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Sol Invictus



Los magos de oriente


«Vinieron unos magos de Oriente a Jerusalén y preguntaron:
“¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?, porque
su estrella hemos visto en el Oriente”».
                                                                                     Mateo.

A Leandro


 La solemne celebración del nacimiento del Sol Invicto -Invicti Solis- tiene su origen en la Roma clásica. A partir de la llegada del solsticio de invierno, el 21 de Diciembre, el día más corto del año, la tierra recibe menos luz, todo se enfría, y enteras regiones del norte se cubren de nieve. A su paso, la oscuridad de la noche se va apropiando de las luces del día, cubriéndolas con su manto de sombras. Pero, justo a partir de ese momento, el sol renace en todo su esplendor. Y, sostenido por las invencibles luces de su renacer, se eleva ante el pueblo romano que, jubiloso, inicia la celebración de las fiestas en su honor. Saturno todo lo devora. Es el dios del tiempo que, antes del reinado de Júpiter, gobernó la edad de oro, también conocida como la era de los iguales. Las fiestas saturnales, proyectadas en su honra, culminaban el 25 de Diciembre. Una estrella, la más resplandeciente de todas, presidía las fiestas. Solo entonces los magos anunciaban el nacimiento del redentor y, con él, del final de la tiranía de las sombras. Era la proclama del inicio de un tiempo de emancipación, de una nueva era para la humanidad.      
 La palabra “mago” proviene de Persia y significa sacerdote o, más específicamente, seguidor de la antigua religión de Zoroastro o Zarathustra, fundador del mazdeísmo y autor de los cánticos sagrados compilados en el Avesta, que datan del siglo VI antes de Cristo. Los “magos” zoroastristas, al igual que los judíos, creían en la llegada de un Mesías, cuyo nacimiento, dado a luz por el vientre de una virgen, sería anunciado por una estrella. Estudiosos de las constelaciones, los sacerdotes o magos esperaron pacientemente el momento indicado por el firmamento para seguir el rumbo de la estrella, y así poder ser testigos presenciales del nacimiento del rey de reyes, como lo llamaron. Y es que se trataba, nada menos, que del alumbramiento del hijo de mismísimo Dios.
 A pesar de ser un devoto del más ortodoxo rigor, Dionisio el Exiguo no se distinguió, precisamente, por señirse a los detalles en la elaboración de sus cómputos matemáticos. Monje y erudito escita del primer siglo de la era cristiana, Dionisio tuvo el encargo oficial de calcular el año del nacimiento de Jesús de Nazareth, con el fin de establecer el Anno Domini (A.D.), el calendario sustitutivo de los calendarios paganos que le precedían, y al cual debía ajustarse el nuevo orden de las cosas. Para saber cuando nació Jesús, el monje basó sus cálculos en la cantidad de años que gobernó cada emperador romano, sumándolos de forma regresiva, hasta llegar al año del nacimiento de Cristo. En efecto, su nacimiento se produjo durante el reinado de Augusto, quien gobernó Roma desde el año 31 aC hasta el 14 dC. No obstante, durante los primeros cuatro años de su mandato, Augusto gobernó con su nombre verdadero, Octavio. Y cuando Dionisio estaba haciendo sus cálculos, tuvo un descuido: olvidó sumar esos primeros cuatro años. Pero, además, olvidó el 'año cero', pasando del año primero aC al año primero dC. En una expresión, al calendario de Dionisio le faltan cinco años, y desde entonces la era cristiana ha llevado a cuestas este descuido. La humanidad entera celebró el milenio en el año 2000, cuando debió haberlo celebrado cinco años antes, en 1995. Y por la misma causa, Jesús de Nazareth nació cinco antes de su propia era. 
 Cuando Dionisio elaboró su calendario, la fecha exacta del nacimiento de Jesús ya había desaparecido del recuerdo de sus seguidores. Tuvo la Iglesia que adoptar una fecha cercana al solsticio de Invierno, que el emperador Aureliano había hecho oficial en el año 274: la del nacimiento del dios Sol Invictus, es decir, el 25 de diciembre, sustituyendo así la celebración pagana por la cristiana, porque, -argumentaban- así como la claridad del sol termina venciendo las tinieblas, la bondadosa luz de Jesús termina venciendo la oscuridad del mal. En todo caso, y más allá de los solapamientos cronológicos, litúrgicos o de los sincretismos religiosos, a los efectos de poder precisar la fecha del nacimiento de Jesús, resulta necesario tener certeza del paso de la estrella de Belén sobre el firmamento, es decir, reconocer, más en detalle, el periplo de la estrella que seguían los magos, sacerdotes de la doctrina de Zoroastro.
 Según Michael Molnar, astrónomo y especialista en historia de la astrología antigua, profesor de la Universidad de Rutgers, en New Jersey, el día 17 de Abril del año seis antes de Cristo -“la noche en la que los pastores vigilaban sus rebaños”, como dice Lucas, el evangelista-, Júpiter, “la estrella de los nuevos reyes”, iluminaba el cielo de Belén. Tómese en cuenta el hecho de que en esa ciudad, enclavada en los montes de Judea, los rebaños salen por la noche sólo seis meses al año, de abril a septiembre. No salen en diciembre, porque hace demasiado frío. De modo que, según la descripción dada por los evangelistas y estudiada por los expertos, si Jesús nació en Diciembre lo hizo sin la presencia de la “estrella” de Belén y sin ovejas pastando cerca de su pesebre. Pero si hubo “estrella” y ovejas, entonces la fecha no fue en diciembre, sino en abril. Por siglos, la cultura occidental ha celebrado, con los antiguos césares romanos, el nacimiento del Sol Invictus en nombre del adventus Redemptoris. A lo cual se han ido sumando algunas otras festividades tradicionales del norte de Europa, como la fiesta del Yule o celebración pagana del solsticio de invierno, en la cual la noche más larga del año guardaba consigo la promesa de que, a partir de ese momento, los días irían creciendo y, con ellos, mejoraría la cosecha. Para celebrarlo, las tribus festejaban durante doce días continuos con abundante carne y cerveza. Un gran tronco de yute, que hacían arder, presidía las festividades. Anunciaba el nacimiento de dios. En las casas se colocaban troncos de yute -abeto o pino- que simbolizaban el árbol de la vida, especialmente para la protección de los hogares contra los espíritus de la oscuridad. Pues bien, ese es el origen del árbol de Navidad que la cultura cristiana terminaría haciendo suyo.
 Y sin embargo, muy a pesar de los entendidos -o de los malentendidos-, sobre los cuales se han elevado tantas reliquias de piedra, de yeso, de cartón o de silicona -tantos dogmas, tantos prejuicios, condenas e imposiciones encubiertas o abiertas-, la historia de la celebración de la Natividad confirma su grandeza por sí misma. El espíritu de humanidad (Weltgeist) la anima. Es lo extraordinario y sorprendente de su encanto. Cada celebración de la Natividad representa un nuevo comienzo, una nueva oportunidad que no depende ni de las estrellas ni de los árboles, sino de la fe en sí mismo, en el deseo de cambio, la libre voluntad y el propio esfuerzo. Es la promesa del renacimiento de los valores fundacionales de Occidente, tan maltrechos por estos días que corren. Pero precisamente por eso, conviene tener presente que es tiempo de rectificación. Rectificar significa reconocer los errores cometidos a fin de enfrentar el mal del que también se es responsable. Es el deseo consciente de luchar para vencer las tinieblas de la tiranía y la tiranía de las tinieblas. “Ten el valor de equivocarte”, decía Hegel. Para lo cual es imprescindible enmendarse. Ese es el significado real de la Navidad: es el Sol Invictus en el que siempre brilla una nueva oportunidad para poder comprender y superar. Y es en esto consiste la “revolución copernicana” llevada a cabo por Jesús de Nazareth. La Navidad exhala el aroma de la libertad. Por eso Hegel llamaba al cristianismo “la religión de la libertad”. En la conciencia, que con cada año vuelve a nacer, la fe y el saber se reúnen para celebrar el triunfo de la humanidad libre. Afirmaba Spinoza que Jesús ha sido siempre “la verdad esencial del humanismo” y “el mayor ejemplo de serenidad racional”.     



