Las muchas caras del sentir

Navegar con timón por el oleaje emocional.
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Dialéctica de los afectos

Los psicólogos hablan de la ambivalencia de los sentimientos. Puede que, en realidad, sintamos muchas cosas a la vez, y lo que identificamos a cada instante solo sea cuestión de predominio, calco fiel, como nos recordarían Spinoza y Hegel, de la poliédrica dialéctica de la vida.



Todos somos ambivalentes respecto a los demás. Tendemos interiormente a odiar y a querer a la vez a todo ser viviente conocido. La madurez supone la solución de este conflicto. Samuel J. Warner.


Como consecuencia de alguna especie de ley de acción y reacción, parece que siempre que sentimos algo en una dirección también sentimos de algún modo lo contrario. El psicoanálisis ha elucubrado mucho sobre estas contradicciones larvadas: odiamos secretamente a quien amamos, puesto que el amor es una alegre voracidad que siempre se queda con hambre, y quien nos otorga también nos frustra; nos sometemos a la imposición de la autoridad paterna, pero al mismo tiempo sentimos reavivarse las brasas de la rebelión, pues soñamos inconscientemente con ocupar su lugar.
Nuestros sentimientos son, como mínimo, ambivalentes; tal vez sean múltiples, y sintamos todos a la vez, y lo único que distinga cada conjunto emocional sea su particular constelación en cada instante, la intensidad relativa de cada uno de sus elementos y el tono del conjunto. Si, como ya señalaba Spinoza, nuestras emociones emergen y se suceden como respuesta al modo en que nos afectan las cosas, ¿cómo no vamos a acusar un cambiante calidoscopio de afectos, reflejo de un mundo complejo que evoluciona a nuestro alrededor? Eso explicaría, por ejemplo, por qué pasamos de unos a otros con tanta facilidad. 
La vida es una música más o menos placentera que discurre sobre un fondo continuo de tristeza y pavor, o de “ruido y furia”, como escribió Shakespeare. El amor, que nos confiere el sentido, está entretejido con múltiples fibras de aversión y rabia contenida. En la antipatía brillan secretas gemas de atracción. Las emociones nos parecen planas porque nuestra mirada las sintetiza, simplificando en una visión de conjunto su complejidad profunda: en realidad están formadas de una sustancia porosa y cargada de matices. Y quien se atreve a afrontar esa complejidad se encuentra con un mundo más rico y apasionante, aunque también más inseguro y difícil.

