Giordano Bruno un político creador.

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Sobre las huellas de Bruno.
Un auténtico creador, un portador de cambios radicales o un genuino dirigente político, es aquel que logra entusiasmar y organizar la fantasía concreta, propicia para la construcción de una nueva sociedad, de un nuevo modo de ser y de pensar, que reafirme los valores sustanciales de la civilidad. Para ello, no pocas veces, deberá enfrentar toda clase de trabas, intrigas, falsas acusaciones, descalificaciones y riesgos, tanto como la prisión, la tortura o los atentados contra su vida. Deberá, en fin, vencer una serie de obstáculos que, en el camino, le van poniendo, paso a paso, aquellos que tratan de impedir la transformación necesaria para el progreso social. Los reaccionarios acostumbran ir en contra de la razón y del devenir de la historia, pues cada modificación posible les resulta incompatible con sus mezquinos, sus muy ruines intereses, estrictamente personales. El “vil egoísmo” cree que la clave de su triunfo consiste en silenciar los “peligros” que brotan de la inteligencia de quien porta y comporta el cambio. Craso error. A pesar de ello, y convencido de la fuerza de sus ideas, el auténtico agente de la transformación persiste, no se dobla y no se deja doblar. El que se canse pierde, dirá. Y toma la decisión de seguir su camino: va “contagiando” a los más desprevenidos tanto como a los más despiertos. Nada lo detiene: se mantiene firme en sus convicciones bajo cualquier circunstancia, a fin de recomponer, una y otra vez, la voluntad general, eso a lo que Hegel designaba con el sagrado nombre de “Espíritu de pueblo”.

Es probable que, para los muchos, el nombre de Giordano Bruno no signifique nada, y que para otros sea, si acaso, una referencia bibliográfica, un dato más, que alguna vez se tuvo que ubicar en algún cajón del gran archivo de la llamada “cultura general”, ese gran museo de cera del entendimiento abstracto, tan afín al “establishment” teológico-político. Ha sido –y sigue siendo– tanto el interés por silenciarlo, por borrarlo de la historia o, en todo caso, por convertirlo en una sombría referencia del pasado, o más bien, en un sombrío recuerdo, que, casi de inmediato, el asunto llama poderosamente la atención: es decir, despierta cierta suspicacia, por no decir sospecha. Se oculta aquello que se pretende hacer des-aparecer, aquello que no conviene, no interesa, que sea encontrado. Pero cuando a algo –o a alguien– se le intenta ocultar de continuo, durante cuatrocientos años, es porque la empresa, a pesar de los constantes esfuerzos, ha resultado inútil. De hecho, y a pesar de todos los esfuerzos por borrarlo de la “memoria de la humanidad”, Bruno sigue siendo una estimulante y continua referencia para la cultura contemporánea. La trampa siempre sale, dice un adagio popular. El fuego, inmanente al pensamiento de Bruno, logra derretir, una y otra vez, la cera del gran museo del poder.

Existe una estatua de Bruno en Piazza dei fiori, en Roma, cerca del Vaticano, justo en el locus donde fue quemado vivo en la hoguera por la “santa” Inquisición, en 1600. Su rostro es firme, áspero. Sus ojos acusantes miran hacia la institución eclesiástica, la denuncian como la causante de haber sentenciado a un inocente, con el propósito de promover la ignorancia y, por eso mismo, de mantenerse en el poder. La prisión a la que le sometieron antes de ser sentenciado solo sirvió para fortalecer sus convicciones. Lejos de derrumbarse, Bruno se negó a ceder, soportando su martirio con sorprendente firmeza y dignidad. Conforme pasaban los días y se defendía una y otra vez frente a las “pruebas” que el tribunal le imputaba, y a sabiendas de que la decisión de condenarlo ya había sido tomada antes de efectuarse el juicio, su fortaleza espiritual era mayor. Cuando se le preguntó si se retractaba de los “pecados” cometidos, dijo, con énfasis, “No lo haré. No tengo nada a lo que deba renunciar, y tampoco sé a qué debería renunciar”.

El fanatismo –como todos los “ismos”– nubla la capacidad de pensar, disuelve la objetividad, enajena: enferma. Como afirma Spinoza –quiérase o no, uno de los herederos de Bruno que, como él, también fue objeto de excomuniones y maldiciones–, los “poderosos”, para mantenerse en el poder a toda costa, promueven idolatrías, crean catecismos, imágenes, símbolos ficticios, llenos de falsas expectativas y promesas. Pero también, y por eso mismo, deben dar “ejemplos” contundentes, auténticas “lecciones”, para propiciar el temor, la segregación, la desmovilización, el abandono de los espacios de resistencia, con el firme objetivo de frustrar toda iniciativa de cambio y hacer creer que son inderrotables y, más aún, indestructibles.

La sentencia contra Bruno, encontrado “culpable”, fue, finalmente, dictada: “Tomad al hereje bajo vuestra jurisdicción y que quede sometido a vuestra decisión, para que de tal modo sea castigado con la pena debida”. Los cargos que se formularon en su contra fueron: “Hereje impenitente, obstinado y pertinaz”. Entre sus “pecados” mortales se cuenta el haber afirmado la infinita unidad del universo, y que el Sol es una estrella de mayor tamaño que la Tierra, un diminuto planeta que se mueve dentro de la inmensidad del espacio. Entre los “pecados” inmortales solo bastará con citar uno de sus pasajes más elocuentes: “Aquel que desea filosofar debe dudar de todas las cosas. No debe adoptar ninguna postura en un debate hasta no haber escuchado las distintas opiniones, examinado y comparado las razones en pro y en contra. Nunca adoptar una posición basándose en lo que ha oído, en la opinión de la mayoría o en el prestigio del orador, sino que debe proceder mediante una verdad que pueda ser comprendida mediante la luz de la razón”. Bruno estaba, sin duda, del “lado correcto de la historia”.

Cuando se le informara de la sentencia, Bruno pronunció estas palabras: “El temor que sienten ustedes al imponerme esta sentencia es mayor que el que siento yo al recibirla”. Su ejemplo es, aún hoy, motivo de lucha por la verdad y la libertad. Quizá como ningún otro pensador a lo largo de la historia por conquistar una vida orientada por el reconocimiento, la paz y el progreso en democracia. En síntesis, por la eticidad. Al final, y a pesar de todo, Bruno triunfó.
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