Cierre de un ciclo (inicio del fin)



“Un Estado estará bien constituido y será fuerte en sí mismo
cuando el interés privado de los ciudadanos esté unido a su
fin general y el uno encuentre en el otro su satisfacción y su
realización”
                                                                           G.W.F. Hegel

Representación visual de la fusión de elementos civiles y militares según Hegel, mostrando la creación de un estado de corrupción y la ineficiencia resultante del colapso social, con un estilo reminiscente de una reacción nuclear


 En las Lecciones sobre la Filosofía de la historia universal, Hegel, al referirse a los designios de la astucia de la razón, afirma que en la historia los particulares tienen sus propios intereses por encima del bien común, sus propias motivaciones y deseos, pero que, precisamente por el hecho de que sus motivaciones son particulares, tarde o temprano ellos, junto con los intereses que los motivaron a actuar, se desvanecen sin proponérselo para dar paso a un movimiento muy superior al de sus mezquinas apetencias personales. Algo -quizá mucho- de “la mano invisible” sugerida por Adam Smith hay en este argumento de Hegel. Un adagio popular venezolano resume con sorprendente nitidez la tesis hegeliana: “cachicamo trabaja pa' lapa”. Los particulares tienen la ilusión de ser el poder encarnado, personificado, pero, en realidad, son utilizados en los fragores de la lucha general para terminar -no pocas veces- siendo sus víctimas. Y es así como, en los llamados procesos históricos, los particulares terminan siendo, al final, simples “cartuchos quemados”. Lo extraordinario de esta astucia de la razón -así la llama Hegel- es que la voluntad general de un determinado pueblo necesita -sine qua non- de la acción de los particulares para llegar a ser lo que se propone, es decir, para conquistar sus objetivos. Pero en el tortuoso camino de la concreción del fin los actores principales -sus cabezas visibles- van cayendo en el camino, uno a uno, aplastados por las ruedas del molino de la historia que ellos mismos construyeron. Todos terminan aplastados. Unos van presos, acusados de ser criminales, incluso por sus antiguos compinches; otros tienen que huir despavoridos, llevando consigo la jaula de acero que ellos mismos se construyeron; otros aparecen asesinados sin la menor explicación; y otros o se suicidan o se mueren de cáncer. Parafraseando el Tractatus de Spinoza, el prepotente derroche de poder, las multimillonarias sumas de dinero birlado o los vicios y excesos de placeres sensuales, bien sea con barraganas o con barraganos, terminan desvaneciéndose. Una vez más, como decía Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.         
 Nadie puede negar el hecho de que los jerarcas del actual régimen venezolano -cuya característica más resaltante es la de su progresivo deslizamiento desde las formas ideológico-políticas consustanciadas con el totalitarismo nacional-socialista o con el fascismo tropical hasta su ya inocultable, abierta y directa, condición de cartel gansteril-, al principio, conformaron una junta de gobierno cívico-militar, compuesta por egresados de las academias militares y de las universidades nacionales. La denominada 'fusión civil-militar' fue, en realidad, la mayor perturbación ideológica que hiciera el extinto teniente coronel al quehacer político nacional, durante los años ochenta y noventa del pasado siglo, estando aún bajo el tutelaje de Douglas Bravo. Porque no se trataba de una simple alianza de lo uno con lo otro, como tampoco de la más compleja idea de unidad de lo militar con lo civil, sino, en sentido estricto, de una fusión.
 Fusionarse consiste en integrar varios elementos indeterminados en una entidad determinada. Así, lo militar dejó de ser militar y lo civil dejó de ser civil, para que los unos y los otros se fueron transformando, progresivamente, en vulgares criminales. En el lenguaje de la física, se trata de una reacción nuclear producida por la combinación de dos núcleos ligeros que se transforman en un único núcleo pesado. Y vaya peso el de forzar a un país pujante, colmado de las mayores riquezas naturales, a terminar arruinado y desmembrado. De dicha fusión resultó, pues, el nuevo elemento. Si se permite la analogía, podría afirmarse que así como la fusión nuclear del hidrógeno en el sol origina la energía solar, de la fusión nuclear de lo civil con lo militar se originó el gansterato. Ya no se trata de civiles o de militares conformando una alianza sino de un nuevo elemento, de una nueva forma de concebir la realidad, y, como diría Gramsci, de una nueva conformación hegemónica: la gansterilidad.

 Solo así se puede comprender la necesidad forista de las asambleas constituyentes en Latinoamérica y los intentos de creación de “nuevos Estados”, más cercanos al modelo político de las autocracias orientales -China, Rusia, Irán, Corea del Norte, Siria- que al Estado moderno occidental. No más sociedad política y sociedad civil, sino un Estado totalitario, cuyo fin último se propone el control absoluto de la sociedad civil, es decir, su más absoluta desnaturalización, y, por ello mismo, su consecuente desaparición. Esta es la razón por la cual se ha insistido en la conformación de un modelo de producción estatal que -por cierto- no produce, con la cada vez menor participación de la iniciativa privada en la producción económica. Las ficciones de un supuesto empresariado nacido a la sombra de la consigna “Venezuela se arregló”, ya ocultaba lo que ya se podía percibir desde los violentos tumultos de Las Tres Gracias en Caracas o desde La Liria merideña: que cuando se empobrece el espíritu de un pueblo tarde o temprano se descubre la corrupción inmanente a sus estructuras jurídico-políticas. Es lo que explica el pasaje de las expropiaciones y la estatización de empresas y tierras hasta la depauperación de todo un país, o la creación de instituciones oficiales paralelas a las ya existentes hasta la bancarrota del espíritu republicano. Es verdad que los zánganos ocupan una función determinada en los panales de las abejas. Pero si en un panal los zánganos logran asumir la conducción absoluta inevitablemente el panal llega a su fin. De modo que, de proseguir condenada a la administración sistemática de esa degenerada 'fusión cívico-militar', Venezuela, y lo que resta de su arruinado aparato productivo, más temprano que tarde colapsará definitivamente. Dejará de ser.


