombra un lugar y luego se aísla un detalle del mismo, sin que este se contextualise señalando, por decir algo, la calle en que se encuentra, o la relación espacial del lugar con el conjunto de la ciudad.

Se nombra, por ejemplo: “la vidriera de Yales e hijos” y se aísla un elemento como lo es el anteojo de larga vista; o se hace referencia al cementerio para luego aislar algunos de sus detalles, sin intentar ninguna contextualización espacial:

“cruzó la esquina de la calle Naussau y se detuvo delante de la  vidriera de Yales e hijos, apreciando los anteojos de larga vista” (194)

“el señor Bloom caminó inadvertido a lo largo de los árboles, pasando ante ángeles entristecidos, cruces, columnas quebradas, bóvedas de familia…” (142)

En el capítulo del Hades (VI), además de la descripción aislada que se acaba de señalar, la ciudad, o mas bien su corazón[2], el cementerio, da pie a otra clara referencia homérica: Cuando Ulises visita el Hades, morada de los muertos, en busca de noticias de su patria y de su viaje de regreso; así mismo, Bloom piensa en su padre muerto, como Ulises lo hace de su madre.

Además de los detalles descritos, en el Ulises se pueden encontrar juegos de proyección sonora de la ciudad. En el episodio de las sirenas, como su nombre referencial hace pensar, se encuentra un claro ejemplo de algo que se podría llamar descripción sonora, en la forma en que se presenta la actividad de la cervecería Guinness que, de alguna manera, permite oír lo que ocurre en Dublín:

“carreros de toscas botas hacían rodar opacosonantes barriles que resonaban opacamente desde los almacenes Prince y los tiraban en la chata cervecera.  En la chata cervecera tiraban desde los almacenes Prince opacosonantes barriles hechos rodar por carreros de toscas botas” (147)

En algunos pasajes, el alejamiento a cualquier intento de representación realista se acentúa más, en especial en las innumerables descripciones metafóricas de la ciudad que están a cargo del narrador.

En el episodio de Eolo, Bloom es descrito, al salir de las oficinas del periódico,  desde el punto de vista de otros dos personajes que lo miran desde la ventana.  En la escueta descripción que se ha hecho de Bloom: un corredor de publicidad, forastero y burgués, y en la descripción del cortejo callejero que hacen estos dos personajes que presentan a Bloom caminando seguido por unos niños, uno de los cuales hace zigzaguear una comenta tras de él, se pueden encontrar en este episodio, ayudándonos de William Yorck Tendall[3], dos referencias metafóricas.

Por un lado la cometa: Bloom seguido de los niños es como una cometa al viento en su transitar por Dublín. Por el otro, a partir de la “estela” que deja Bloom como la que deja un barco, permite entroncar el texto de Joyce con el de Homero por medio de un movimiento metafórico que va de Bloom=barco a Bloom Ulises pasando por Barco = Ulises.

De similar manera, las descripciones metafóricas que se encuentran a lo largo del Ulises y muchas alusiones espaciales (por medio del juego con los nombres)  reflejan el afán de Joyce de construir un puente entre su Ulises y la Odisea.

Es así como se entra en una dimensión simbólica de Dublín cuando se deja de lado la nominación y la descripción aislada,  haciéndose  cada vez mas transparente la presencia de la Odisea y de sus figuras que se ocultaban tras la constante nominación de lugares y espacios dublinenses. 

La segunda fuente en que se encuentra información sobre Dublín en el Ulises es la conciencia de los personajes. La conciencia de Bloc mas que la  de Dedalus, se constituye en el principal conductor de imágenes que, a diferencia  de lo sucedido con el narrador, proporciona mas que imágenes de la ciudad pues refleja aspectos de la cultura urbana: canciones, publicidades etc. e introduce además de la dimensión simbólica ya mencionada una dimensión histórica que permite superar el lapso de tiempo de aquel 16 de junio de 1904,  evocando diferentes momentos y hechos de la historia irlandesa.