Tal vez no nos convenga contemplar directamente la complejidad por mucho tiempo, so pena de quedar inmovilizados como la mujer de Lot, y ser incapaces de adoptar ninguna resolución. Sin duda, por ejemplo, contaríamos con buenas razones para casarnos, pero es probable que también encontremos argumentos para no hacerlo. Porque lo que nos une también nos ata; y, no obstante, en el otro extremo, lo que nos da libertad amenaza disiparnos.
Pros y contras, pues, casi nunca nos faltan: la razón está hecha para argüir en todas direcciones, y podríamos permanecer empantanados en un dilema indefinidamente, sin sacar agua clara. Pensar pocas veces basta. Los psicólogos han descubierto que quienes tienen dificultades para sentir son más indecisos.
Al final, nuestras decisiones quizá no dependan tanto de nuestra voluntad como del azar o los secretos ritmos de las cosas, y puede que hagan falta arrebatos inexplicables, como el enamoramiento o la ojeriza, para que nos veamos comprometidos en alguna dirección. La cual siempre nos llevará a pasajes gozosos y a la vez a quebradas procelosas. Vivir es un peligro constante, un naufragio permanente, un desafío hecho para gastarnos: que por en medio nos encontremos alegrías es casi un inaudito regalo, una excepción asombrosa.
Podemos, al menos, ponernos de parte de esa excepción, admitiendo sus zonas de penumbra pero apostando por su luz. Podemos, al menos, remitirnos siempre a ese lugar de nuestro interior que descansa y apenas se inmuta; que sigue adelante con su propia ley secreta, promulgada sobre la marcha contra viento y marea. Podemos convencernos de que todo está bien, mientras no nos mate; y que lo que no lo está por lo menos es curioso e intenso; y que podremos aprender a sobrevivir con ello. “Esto es en el fondo la única valentía que se nos exige: ser valientes para lo más extraño, asombroso e inexplicable que nos pueda ocurrir”, escribe Rilke a su joven poeta.
Lo ingrato es difícil, pero lo difícil nos hace mejores. No es preciso que lo amemos, basta con que le hagamos un espacio, confiados. En lo que nos contradice hay siempre una oportunidad: como mínimo, la de incorporar perspectivas inéditas y ensanchar nuestra mirada: “¿Por qué quiere excluir de su vida ninguna intranquilidad, ningún dolor, ninguna melancolía, si no sabe lo que esas situaciones producen en usted?”, insiste Rilke.
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La vida es demasiado sinuosa para que sostengamos ante ella posturas rígidas. Ya se ha dicho a menudo que la caña que no se comba al viento acabará por quebrarse. “Al adoptar un enfoque flexible y dúctil ante la vida podemos mantener nuestra compostura incluso en las situaciones más turbulentas”, precisa el Dalai Lama.
Hagamos por transigir con quienes nos dañan, y tal vez así, al menos, aprendamos a ser más compasivos, más generosos, más humildes. No hace falta que les dediquemos nuestra vida, pero consintamos en que la atraviesen y la hieran un poco. Nuestros rivales son mineros de nuestras gemas más valiosas: ellos señalan el camino, pero a nosotros nos corresponde el trabajo de excavar. Pretender amar a todos, como reclama el mandamiento, quizá sea una demasía inalcanzable; pero sí podemos odiar menos, odiar sin saña, intuyendo lo que el enemigo tiene de amable, dejándonos interpelar por sus contrariedades. Porque también él sufre, y anhela estar contento, y teme a la vida que no comprende y a la muerte que le espera. Como dice el Dalai Lama: “Siempre me acerco a los demás en el terreno básico que nos es común. Todos tenemos una estructura física, una mente, emociones. Todos hemos nacido del mismo modo y todos moriremos. Todos deseamos alcanzar la felicidad y no sufrir… Experimento la sensación de hallarme ante alguien que es exactamente igual que yo”.
Luchemos, puesto que, como nos recuerda Georg Simmel, a veces hay que luchar; pero que no nos falte compasión: no la que nos impone la sumisión, sino la que emana por sí misma de la magnanimidad. Como propone André Comte-Sponville: “Perdonar es aceptar. No para dejar de luchar, por supuesto, sino para dejar de odiar… Basta con combatirlo o soportarlo con tranquilidad, con serenidad, con alegría, si se puede, y perdonarlo, si no se puede”.

Tal vez encontremos contradictorio lo que no hemos sido capaces de abarcar en un conjunto superior, desde una perspectiva más amplia. La síntesis hegeliana resuelve el choque dialéctico entre tesis y antítesis. Provisionalmente, puesto que la vida sigue, y con ella la contradicción, que es la que mueve el mundo.
Se ha dicho a menudo que el odio es un amor fallido: en lugar de encararlo solo desde la prevención (que no debe faltar, ya que tampoco se trata de ponernos al alcance de la agresividad ajena), podríamos preguntarnos cómo podríamos mostrarnos más accesibles a los otros, cómo podríamos construir con ellos nuevas complicidades. Otro ejemplo: la tristeza podría no ser lo opuesto a la alegría, sino más bien una alegría que no ha encontrado modo de materializarse, una puerta a la alegría que aún no supimos abrir: “De un mismo manantial surgen vuestra risa y vuestras lágrimas”, medita el poeta Kahlil Gibran.
Paciencia, pues, con los sentimientos contradictorios: desplegamos así nuestro existir, saltando de uno a otro, volviendo atrás, chocando con nosotros mismos en ese vaivén. Si el mundo no se está quieto, ¿cómo vamos a detenernos? Y si hay muchos mundos en uno, ¿cómo no va a tener muchas caras el sentir?
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