 Ya de suyo, y por su propia naturaleza objetiva, el modelo en cuestión parece haber puesto en evidencia sus contradicciones inmanentes. Subjetivamente, el fin final parece tocar a la puerta. Ha llegado el momento de los adioses, el profético Pedes eorum qui efferent te sunt, ante ianuam. Las llamadas “condiciones materiales de existencia” han servido la mesa para lo que se viene. La cacareada “guerra económica”, la excusa de las sanciones y del “sabotaje” ya no cuentan. Son el eco lejano de quien se niega a reconocer tercamente la derrota. Lo saben, pero los regímenes totalitarios suelen expiar sus incapacidades sobre el resto de la humanidad.


 La pobreza material se mide por la pobreza espiritual y ésta por la pobreza de las formas del lenguaje, a las que ha sido sometida la población durante los últimos tiempos. La ineficiencia crónica está directamente relacionada con la corrupción. La fórmula es sencilla: mientras mayor es el grado de ineficiencia mayor es el de corrupción. La pobreza de Espíritu y la corrupción, más que un asunto material, son formas de la inadecuación del Ethos del ser social. Decía Spinoza que la superación de dicha inadecuación estaba en el orden y la conexión de las ideas y las cosas. El Bien supremo es el resultado de una correcta formación educativa: el mal -dice- es la consecuencia visible de la ignorancia.
 Bajo las actuales circunstancias, no pareciera posible establecer relación alguna entre el aroma del contento, propio del Bien Supremo spinoziano, y las fétidas emanaciones que brotan del “poder popular para la suprema felicidad”. No sin astucia, el “tren de la historia”, que tan pomposamente decían conducir, terminará por llevarlos a sus respectivos destinos: al infierno como prisión o al tormento del mal recuerdo. Cronos devora a sus hijos. La historia sorprende a los que anhelan el poder para siempre. Es un terreno movedizo, inestable. Poco propicio para la eterna felicidad de los tiranos.      
        

De la Heteronomía: La Dominación del Ser en la Sociedad Contemporánea

Imagen conceptual de un pastor guiando a un rebaño de ovejas sobre una montaña, simbolizando la heteronomía y la sujeción en la filosofía social






A mi querida sobrina Jeli Herrera, violista,


concertista y amante de la libertad





“Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional -o más


bien de abuso-, son los grilletes de una permanente minoría de edad”


                                                    Immanuel Kant, ¿Qué es la Ilustración?





En el campo de la filosofía práctica, el fenómeno de la heteronomía se comprende como la experiencia de la conciencia de un sujeto dependiente, sometido a un poder que -se presupone- lo sobrepasa y lo abruma. Se trata de un poder que le ha sido impuesto desde afuera, ubicado por encima de la autenticidad de su ser social. Un poder que, abstractamente, le dicta conductas, normas o reglas que obligatoriamente debe cumplir y que le impiden desarrollarse como ser autónomo, libre, activo, racional, reduciéndolo a cosa o, en todo caso, a un ser genérico, subalterno e indeterminado. Heteronomía es, en consecuencia, la condición sine qua non que impone la voluntad de uno -o de algunos- sobre la libre iniciativa del resto de la ciudadanía. Al aceptar su dominio, el “yo quiero” queda sometido a una fuerza imperativa que le resulta impuesta, ajena y hostil, transmutándolo, como dice Marx, en la más nítida expresión del ser enajenado, extrañado de sí mismo.  


El presupuesto del cual surge la heteronomía tiene su punto de partida en la figuración de que los individuos que componen todo posible cuerpo social, en general, no son lo suficientemente maduros para tomar decisiones por cuenta propia, por lo que deben necesariamente ser guiados, orientados y conducidos por quienes se autoperciben como los más ladinos y osados, aunque no siempre sean los mejor preparados -pero sí los más fuertes- y afirmen saber más del discurrir moral, social y político que el resto de la población de “niños grandes”, de “enanos mentales”, de eternos “menores de edad”, incapaces de decidir y valerse por sí mismos. Son ellos, los muy “maduros”, los “robustos gigantes” descritos por Vico, los “guías materiales y espirituales” de aquellos que actúan como críos, carentes como son de adultez y, en consecuencia, de toda eventual responsabilidad. Son los “pastores” de un numeroso rebaño de ovejas que, sin ellos, quedarían descarriadas y sin rumbo. Son los profetas iluminados, las muletas de los inválidos, los llamados a canalizar las desbordadas pasiones de los menos formados y más inconscientes, a fin de que no se desvíen el camino recto, del orden establecido, y acepten el régimen de obediencia y sumisión que se les ha implantado. Porque el “orden” no puede ser otro que el que ellos han sancionado. Ellos, los padres de la manada, los caciques de la tribu, quienes sabiamente han definido y colocando, además, los controles de rigor. De ahí que las sociedades donde impera la heteronomía sean, justamente, sociedades caracterizadas por el imperio de los controles. 


Frente a la conocida expresión: el cielo es el límite, cuya sola idea exhorta al sujeto a llevar sus conquistas más allá de toda posibilidad, el promotor de la heteronomía responderá, no sin cierta -y siempre sentenciosa- solemnidad, que, más bien, el límite es el único cielo permitido. Cuestiones del poner, del fijar (Setzen). Una característica esencial de la mera 'reflexión del entendimiento abstracto', como la denominara Hegel. De este modo, los miembros de las sociedades heterónomas terminan atribuyéndole su propia institucionalidad, su ordenamiento social y hasta su propia existencia, a una incuestionable autoridad: el Comandante supremo, esté vivo o muerto, pero siempre ubicado por encima del resto del ser social. No importa el nombre que reciba este ser “superior”, tampoco el nombre que reciba, a lo largo de la historia, esa formación social. Los resultados siempre serán los mismos: el autoritarismo, la dependencia, la manipulación, la explotación, la degradación, la corrupción, la impotencia.


Las sociedades sometidas al imperio heterónomo son, pues, sociedades barbáricas. Los griegos empleaban la expresión “bárbaro” para definir a todo aquel que “balbucea” como un “menor de edad”, como un niño “mal educado”. Decía Aristóteles que bárbaro es el que se encuentra gobernado por tiranías o despotismos en sentido estricto, lo que lo convierte en un esclavo. De hecho, según Aristóteles, el bárbaro erige a sus gobernantes con el fin de cubrir sus necesidades básicas, a diferencia de las sociedades maduras, constituidas por ciudadanos libres, cuya meta es la de vivir en y para la autonomía y el consecuente desarrollo.


Es cuestión de vocación militarista la obsesiva promoción de la heteronomía. No hay un fenómeno más afín a los regímenes totalitarios o autocráticos que la institucionalización de la heteronomía. “No razones: adiéstrate”. Pronto las sociedades se transforman en inmensos cuarteles o en gigantescos campos de concentración en los cuales se “administran” o “controlan” la alimentación, la salud, la educación y la cultura, la vivienda, las finanzas y la industria, pero, sobre todo, la violencia, por un lado, y los medios informativos y comunicacionales, por el otro. En fin, todo tiene que ser controlado, siempre en función de garantizar  “el orden”, “la paz” y “el progreso” en sentido orwelliano. La humillación llega, de este modo, al máximo. La objeción, la duda, el juicio, el pensamiento en cuanto tal, el derecho a la diferencia o a la protesta, quedan fuera de la ley, están sancionados, y son concebidos como claras manifestaciones de “terrorismo” y alta “traición a la patria” y a los intereses del llamado “colectivo”, es decir, del cártel que sostiene los hilos del poder. 