Por ejemplo, cuando rumbo al cementerio, Bloom pasa por la calle en que vive, su mente toma nota de esa parte de la ciudad en medio de otros reflejos de la vida urbana:

“al dar vuelta en la calle Berkeley, cerca de la cuenca, un organillo callejero envió hacia ellos, persiguiéndolos, un travieso canto retozón de café-concierto. ¿Ha visto alguien aquí a Kelly? Kas e elle i griega. Marcha fúnebre de Saul. Es tan malo como el viejo Antonio. Me dejo en mi propicio. ¡Pirueta!  La mater misericordia. Calle Ecles. Por ahí mi casa. Gran lugar. Pabellón para incurables…donde murió la vieja señora Riordan” (127)

En otras ocasiones, gracias a la determinación histórica de la conciencia humana, que escapa a los límites del 16 de junio de 1904,  se va configurando en el Ulises una presencia histórica, por ejemplo, con la evocación de héroes  nacionales irlandeses por medio de sus monumentos.

Finalmente, cabe señalar que el Dublín del Ulises es  una ficción calcada de la real por medio de la referencia a las calles, parques, bares, monumento etc. en la cual, por medio del ejercicio de constante nominación que realiza el narrador,  se forma toda una ideografía  que revela la constante sombra de la odisea, así mismo, a través de la conciencia de los personajes, la ciudad aparece como una entidad física y simbólica  que vive en el tiempo real de la historia de irlanda a la ves que en el tiempo ficticio de la historia personal de los personajes de la novela.

Por: Jesús Alejandro Villa Giraldo




[1] JOYCE, James. Cartas, 146. en: YORK TINDALL, William. Guía para la lectura de Joyce. Monte Ávila. P,  161. 
[2] Órgano al que se dedica en el esquema de Joyce el capítulo del Hades.
[3] Ver. YORCK TENDALL, William. Guía para la lectura de James Joyce. Monte Ávila. 1969.

La tierra desolada.


“¿Conseguiré al fin poner en orden mis tierras?..
Con estos fragmentos yo he apuntalado mis ruinas”

T. S. Eliot

La desolación es la acción de destruir o arrasar, causando angustia y aflicción extrema entre quienes, no sin espanto, llegan a convertirse –a veces, sin tan siquiera advertirlo– en testigos presenciales, de excepción, de semejantepathos. Una tierra desolada es, en consecuencia, una tierra destruida o arrasada. Aquí por tierra, en el presente contexto (en idioma inglés, land más que earth), no debe entenderse la parte superficial del planeta, sino, más bien, un territorio, es decir, un país, una nación o una formación social entera, un modo de vida y, por ende, un modo de producción, en general. En 1922, un poeta y filósofo anglo-americano, llamado Thomas Stearms Eliot, escribió un poema que cambiaría radicalmente la historia de la literatura del siglo XX. Y cabe destacar el hecho de que ese mismo año fue publicado el Ulises de Joyce, las Elegías de Rilke, el Tractatus de Wittgenstein o el Trilce de Vallejo, entre otras memorables contribuciones a la historia del pensamiento contemporáneo. Precisamente, el poema de Eliot se titula The Waste Land: La tierra desolada. Se trata –quizá– de la más nítida expresión de la desorientación de una época, al borde, precisamente, de la inminente desolación que amenazaba con confundir todos los trazos del desarrollo de la cultura hasta entonces conquistada.

Decía Marx –siguiendo a Hegel, para variar– que los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, por lo menos, dos veces. Pero Marx, a diferencia de Hegel, agregaba que la primera vez se trataba de una tragedia, mientras que la segunda vez se trataba de una comedia. Las nobles figuras de bronce son, bajo la perspectiva de esa segunda oportunidad, transmutadas en mediocres espantajos confeccionados en yeso: “Un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por medio de una revolución, se encuentra de pronto retrotraído a una época fenecida, y para que no pueda haber engaño sobre la recaída, hacen aparecer las viejas fechas, el viejo calendario, los viejos nombres –¡piénsese en el “Negro Primero”!–, los viejos edictos y los viejos esbirros, que parecían haberse podrido desde hace mucho tiempo”. Con la excepción del comentario entre guiones, la frase ha sido tomada literalmente de ElXVIII de Brumario de Luis Napoleón Bonaparte, un conocido ensayo escrito por Marx, en 1885. Su vigencia, en tiempos de revoluciones bananeras, pasma.

