Grecia, siempre de nuevo

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A mis queridos colegas del Instituto de Filosofía y Teoría Política
del CEDES y del Doctorado Internacional de Filosofía de la ULA

Filosofía griega perfecta




 El circuito dentro del cual la antigua sociedad de la Grecia clásica llevó adelante el quehacer metafísico, es decir, el oficio de pensar, era infinitamente más pequeño que el del presente. De hecho, comportaba una circunferencia cerrada, o más bien un ovo -al decir de Peter Gabriel-, que constituía la esencia trascendental de sus vidas. Una esencia que, para la sociedad contemporánea, hace mucho tiempo que se fracturó, hasta alcanzar su nuclear estallido en incontables fragmentos. No obstante, toda pretensión de querer retornar sin más a aquella unidad primigenia, originaria de la cultura occidental, redunda en la banalidad y haría imposible la respiración del espíritu en acto. Por más que insista la nostalgia, el regressus, mecánicamente concebido, resulta anti-histórico, reaccionario. Lo cierto es que un abismo separa el ser -“puro ser”- del acto cognitivo y el acto cognitivo de la acción, la voluntad del destino previsible y “seguro”. Toda sustancialidad se ha desvanecido en la reflexión del entendimiento, conduciéndola al otro lado del abismo. La sustancialidad de la sociedad posmoderna es la forma vaciada de contenido. El desgarramiento ha traspasado los cimientos del sentido de la realidad de verdad, para dar cabida a una existencia de ficciones, condenada al tedio de una repetición sin fin, marcada por la mala infinitud.

 Que Pericles haya presidido la Polis ateniense y que Maduro mantenga la tiranía sobre una Venezuela desecha, da la pauta del significado de lo que aquí se ha llamado abismo. Ciertamente, la Grecia clásica fue el núcleo, la semilla, donde se formó la Libertad. Por eso afirmaba Hegel que “entre los griegos nos sentimos como en nuestra propia casa, pues estamos en el terreno del espíritu”, porque Grecia es, además, “la madre de la filosofía, esto es, de la conciencia de que lo ético y lo jurídico se revelan en el mundo de lo divino, de que también el mundo tiene validez”. Y, en efecto, fue en Grecia donde por primera vez el espíritu se da a sí mismo el contenido de la voluntad y del saber. Por eso coinciden las formas del Estado con los intereses de sus ciudadanos, porque para ellos Estado, derecho, religión y familia representan cabalmente sus propios fines. La fértil plasticidad de la vida y de las formas griegas son la temprana y, quizá, la más pujante juventud de la civilización occidental, cuyo mayor legado es el arte en sus más diversas expresiones: las bellas letras, la música, las más diversas creaciones plásticas, la arquitectura, entre otras. Todas sustentadas en la fantasía concreta de su religión natural -como la llamaría Kant-, de la que irrumpe de continuo, potente, la fuerza del Ethos como premisa de su concepto de educación estética, sustentada en el Demos-krátos, esa aventura de vivir en Libertad.

 No es posible regresar a Grecia. Pero Grecia es una referencia ineludible. Es el sine qua non de la inteligencia contemporánea. Como dice Aristóteles, “las cosas se conocen por sus orígenes”. Las cosas no se reducen a sus fines, sino que se hallan en su desarrollo. Solo se puede hablar de resultado cuando se tiene conciencia del propio devenir. El comienzo del espíritu es, por cierto, el resultado de una larga y dolorosa transformación de múltiples configuraciones en el desarrollo de la cultura. Ese es “el calvario del espíritu”. Y la comprensión de cada nueva determinación, de cada nueva figura, no es posible si no se mira hacia atrás, si no se reconstruye el proceso, si no se tiene plena conciencia del punto de partida. El “lo lamento mucho” de Leónidas ante Jerjes, quien lo conminaba a arrodillarse ante él y someterse a su autoridad “divina”, contiene en sustancia no solo el nacimiento de Occidente, sino, con él, su principio supremo, precisamente, la Libertad. Un principio que la mitología griega supo poner en boca de Prometeo, encadenado a una roca por mandato de Zeus. Frente a las exhortaciones de Hermes, para que se inclinara ante Zeus y pidiera perdón por haberle llevado el fuego a los mortales, Prometeo exclama: “Has de saber que yo no cambiaría mi mísera suerte por tu servidumbre. Prefiero seguir a la roca encadenado antes de ser el fiel criado de Zeus”. Claro que es reaccionaria -e inútil, por demás- la pretensión de querer regresar a la Grecia clásica. Ese tipo de “retorno” a “las glorias del pasado” dio lugar -en el caso de Italia- al fascismo y -en el caso de Alemania- al nacional-socialismo. Pero los “retornos” son tan reaccionarios como lo es el perder el recuerdo de los orígenes, un recuerdo -el hilo de Ariadne- que impele a lo concreto pensado y a la consecuente lucha de la autoconsciencia por el aquí y ahora, lejos de dejarse cautivar por el canto de las sirenas del despotismo y la tiranía.

 Como afirma Lukács, “la perfecta eticidad del mundo griego es impensable para nosotros, dado el abismo insuperable que nos separa de él. Los griegos solo conocían respuestas, no preguntas, soluciones (aun cuando fueran enigmáticas), no misterios, formas, no caos. Trazaban el círculo creativo de las formas lejos de la paradoja, y todo lo que en nuestros tiempos de paradojas de seguro ha de conducirnos a la trivialidad, a ellos los llevaba a la perfección”. La dificultad -apunta Marx- “no consiste en comprender que el arte griego y la epopeya estén ligadas a ciertas formas de desarrollo social. La dificultad consiste en comprender que puedan aún proporcionarnos goces artísticos y valgan, en ciertos aspectos, como una norma y un modelo inalcanzables”. Toda crisis histórica encuentra las formas de su superación volviendo la mirada, con la debida atención, hacia las formas esenciales de la antigüedad clásica griega. Por cierto, su gran desempeño filosófico no surgió del hastío o de la ociosidad de unos “sabios” o de unos “físicos”, sino que fue justo en el momento en el cual comenzó a producirse la crisis del Ethos, la separación del individuo y del Estado. Ese es, por cierto, su oficio. Y, desde entonces, Occidente se ha construido teniendo siempre presente el eidos de la unidad primigenia, de la Casa Grande. El Imperio romano, el Renacimiento, la revolución francesa, la filosofía clásica alemana, las guerras de independencia americanas, entre muchos otros escenarios históricos. Aquiles y Alejandro -para no hablar de Ulises, fundador de la ratio instrumental- han sido, y seguirán siendo, el alfa y el omega de Occidente, sus referencias inmortales. No es cosa del azar que en Venezuela se fundara un estado Nueva Esparta o uno Amazonas, o que en algún momento Zaraza fuera considerada como “la Atenas del llano”.

 La “infancia histórica de la humanidad”, en el “momento más bello de su desarrollo”, ejerce un “encanto eterno”, un modelo, una referencia ineludible y continua que, si bien “no podrá volver jamás”, compromete y motiva a todo el espíritu de un pueblo que busca romper las cadenas de la tiranía. Valdría la pena preguntarse si quienes conforman la dirigencia de la autodenominada “oposición” tendrán alguna representación, por más vaga que sea, de esta inagotable fuente de ideas y valores.


José Rafael Herrera
@jrherreraucv
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