La consigna y la etiqueta -o como dice Kant, los “principios y las fórmulas”- sustituyen al pensamiento para dar paso al servilismo, al ser pasivo y resignado que espera pacientemente el crucial momento de la llegada de la electricidad o del agua potable, de la leche, del papel higiénico o del aceite al centro debidamente “controlado” de suministros. La educación abandona los contenidos para dar paso a las formas vacías, a las búsquedas formales, a los “métodos” que trastocan la construcción de la verdad en banal instrumento de medición. El lenguaje se entumece. La salud deviene ejemplo de la más indigna de las miserias humanas. Las empresas no producen, porque lo importante no es producir -¡oh, contradicción!- sino obtener un ruin aumento salarial. Entre tanto, las calles se cubren de la más salvaje violencia en manos de las squadre o falanges o comités de defensa -es igual- de un 'proceso' que ni lo es ni puede llegar a serlo. El objetivo sigue siendo el mismo: mantenerse en el poder por el poder, única fuente posible para el triste y grotesco espectáculo del enriquecimiento ilícito. Entre tanto, la heteronomía se hace carne y sangre de las mayorías, pues “el modelo” comporta mecanismos para su reproducción continua: no se educa para la libertad y la autonomía, se “educa” para la vil sumisión.


Kant fue el primero de los filósofos modernos en advertir acerca de los perjuicios de una sociedad heterónoma, carente de autonomía: “Es difícil para todo individuo lograr salir de esa minoría de edad, casi convertida ya en naturaleza suya. Incluso le ha tomado afición y se siente realmente incapaz de valerse por su propio intelecto, porque nunca se le ha dejado hacer dicho ensayo. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional -o más bien abuso- de sus dotes naturales, son los grilletes de una permanente minoría de edad”.


“¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!”, afirmaba el gran pensador de Königsberg en su tratado explicativo de la Ilustración. Para salir de la heteronomía Kant recomendaba tan sólo una exigencia: la libertad de hacer siempre y en todo lugar uso público de la propia razón.

Siguiendo la huella de Giordano Bruno: Un icono de la resiliencia y el cambio filosófico


Sobre las huellas de Bruno.
Un auténtico creador, un portador de cambios radicales o un genuino dirigente político, es aquel que logra entusiasmar y organizar la fantasía concreta, propicia para la construcción de una nueva sociedad, de un nuevo modo de ser y de pensar, que reafirme los valores sustanciales de la civilidad. Para ello, no pocas veces, deberá enfrentar toda clase de trabas, intrigas, falsas acusaciones, descalificaciones y riesgos, tanto como la prisión, la tortura o los atentados contra su vida. Deberá, en fin, vencer una serie de obstáculos que, en el camino, le van poniendo, paso a paso, aquellos que tratan de impedir la transformación necesaria para el progreso social. Los reaccionarios acostumbran ir en contra de la razón y del devenir de la historia, pues cada modificación posible les resulta incompatible con sus mezquinos, sus muy ruines intereses, estrictamente personales. El “vil egoísmo” cree que la clave de su triunfo consiste en silenciar los “peligros” que brotan de la inteligencia de quien porta y comporta el cambio. Craso error. A pesar de ello, y convencido de la fuerza de sus ideas, el auténtico agente de la transformación persiste, no se dobla y no se deja doblar. El que se canse pierde, dirá. Y toma la decisión de seguir su camino: va “contagiando” a los más desprevenidos tanto como a los más despiertos. Nada lo detiene: se mantiene firme en sus convicciones bajo cualquier circunstancia, a fin de recomponer, una y otra vez, la voluntad general, eso a lo que Hegel designaba con el sagrado nombre de “Espíritu de pueblo”.

Sobre las huellas de Bruno. Un auténtico creador, un portador de cambios radicales, enfrentando obstáculos, prisiones, torturas, y la Inquisición, con una estatua de Bruno en Piazza dei fiori, Roma, mostrando firmeza y dignidad, triunfando sobre el fanatismo y la ignorancia

Es probable que, para los muchos, el nombre de Giordano Bruno no signifique nada, y que para otros sea, si acaso, una referencia bibliográfica, un dato más, que alguna vez se tuvo que ubicar en algún cajón del gran archivo de la llamada “cultura general”, ese gran museo de cera del entendimiento abstracto, tan afín al “establishment” teológico-político. Ha sido –y sigue siendo– tanto el interés por silenciarlo, por borrarlo de la historia o, en todo caso, por convertirlo en una sombría referencia del pasado, o más bien, en un sombrío recuerdo, que, casi de inmediato, el asunto llama poderosamente la atención: es decir, despierta cierta suspicacia, por no decir sospecha. Se oculta aquello que se pretende hacer des-aparecer, aquello que no conviene, no interesa, que sea encontrado. Pero cuando a algo –o a alguien– se le intenta ocultar de continuo, durante cuatrocientos años, es porque la empresa, a pesar de los constantes esfuerzos, ha resultado inútil. De hecho, y a pesar de todos los esfuerzos por borrarlo de la “memoria de la humanidad”, Bruno sigue siendo una estimulante y continua referencia para la cultura contemporánea. La trampa siempre sale, dice un adagio popular. El fuego, inmanente al pensamiento de Bruno, logra derretir, una y otra vez, la cera del gran museo del poder.

Existe una estatua de Bruno en Piazza dei fiori, en Roma, cerca del Vaticano, justo en el locus donde fue quemado vivo en la hoguera por la “santa” Inquisición, en 1600. Su rostro es firme, áspero. Sus ojos acusantes miran hacia la institución eclesiástica, la denuncian como la causante de haber sentenciado a un inocente, con el propósito de promover la ignorancia y, por eso mismo, de mantenerse en el poder. La prisión a la que le sometieron antes de ser sentenciado solo sirvió para fortalecer sus convicciones. Lejos de derrumbarse, Bruno se negó a ceder, soportando su martirio con sorprendente firmeza y dignidad. Conforme pasaban los días y se defendía una y otra vez frente a las “pruebas” que el tribunal le imputaba, y a sabiendas de que la decisión de condenarlo ya había sido tomada antes de efectuarse el juicio, su fortaleza espiritual era mayor. Cuando se le preguntó si se retractaba de los “pecados” cometidos, dijo, con énfasis, “No lo haré. No tengo nada a lo que deba renunciar, y tampoco sé a qué debería renunciar”.

El fanatismo –como todos los “ismos”– nubla la capacidad de pensar, disuelve la objetividad, enajena: enferma. Como afirma Spinoza –quiérase o no, uno de los herederos de Bruno que, como él, también fue objeto de excomuniones y maldiciones–, los “poderosos”, para mantenerse en el poder a toda costa, promueven idolatrías, crean catecismos, imágenes, símbolos ficticios, llenos de falsas expectativas y promesas. Pero también, y por eso mismo, deben dar “ejemplos” contundentes, auténticas “lecciones”, para propiciar el temor, la segregación, la desmovilización, el abandono de los espacios de resistencia, con el firme objetivo de frustrar toda iniciativa de cambio y hacer creer que son inderrotables y, más aún, indestructibles.