Compuesta de citas y referencias heterogéneas, que oscilan entre la solemnidad de las profecías y la crudeza del desgarramiento satírico, La tierra desolada, de Eliot, expone el desencanto y el dolor conscientes de una generación que fue testigo de los horrores de la Primera Guerra Mundial. Sus repentinos cambios de entonación, de tiempo y lugar; su puntilloso registro de la tumoración de un ambiente material y espiritual triste, desgastado, asfixiante –en el que ya, efectivamente, resultaba imposible respirar– forman, sin duda, el compendio esencial de una sociedad a punto de reventar. Era imprescindible llevar adelante el tenaz esfuerzo de “apuntalar” las “ruinas”, siviéndose, para ello, de los mismos “fragmentos” de una Kultur moribunda. Pero no para presuponer o prefigurar una “nueva totalidad”, otro sistema en “circuito cerrado”, sino, más bien, para atreverse, para decidirse a cambiar el rumbo, delineando posibles, relativas, innovadoras y, aún, problemáticas, formas de reconocimiento y reconciliación. Se trata, en suma, de una vívida y penetrante ‘experiencia de la conciencia’, surgida, justamente, de la desolación dejada por una pretendida revolución que, en nombre de la justicia y el “buen vivir”, ha terminado por desatar las peores pestes del resentimiento social, la criminalidad, el parasitismo, la desidia y la quiebra de una de las naciones más prósperas y pujantes de Latinoamérica.

Haber intentado “encajar” el país en un esquema anacrónico, universalmente “aplicable”, metodológicamente “infalible”, al cual, hasta hace poco tiempo, denominaban “el proyecto” y su consecuente “proceso de cambio”, en nombre de un supuesto “pueblo”. La temeridad del dogma y el fanatismo, de las formas abstractas, fijadas por la reflexión del entendimiento. El uso de la fuerza bruta y el engaño continuo, persistente, con el propósito de aplastar la disidencia y transformar la alegría de vivir en terror y muerte. Una sociedad que repudia el mérito y la iniciativa está condenada a la peor de las miserias: la del espíritu. Hoy el país muestra su hambre, sus incontables limitaciones, la amargura de haber sustituido la vitalidad y las ganas por la mendicidad de la ‘malandritud’, el ‘pranato’ y el ‘bachaqueo’. Esta tierra ha sido desolada. Las ficciones y los espejismos promovidos por la demencial figura de quien amaba el poder por encima de todo, ahora muestran sus costuras. Las consecuencias de haber despilfarrado una inmensa fortuna y haber promovido, sin el menor pudor, los morbos de la corrupción, han terminado en el más amargo de los des-encantos. El sueño ha devenido pesadilla.

Es posible que la historia se repita. Vico ha dado cuenta de la discontinua continuidad de los 'cursos' y ‘re-cursos’ de la “naturaleza común de las naciones”. Una naturaleza, al decir del paciente tejedor de la batista, “paralela, pero no sincrónica”. En nuestro caso particular, el uso y el abuso de la épica, la de los llamados “héroes de la patria”, ha servido para la validación de un gran fraude, que lleva ya demasiado tiempo. Lo que nos advierte Eliot, desde el “encuentro en la lejanía” con los ya remotos principios del siglo XX, no consiste en repetir –o en seguir religiosamente– el diagnóstico dejado en su crucial poema. Todo lo contrario, Eliot nos invita a ‘seguir pensando’, a reinventar los posibles e infinitos escenarios de la Leben. La confección de un “programa” definitivo, preconcebido, acerca de cómo habrá que llevar adelante la reestructuración del país, es una afrenta a la inteligencia. La labor consiste, más bien, como dice Adorno, en aprender a curar las heridas que nosotros mismos nos hemos infligido.

Dispersión y concentración, a un tiempo: tales parecen ser los términos, opuestos y correlativos, más apropiados para expresar la energeia y la tensión de la labor en medio de una época signada por la crisis orgánica. Se requiere de los mejores, de los más cautos y prudentes. Indispensable convocar o consultar la inteligencia en el exilio. La situación exige sagacidad. Pero no obsta para que la razón no dé cabida a la firme voluntad de hacer pensando y de pensar haciendo.

De trampas y artificios.

José Rafael Herrera  /  Twitter: @jrherreraucv

Conceptos de trampas y artificios en el pensamiento social.

Es natural pensar que la trampa y el artificio sean expresiones que se vinculan o relacionan, o incluso que sean sinónimas la una de la otra. Así lo estiman, por lo menos, el sentido común y el entendimiento reflexivo, siempre al acecho de 'la cosa misma', habituados, como lo han estado desde siempre, a desestimar los trabajos de la razón. De hecho, la trampa es concebida como una suerte de artificio, una treta, un constructo, precisamente, 'artificial' -y, por ello mismo, no 'natural'-, con base en la cual es posible alcanzar un determinado -y, por cierto, premeditado- propósito por vía non sancta, esto es: a través de un 'camino verde', como se dice en criollo. Es el consabido 'caballo de Troya', no por mera casualidad. Piénsese en Odiseo, ese astuto y sin duda artificioso griego de la antigüedad clásica, también conocido como Ulises, considerado por la gran mayoría de los lectores de la Odisea, la renombrada obra del inmortal Homero, como el primer gran malandro de la historia: un tramposo, un maquinador de oficio, que con argucias fue venciendo nada menos que a los propios dioses, quienes trataban inútilmente de interponerse entre él y su destino: retornar a Ítaca, a casa.



Las trampas son, por lo demás, reconocidas como artificios para cazar, o como puertas ocultas que comunican secretamente cualquier parte de la casa que las posee -piénsese en la “bati-cueva”, por ejemplo-, o como un ardid, o como una deuda en mora. En fin, las trampas son acciones o instrumentos ilícitos, encubiertos, bajo la apariencia de la legalidad. Hay quienes gustan, en este sentido, de hacerle “trampas a la vida”, convencidos de que, mediante su denodada astucia, no sólo conquistarán sus objetivos, sino que, lo cual es aún peor, no serán descubiertos. Pero más peligrosa todavía resulta una determinada forma de saber cuya conditio sine qua non es, precisamente, y siempre según el entendimiento reflexivo, la trampa, o su sinónimo, el artificio. Y es así como se ha llegado a imaginar la posibilidad de que sea la trampa -o su carnal, el artificio, ya a estas alturas da lo mismo- la figura que sustenta al pensamiento dialéctico. Una reciente reflexión en TwitLonger sobre el particular motiva las presentes líneas. Y algunas consideraciones merece dicha reflexión, dado, por un lado, el respeto y admiración que profesa quien escribe al autor de dichas líneas y, por el otro, dada la importancia del asunto de que trata, sobre todo en este crucial momento de crisis orgánica que padece la Bildung nacional, si es que aún puede hablarse de su existencia.

T. W. Adorno y Max Horkheimer escribieron, en 1944, Dialéctica de la Ilustración (Dialektik der Aufklärung), cuyo primer excursus se titula, por cierto, “Odiseo o mito e ilustración”. En ese ensayo se puede leer esta frase: “A partir del encuentro felizmente fallido entre Odiseo y las Sirenas todos los cantos han quedado heridos, y toda la música occidental sufre el absurdo del canto en la civilización, absurdo que sin embargo es al mismo tiempo la inspiración de toda música de arte”. Toda negación determina. El más anciano de los tramposos ha quedado sorprendido en medio de la honestidad que circula por las entrañas del “¡Atrévete a saber!” kantiano. La denuncia contra Odiseo termina vindicando, “al mismo tiempo”, su figura, esta vez no como mito de la ilustración, como trampa vulgar, abstracta, sino como denuncia de la atrocidad, de la violencia, en función de su propia superación. La imperceptible traza que divide la trampa del artificio se deja ver por vez primera.