La sentencia contra Bruno, encontrado “culpable”, fue, finalmente, dictada: “Tomad al hereje bajo vuestra jurisdicción y que quede sometido a vuestra decisión, para que de tal modo sea castigado con la pena debida”. Los cargos que se formularon en su contra fueron: “Hereje impenitente, obstinado y pertinaz”. Entre sus “pecados” mortales se cuenta el haber afirmado la infinita unidad del universo, y que el Sol es una estrella de mayor tamaño que la Tierra, un diminuto planeta que se mueve dentro de la inmensidad del espacio. Entre los “pecados” inmortales solo bastará con citar uno de sus pasajes más elocuentes: “Aquel que desea filosofar debe dudar de todas las cosas. No debe adoptar ninguna postura en un debate hasta no haber escuchado las distintas opiniones, examinado y comparado las razones en pro y en contra. Nunca adoptar una posición basándose en lo que ha oído, en la opinión de la mayoría o en el prestigio del orador, sino que debe proceder mediante una verdad que pueda ser comprendida mediante la luz de la razón”. Bruno estaba, sin duda, del “lado correcto de la historia”.

Cuando se le informara de la sentencia, Bruno pronunció estas palabras: “El temor que sienten ustedes al imponerme esta sentencia es mayor que el que siento yo al recibirla”. Su ejemplo es, aún hoy, motivo de lucha por la verdad y la libertad. Quizá como ningún otro pensador a lo largo de la historia por conquistar una vida orientada por el reconocimiento, la paz y el progreso en democracia. En síntesis, por la eticidad. Al final, y a pesar de todo, Bruno triunfó.

La sombra del Hierofante


Hierofante con túnica púrpura con bordados dorados, botas de Tracia, con una cinta blanca de estroncio, encabezando una procesión desde Atenas a Eleusis, simbolizando el regreso de Perséfone del inframundo, con Deméter, representando la transición de la oscuridad a la luz, y el nacimiento de una nueva era


“Velando las semillas, la novia acecha una flor revelada..

perdida en el pensamiento en busca de la visión,

como la luna eclipsó al sol, dando los mismos pasos

vislumbrando su propio destino, por venir a derretirse

en el vacío del sueño del que nunca puede huir..

las lágrimas llenan las fuentes rompiendo su promesa

de sanar, ondulando las aguas que reflejan un ideal terminado,

pensamiento profundo despojado de la visión,

como la luna eclipsó al sol”.

Steve Hackett, La sombra del Hierofante


Decía Hegel que lo inanimado y el moho contentan a los muertos eternos, “¡los muy sobrios.., en balde..”. Y sin embargo, el alma de los hechos es “el alto pensamiento, la fe sincera, de que una Deidad, aunque todo se hunda, nunca se desmorona”. El pensar es, de suyo, un hacer, tanto como el hacer es un pensar. Después del esfuerzo por redimir la condición ciudadana, todo apunta a la llegada de la aurora en un nuevo amanecer, que va dejando tras de sí la tenebrosa y pesada noche del siniestro abismo. La cruel barbarie ritornata va llegando lentamente a su fin, se viene, bajo el inexorable mandato de Deméter -“la tierra madre”- y de su hija, Perséfone -“la que avienta el grano”-, celebrando el culmen de la era de Hades, de los muertos y sus horrores.

Hierofante es la representación de la señal, quien hace posible que lo sagrado aparezca (erscheinen). Pero todo aparecimiento ante la luz, todo develamiento, solo puede surgir de la sombra. Cuando aparece ante él, la figura del Hierofante amplía tras de sí lo que antes tuvo enfrente. Y su labor, ahora, consiste en la confirmación de la llegada de la luz, pero a condición de no poder evitar el recuerdo presente del oscuro abismo. En la Grecia clásica, el Hierofante ocupaba un rango de distinción entre los sacerdotes del culto de Eleusis, siendo el responsable de interpretar sus sagradosmisterios y de instruir a los iniciados. Miembro del antiguo linaje de los eumólpidas, el Hierofante vestía una larga túnica púrpura con bordados dorados y calzaba botas tracias. Su cabeza estaba adornaba con una cinta de estroncio, blanca, irradiante. El culto eleusino que presidía estaba vinculado con la diosa Deméter y con su hija Perséfone, secuestrada por Hades y obligada a desposarse con él. En efecto, Kore la de níveos brazos -como también se le conoce-, hija de la diosa de la vida y la fertilidad, fue llevada al inframundo para convertirse en la eterna acompañante del dios de las tinieblas. Desesperada y deprimida, sin conocer su paradero, su madre se dedicó a buscarla, descuidando sus labores en la tierra. Al poco tiempo, todo se congeló, por lo que Zeus obligó a Hades a devolvérsela, enviando a Hermes por ella. Pero Hades, le había dado de comer seis semillas de granada, lo que indefectiblemente la obligaba a volver cada seis meses al inframundo. Los primeros seis meses corresponden a la primavera y al verano. Los otros seis al otoño y al invierno. Por eso, cuando Deméter y Perséfone están juntas la vegetación florece en la tierra, pero cuando Perséfone vuelve con Hades al inframundo la tierra se congela y se vuelve estéril. 

Fue justo durante su viaje al reino de las sombras que Deméter reveló los misterios eleusinos, cuyo objetivo principal se centra en el cultivo. De hecho, la diosa enseñó a Triptólemo, hijo de Céleo, los secretos del arte del cultivo y, a través de él, al resto de la población griega. Triptólemo cruzaba el país entero en un carro alado, mientras las diosas lo protegían y ayudaban a completar su misión de educar a toda la sociedad. No es casual que los únicos requisitos para poder participar en los misterios eleusinos consistieran en carecer de “culpas de sangre” -es decir, de no haber cometido asesinato alguno- y de no ser un bárbaro. La Paideia griega -los elementos fundamentales para la formación que hacían de un individuo una persona apta para el ejercicio de los deberes cívicos- tiene sus orígenes en estas enseñanzas míticas que llegaron a trascender con creces los límites de la inmediatez -con la siembra de cereales- para devenir constructo objetivo de ciudadanos educados en la virtud, mediación inmanente -praxis- de y para el cultivo del Espíritu de un pueblo. Los ritos eran celebrados dos veces al año. Se pasaba de los misterios menores a los mayores. Una marcha inmensa por la vía sagrada, desde Atenas hasta Eleusis, era animada por la recreación del renacimiento de Perséfone. 

Las Cosas hechas, las cosas mostradas y las cosas dichas: estas eran las tres partes en las que consistían los mysteria. Lo cierto es que quienes participaban en aquellos rituales sagrados terminaban cambiando para bien y para siempre, y nunca más le temían a los muertos. Como encargado de hacer aparecer (erscheinen) -o de hacer evidente- lo auténticamente sagrado y, en consecuencia, como mediador de lo divino y de lo humano, la figura del Hierofante comporta la rectitud ética y -más allá del conocimiento- el compromiso por el re-conocimiento, porque son estos los cimientos sobre los cuales surgen las sociedades libres. La negación de lo que ha sido impuesto es la primera determinación del ser social. Solo ella suscita la objetivación de la lucha por los valores del Espíritu. 