Así, más allá del entendimiento abstracto, reflexivo, la dialéctica queda fuera de toda sospecha, precisamente por el hecho de ser el modo del pensar que intenta -como decía Adorno- “atravesar el estrecho entre la Escila de lo mecánico y la Caribdis de lo organicista”. La verdad no es ni un presupuesto ni una 'premisa': es esencialmente resultado. Comprendida en su proceso no deja lugar para la contraposición entre “el chingo” y “el sin nariz”, porque no hay dialéctica alguna entre lo blanco y lo negro, términos que, como dice Aristóteles, son contrarios entre sí, pero que no se oponen. Más bien, entre lo negro y lo blanco hay lugar para un tertium datur, para un tercer término: el gris. En cambio, la paz y la guerra son términos opuestos, como lo son arriba y abajo, derecha e izquierda, padre e hijo. Son los términos opuestos los que constituyen una relación dialéctica propiamente dicha, no los términos contrarios ni los contradictorios. Llueve o no llueve. En ello no hay mediación posible.


Que una determinada situación de la historia haga patente el desgaste de su condición civil, al punto de mostrar sus carnes y, con ello, sus trampas, no quiere decir que se le deba atribuir al pensamiento dialéctico la responsabilidad de semejante drama. La dialéctica no es la trampa sino el descubrimiento de la trampa. Ni el “o esto o aquello” forma parte de su itinerario conceptual. El estar en contra de la dictadura de este régimen no implica, dialécticamente, estar a favor del imperialismo norteamericano. Eso no es dialéctica sino, francamente, estupidez. El ya famoso, por recurrente, dicho del galáctico: “O estás conmigo o estás contra mí” no guarda ni una mínima señal de pensamiento ni, mucho menos, de pensamiento dialéctico. El dogma, el sectarismo, el prejuicio, las presuposiciones fanáticas y todo lo que ellas implican, son, precisamente, las formas a partir de las cuales la razón -la dialéctica- comienza su labor desmistificadora. No se trata de asumir la defensa del Presidente Obama porque se está en contra de Fidel Castro. Ni el no ser de Izquierda implica el ser de Derecha. ¿Es posible, desde el punto de vista estrictamente conceptual, ser padre sin haber sido hijo? ¿Es posible pensar la existencia de un “arriba” sin que ese término remita a su término opuesto? ¿No es la derecha el otro de aquél otro sin el cual su propio ser sería absolutamente imposible? ¿Puede existir un mundo en el que el Polo Norte “decida” eliminar al Polo Sur o viceversa? De nuevo, creer que es posible vivir en una sociedad en la que uno de los términos haga desaparecer al otro para poder imperar no sólo no es dialéctico: es una tremenda estupidez. El régimen cubano tiene cincuenta y seis años “liquidando” a su oposición. Después de todos estos años, la oposición cubana, no sólo la interna sino la externa, ha mostrado poseer una fuerza extraordinaria, al punto de que el régimen se ha visto en la necesidad de reestablecer relaciones de reconocimiento con su otredad. Y es de eso que se trata, del recíproco reconocimiento, de la unión de la unión y la no-unión. Cosa que, es evidente, jamás podrá entender ni un reposero de Metro ni un sargentón cuartelero.

No es en virtud de un largo método que surge, como resultado, la verdad. Porque la verdad es, a un tiempo, el recorrido y el resultado del proceso, y sólo al final de dicho proceso surge la verdad. No hay trampas en la dialéctica. Las trampas están dadas en el fanatismo torpe y ramplón de aquellos extremos cuya ceguera no les permite comprender que en el reconocimiento recíproco y sus implicaciones no hay ni trampas ni artificios, sino la más auténtica superación de este doloroso, torpe e inútil desgarramiento. Después de todo, algo sabía Odiseo acerca de este largo periplo. Es menester volver a casa.