Y nada es más auténticamente sagrado que la lucha por libertad. La mediación - cosa muy distinta a las mezquindades de la medianía-, es el elemento esencial del desarrollo del pensamiento dialéctico. Durante el llamado “período de Frankfurt”, Hegel logró -gracias a su entrañable amigo Hölderlin- salir de la peor crisis existencial y conceptual que sufriera durante su vida. Terminada esa época, que él mismo calificó como la de una “manía de hipocondría” o como el “punto nocturno de la contradicción”, logró exponer, avant la lettre, su concepción de la dialéctica en un ensayo, no siempre bien interpretado, que Dilthey-Nohl titularon como el Systemfragment de 1800. Poco tiempo antes, Hegel había escrito un poema dedicado a Hölderlin, cuyo título es, precisamente, Eleusis. La profanidad -ese moho que tanto contenta a los muertos eternos- debe ser definitivamente superada. La sombra del Hierofante proyecta el re-velado camino de su consagración.

De la oscuridad de la noche

 

Una imagen que captura la atmósfera de la noche, con elementos que evocan la obra y el espíritu de Novalis. Se muestra un paisaje nocturno, quizás con un castillo o bosque sombrío, iluminado por la luz de la luna, simbolizando la búsqueda de la esencia y la liberación a través de la oscuridad.


“¿Qué es lo que, de repente, tan lleno de presagios, brota

en el corazón y sobre la brisa suave de la melancolía?

¿Te complaces también en nosotros, Noche oscura?

¿Qué es lo que ocultas bajo tu manto, que, con fuerza invisible,

toca mi alma?”.

                                                       Novalis, Himnos de la noche


“Siempre ha estado ahí, forma parte de ti, nunca se ha perdido,

tan solo un olvido”.

                                 Sentimiento Muerto, Sin sombra no hay luz 



 Según Novalis, en la oscuridad de la noche se encuentra el camino que conviene seguir, si se pretende alcanzar el lugar donde se encuentra el sí mismo, el principio del universo infinito, lo auténticamente sustancial, la libre imaginación y el regocijo: “es en nosotros, y no en otra parte, donde se haya la eternidad de los mundos, el pasado y el futuro”, afirma el poeta alemán, en este intento de concreción de su idealismo mágico. No es en la luz sino en su ausencia -en la nocturnidad- donde la humanidad urde sus más elevados propósitos para llegar a encontrarse consigo misma, conquistando la verdad y restableciendo el plan, el diseño de la reconquista de la definitiva liberación, de la propia vitalidad, del propio Espíritu. El exceso de luz puede llegar a enceguecer e impide penetrar en los misterios de la noche: “la muerte es superior a la vida terrenal porque es el tránsito a la noche y al Espíritu, que son superiores a la luz y a la materia”. Es, en sus palabras, “la gran noche infinita del Universo” o “la gran anunciadora de universos sagrados”. Misteriosa oscuridad, amiga de las ocultaciones de la autonomía. Profunda noche de los sueños que posibilita la realización concreta de los deseos y, más aún, de la voluntad de una humanidad inerme, a la que le ha sido arrebatado el destino de su grandeza.

 Ya en los mitos griegos se hablaba de Nix, la diosa primordial de la Noche -o Nox, según los latinos, como “la madre de los seres oscuros” y de todas las abstracciones personificadas que suelen producir terror entre los inadvertidos y entre unos cuantos advertidos. Se afirma que Lyssa -la demencia- es hija de Urano y de Nix. Y que las Erinias -las Furias- son hijas de Cronos y Nix, dado que los castigos que infligen llegan sin ser advertidos, sigilosamente. También que parió a Némesis -diosa de la venganza y la envidia- sin unirse con nadie, así como, en unión con Érebo -dios de las tinieblas-, a Caronte -el brillo intenso, terminal, que sirve de guía y barquero a las sombras errantes de los difuntos. Alada, sensual, rauda y semidesnuda, aunque en algunos registros cosmogónicos aparece montada en un magnífico carruaje, toda cubierta por vestimentas tupidas de oscuridad, mientras va dejando a su paso un brillo escarchado de estrellas infinitas. Reside en el Hades, justo en el punto más profundo de la oscuridad. Fue engendrada por Caos -más que el desorden, el vacío primordial- y por la tenebrosa Calínige -las lúgubres tinieblas-, según la narración de Higino, en este orden: “De Calínige, Caos. De Caos y Tiniebla, Erebo y Éter, Nox y Dies”. De la unión del caos con las tinieblas surgen, en un mismo parto, la oscuridad de la noche y la resplandeciente luz del día. Después de todo, “sin sombra no hay luz”.

 Poco tienen que ver los ciclos de la historia con la fugaz -efímera- inmediatez de la crónica periodística, que suele trastocar el tiempo en negocio nimio, efímero, aunque muy productivo. Vico da cuenta de la larga noche de la barbarie ritornata, oscuro momento de la historia que se consolidó con la caída del imperio romano -476 dC- y que solo llegó a despuntar mucho tiempo después, con el Renacimiento -siglos XV y XVI-, hasta alcanzar su incandescente mezzogiorno con la Ilustración -siglos XVIII-XIX, cuyos excesos de luz solían obnubilar a Novalis (e incluso, al sereno Vico). La conciencia, dice Hegel, solo llega a progresar cuando es capaz de enfrentarse a los límites que ella misma se traza. Necesario confrontarse con las dificultades, los obstáculos y las contradicciones, porque es mediante esa confrontación que se puede alcanzar la comprensión del sí mismo -el nosce te ipsum-, que es, simultáneamente, el camino para conquistar la libertad. China no vive. Más bien, existe condenada por las tinieblas de una eterna noche autocrática que no termina. Sin hacer cuentas de la larga tradición zarista, la oscurana rusa duró más de sesenta años, y aún persiste. La más oscura de las noches alemanas duró doce años y la de Italia diecisiete. Treinta y seis la de España. Después de sesenta y cinco años, la noche cubana aún no finaliza, a pesar de que la circularidad de sus ruinas se le viene encima a la satrapía fundadora de la era del deslizamiento de la política hacia la gansterilidad. Y Venezuela, con una extensa tradición militarista -a la que Bolivar sentenciara como un cuartel- devenida gansterato, apenas ha tenido en su historia unos cuarenta años de luz de madrugada. De manera que la noche sombría puede llegar a ser inconmensurable para los términos de las estadísticas convencionales, propias del entendimiento abstracto (das abstraktes Verständnis), su contracara.

 Algo de verdad contienen las odas nocturnistas de Novalis, porque así como la luz resulta de la oscuridad la libertad es el resultado inmanente de la opresión. La noche es, en este sentido, una determinación histórica necesaria para los pueblos, y quizá la mayor de las experiencias de su conciencia, su mayor lectio. Solo penetrando -durchdringen- las tinieblas del terror despótico es posible conquistar la luz de la libertad, siempre que esta sea comprendida no como la negación abstracta de la oscuridad sino como su negación determinada, como el recuerdo de su doloroso calvario. Por eso mismo, Hegel sostiene, en su Filosofía Real, que “el ser humano es la noche del mundo”: “Lo que aquí existe es la noche, el interior de la naturaleza, el puro uno mismo, cerrada noche de fantasmagorías: aquí surge de repente una cabeza ensangrentada, allí otra figura blanca, y se esfuman de nuevo. Esta noche es lo percibido cuando se mira al hombre a los ojos, una noche que se hace terrible: a uno le cuelga delante la noche del mundo”.

 Solo se libera de las ataduras quien las ha padecido. La libertad no es un “producto de importación”, no se puede comprar en el mercado libre. Es una experiencia continua, un doloroso aprendizaje, una confrontación cotidiana, cara a cara, con el terror de la oscuridad. Y como conciencia de la necesidad, amerita de la cabal comprensión y de la responsabilidad que comporta el comprender. Novalis superado y conservado. Solo así el sujeto del cambio logra traspasar la inmediatez impotente ante la noche, su sumisión, su ausencia de mediación. Ahora su voluntad es la mediación misma. El Espíritu vivo no se asusta ante el abismo de la noche, lo asume. Se mantiene firme frente a las tinieblas y las confronta, porque el Espíritu solo puede conquistar la libertad cuando se encuentra a sí mismo en medio del más doloroso “punto nocturno de la contradicción”.   

    


       

            



Evolución del concepto de "normal": desde la escuadra de carpintero hasta las normas sociales

 De la naturaleza de las normas


Un carpintero con una escuadra, analizando que se entiende por normal en la línea de tiempo




A mi hija Grecia, médico ucevista,

heredera de las glorias de Razetti.


La expresión “normal” proviene del latín normalis, que, en sus orígenes, daba cuenta de “lo hecho según la escuadra del carpintero”, es decir, “conforme a la regla”. No obstante, su significado, como suele suceder, ha sufrido importantes modificaciones que, si bien han podido conservar su núcleo original, lo han ido ampliado, adaptándolo a las exigencias inherentes a cada época. Así, por ejemplo, para la propia lengua latina tardía la palabra asume un significado más general, llegando a ser usada como sinónimo de “regla”, “patrón” o “modelo”. Durante el siglo XVII, lo normal pasa a ser una expresión  equivalente a lo “perpendicular”. Más tarde, a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, se emplea para definir “lo que es conforme a los estándares comunes o al orden o uso establecido, lo regular, lo habitual”. La Normal School será el título que, a partir de 1835, recibirán los colegios para la formación de profesores, dado el carácter de su reglamentación estándar. Ya para 1890, lo normal se usará para definir a las “personas o cosas que se ajustan a las normas”. Durante los inicios del siglo XX, lo normal fue homologado con lo “heterosexual” y, bajo los auspicios de la sociología positivista, las llamadas ciencias sociales y las ciencias de la salud -entre cuyos límites contiguos se encuentra la psicología social- terminaron definiendo lo normal (A) como el término expresamente contradictorio de lo anormal (-A). Con ello, se sentaban las bases para que el entendimiento abstracto terminara poniendo (setz), fijando y reduciendo, la norma -y en consecuencia, la normalidad- como un fenómeno estrictamente natural, a pesar de que la propia historia del concepto lo desmiente.   

Y sin embargo, a pesar de las pretensiones abiertamente ideológicas y abyectamente maniqueas -impuestas por una larga tradición que tiene sus inicios en Durkheim, Parson, Merton y la Escuela de Chicago-, las normas son, en efecto, un cuerpo de convenciones, prescripciones y determinaciones de carácter axiológico que tienen su origen en las costumbres, en las mores, es decir, en la “formación de casa”: nada menos que en el Ethos.  En ellas -y con ellas-, las sociedades se reconocen, se identifican y se cohesionan, al punto de constituir un fundamento valorativo -claro que, no pocas veces, con pretensiones esencialistas o universalistas, como ya se ha indicado-, de lo que le da corporeidad a la “normalidad”, al “ser normal”, que es, en realidad, una auto-representación o imagen especular, autoproyectada, que se corresponde con una determinada época de la historia. Y es que conviene afirmarlo, no sin énfasis, de una buena vez: la supuesta condición natural -o sustancial- de las normas es -incluso, ella misma- de factura histórica, porque es el resultado del obrar humano, de su praxis, del conjunto -complejo y contradictorio- de sus relaciones sociales. Las circunstancias hacen a los hombres sólo en la misma medida en que los hombres hacen a las circunstancias.

Una línea imaginaria, compuesta en lo esencial por los caracteres específicos -puestos o impuestos- que norman una época en particular, configura el contenido -de nuevo, las determinaciones- de lo que socialmente se acepta o no por normal, dependiendo del más lejano o más cercano apego que se tenga de las normas. Los estudiosos de la psique, especialistas en la indagación del comportamiento cerebral humano, suelen trazarla -incluso sin tener la más remota conciencia de su trazado- y, sobre ella, proyectan las ondulaciones, los vaivenes del comportamiento de sus pacientes, a los efectos de confirmar la normalidad de sus acciones individuales, como si las conductas -por más individuales que sean- pudieran abstraerse y examinarse con absoluta independencia de las afecciones que, día a día, propalan las circunstancias del tejido económico, social, político e ideológico -o al revés, como si los procesos histórico-culturales pudiesen comprenderse con absoluta independencia de la labor cotidiana de los individuos. La verdad, como dice Spinoza, es “norma de sí misma y de lo falso”. La aplicación mecánica de la “distribución normal” o “Campana de Gauss”, a los fines de “modelar” fenómenos naturales, sociales, políticos, psicológicos, etc., solo confirma, por una parte, el profundo carácter positivo -esa obsesión por fijarlo y congelarlo todo- del entendimiento abstracto, el sacerdocio de su temor por el movimiento, por el indetenible Panta rei inmanente de la historia. Por la otra, lo pone en evidencia, porque su estructura es, en sí misma, un artificio, una convención, una creación humana, que delata su  manía de pretender observar los procesos históricos “por cuadros”, en cámara lenta.

Ethos es una palabra griega que significa costumbre, norma, como práctica reiterada y asumida por la mayoría de los que participan en la vida social y política, formando un pueblo. Sittlichkeit es el término que utiliza Hegel, siguiendo a Aristóteles, para definir la eticidad o -como acertadamente sugiere José Gaos- la civilidad. Viene de Sitte, que traduce costumbre, porque es en las costumbres donde se produce la personalidad, el carácter, la conducta de los ciudadanos que van conformando el Espíritu de un Pueblo, su Volksgeist. Es, como diría Vico, el fundamento poético de la vida en sociedad, y poco -o casi nada- tiene que ver con esquemas preconcebidos -líneas, barras, cuadros o “campanas”- que pretenden frisar -o fijar- el quehacer humano. Las normas no son estáticas. El país que dejó el exiliado, a su retorno, ya no es el de las antiguas costumbres dejadas tras su partida. Y las que imperan en el presente ni son “universales” ni son “naturales” ni son “matemáticas”. Unos cuantos positivistas afirmarán -envueltos por las profundidades de sus sentencias de segundo escalón- que “el daño antropológico” es irreversible. No obstante, hay noticias: así como se hacen las normas se deshacen y se rehacen. La “anormalidad” de van Gogh, su extraordinaria representación del mundo, fue el fundamento para una nueva concepción de la realidad. Claro que siempre serán normas, sin duda. Pero la diferencia es que es posible su superación y conservación, su Aufgehoben. Por eso mismo, como dice Hegel, “la Ética es la Idea de la Libertad”, el “Bien viviente que tiene en la conciencia en sí su saber y su querer y, por medio de su obrar, su realidad”. Es, ni más ni menos que “el concepto de la libertad convertido en mundo existente y la naturaleza de la conciencia de sí misma”.                            


MacIntyre tras la virtud o la recuperación del Ethos




José Rafael Herrera

@jrherreraucv


A Dora, mi esposa, por todos estos años




“Lo que importa ahora es la construcción de formas locales

de comunidad, dentro de las cuales la civilidad, la vida moral

y la vida intelectual puedan sostenerse a través de las nuevas

edades oscuras que caen sobre nosotros”.

                                           Alasdair MacIntyre, Tras la Virtud




texto filosófico sobre la narrativa filosófica, su importancia y desarrollo histórico según MacIntyre


La narrativa filosófica es una cuestión mucho más densa de lo que puede llegar a imaginar el entendimiento abstracto y su ya frecuente uso y abuso continuo de los conceptos. De hecho, en sus manos escleróticas, el término ha quedado reducido a guindajo de quincalla, con lo cual se le ha ido confiscando su real valor onto-histórico. Y es que cuando se menciona en sentido enfático la idea de una narrativa filosófica, conviene tomar en cuenta el estudio de la “lógica específica del objeto específico”, un estudio en virtud del cual las determinaciones inmanentes, propias de cada contexto, permiten comprender el hilo conductor que las entrama y del cual deviene su historicidad concreta. No se trata, pues, de una expresión grandilocuente en boga, y nisiquiera de un método -de un instrumento o de un medium- a través del cual se pretende presuponer y fijar la llegada del conocimiento al objeto o de este a aquel. Más bien, se trata de la compenetración en “la cosa misma” o, lo que es igual, de la acción de “seguir pensando” desde el presente lo ya pensado, en medio de la complejidad de su recorrido. En suma, se trata de la consciente recuperación de los dos principios, de factura nuclear, a partir de los cuales pudo florecer la cultura occidental, y especialmente de la necesidad del recíproco reconocimiento de la unión de la Elea parmenídica y de la no-unión del Éfeso heraclíteo, cabe decir: del ser y del devenir simultáneamente comprendidos, como resultado.  

En realidad, más allá de la conversión del lenguaje en mercancía -y a la luz de la adecuación del orden de las ideas y de las cosas-, la narrativa filosófica comporta nada menos que el “sistema de la narración histórica” o, más simplemente, el telos de “la filosofía narrativa”. Esta configuración hermenéutica de la narrativa filosófica ha sido, por cierto, la mayor contribución hecha por Alasdair Chalmers MacIntyre a la filosofía contemporánea. Filósofo y escritor de origen escocés, MacIntyre es un asiduo seguidor -y continuador- del pensamiento de Collinwood, Croce, Marx, Hegel, Tomás Aquino y Aristóteles, en ese mismo orden, es decir, del presente al pasado y del pasado al presente, según el modo historicista de investigación y exposición. No por casualidad, su obra principal lleva por título Tras la virtud, en la que expone el desarrollo crítico e histórico del concepto de Ethos aristotélico como resultado de la formación cultural -la Bildung- de cada pueblo, de su particular Volksgeist, a diferencia de los “modelos universales” -abstractos y, por eso mismo, falsos- que suele postular la reflexión del entendimiento, sobre todo a partir de la consolidación de la modernidad y particularmente después del triunfo de la Ilustración, con lo cual las “formas puras” de la racionalidad analítica son descontextualizadas y elevadas al rango de verdades “absolutas” que terminan siendo sobreestimadas e impuestas como “leyes naturales” que van siendo progresivamente instrumentalizadas y puestas al servicio del corpus jurídico-político de las sociedades, propiciando su inevitable desgarramiento. De ahí que sus estudios en esta dirección lo lleven a afirmar que “no hay estándares neutrales disponibles por apelación a los que cualquier agente racional pueda determinar las conclusiones de la moral”.

Ni la ética deontológica ni la moral utilitarista, ni el legalismo ni el normativismo, han sido capaces de ofrecer una solución efectiva a la crisis orgánica que padecen las sociedades del presente. Una sociedad que ha sido víctima de su propia barbarie no se reconstruye con preceptos animados por el “deber ser”. Solo el estudio reconstructivo de su proceso histórico, en busca de la precisión del punto de ruptura -precisamente, la narrativa filosófica- de su entramado ético, permite dar cuenta de la necesidad de abandonar el camino de los postulados formales que, con absoluta independencia de los contenidos específicos, son presentados como verdades absolutas. Siguiendo a Marx, a Hegel y a Aristóteles, MacIntyre rechaza la presuposición de una sociedad liberal que se sustenta sobre la abstracción del individualismo, representado, además, como el origen natural de la sociedad. El ser humano es -y no puede no ser- un zoon politikón, un animal político y social, por lo que no puede prescindir de la vida en comunidad, la misma que, por cierto, sentó las bases para la existencia de los derechos individuales. Pero, de igual forma, rechaza el marxismo soviético, orientalizado, que, en nombre de los intereses de la sociedad, reprime y aplasta a los individuos, conculcando sus libertades para terminar en el mayor de los individualismos mediante la fantástica identificación del pueblo con el líder. El totalitarismo es, en efecto, la contracara del individualismo, el lado oscuro de la luna neo-liberal.

Con MacIntyre, la filosofía de Aristóteles deja de ser una reliquia del pasado, una “interesante” pieza arqueológica del museo de los antiguos pensamientos en extinción, para devenir juicio, exigencia crítica e histórica del presente. La Prima philosophia de Aristóteles irrumpe, de este modo, como una legítima filosofía del aquí y ahora, inescindiblemente vinculada a la historia del pensamiento en sentido enfático que es, en realidad, su propio desarrollo. Y es a partir de la reconstrucción de su idea de virtud, comprendida como la consciencia de la necesidad del cumplimiento de las costumbres ciudadanas -el Ethos-, como el pensamiento de Aristóteles se transforma no solamente en el imprescindible interlocutor de una época que ha hecho del la razón instrumental, del individualismo y la futilidad la ruta más expedita para el advenimiento de la barbarie, el totalitarismo gansteril y la pérdida de sí mismo. 

Ni la moral ni la política se pueden sentenciar desde un sillón, afirma MacIntyre.. Hic Rhodus, hic saltus. Después de todo, Tras la virtud es una exhortación a dar el salto cualitativo (Aufheben) ético y político, el salto que va desde el yo al nosotros. Se trata del compromiso histórico por la recuperación de las virtudes públicas, la responsabilidad ciudadana, la solidaridad y el sincero compromiso con los derechos humanos que son, en primera instancia, derechos inmanentes a cada individuo.