Los origenes de la doctrina tercer mundista.

Por José Rafael Herrera @JRHERRERAUCV

La doctrina del así llamado tercermundismo parte de la presuposición de que existen unos países que son más desarrollados y poderosos que otros, dando por sentado “el hecho” de que los primeros –como consecuencia del inevitable intercambio económico, social y político mundial– se aprovechan de la ingenuidad, la buena fe y la disposición de los segundos, para terminar sacando mayores y más jugosas ventajas, reduciéndolos a una pobreza cada vez mayor, mientras que ellos –los primeros– se van enriqueciendo groseramente. De manera que la “balanza” siempre termina inclinándose en favor de los más astutos en detrimento de los más ingenuos. Hay algo del discurso rousseauniano sobre el origen de la desigualdad de los hombres en el trasfondo de semejantes presupuestos. Y es que –como diría Rousseau– de no haber existido relación e intercambio alguno entre esos países, de haberse mantenido en la condición originaria, “natural”, sin relación alguna, los unos y los otros tendrían un grado más o menos similar de desarrollo. Los platillos de la balanza se hubiesen mantenido equilibrados. Pero, más allá de los discursos sin tiempo y de los supuestos paraísos primitivos idílicos, característicos de la ratio iluminista, fue a partir del ensayo de Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo, que comenzó a consolidarse esa doctrina que puede resumirse en los siguientes términos: la prosperidad de los países desarrollados es la consecuencia necesaria del saqueo al que han sometido a los países no desarrollados. Esa es la causa de su pobreza. Se trata, por cierto, de un argumento absolutamente contrario al pensamiento de Marx.


De hecho, quien conozca las investigaciones de Marx sobre el modo de producción asiático sabrá que sus conclusiones describen un régimen de opresión, caracterizado por el despotismo tributario, la explotación –hasta el aplastamiento– del hombre por el hombre y el mayor de los atrasos culturales. En su Manifiesto comunista exalta a la sociedad burguesa como uno de los mayores logros históricos obtenidos por la humanidad, entre otras razones por haber establecido nexos de interdependencia entre las naciones: “El descubrimiento de América y la circunnavegación de África abrieron nuevos horizontes y ofrecieron un nuevo terreno a la naciente burguesía. El mercado de las Indias orientales y de China, la colonización de América, el intercambio con las colonias, el aumento de los medios de cambio y de las mercancías en general, dieron al comercio, a la navegación, a la industria, un impulso hasta entonces desconocido y, al mismo tiempo, favorecieron el rápido desarrollo del elemento revolucionario que se hallaba oculto en el seno de la sociedad feudal en descomposición”. Marx no habla de la “resistencia indígena”, sino del “descubrimiento”. No habla de aprovechamiento de unas naciones sobre otras, sino de “intercambio”.


Como –no sin agudeza– afirma Carlos Rangel, “al primer pensador del siglo –se refiere a Marx, citando palabras de Engels– no se le ocurrió jamás sostener que el desarrollo de los países imperialistas y el atraso de los territorios coloniales se debiera en forma sensible a las relaciones (odiosas, quién lo duda) de dominación de los primeros sobre los segundos, nexos en los cuales veía más bien Marx la única promesa del progreso para las áreas que hoy llamamos Tercer Mundo”. En fin, concluye Rangel, “si la tesis de que el imperialismo y la dependencia han determinado la desigualdad de las naciones, tuviera algún fundamento sólido en lugar de ser un edificio propagandístico ad hoc sostenido más por la fe (y por la mala fe) que por los hechos, habría que preguntarse cómo pasaron inadvertidas para Marx y Engels y están ausentes de su formidable esfuerzo por entender y explicar toda la historia”.


Fue durante el Segundo Congreso de la Internacional Comunista, celebrado en Moscú en 1920, que los argumentos de Hobson, Hilferding y Lenin sirvieron de sustento a lo que hoy ha terminado por convertirse en un lugar común: detrás de una nominal soberanía nacional, se oculta la real esclavitud de la gran mayoría de la población mundial a manos de una poderosa minoría imperial. A partir de ese momento, el escenario de la confrontación mundial queda fijado entre los países capitalistas desarrollados (el “primer mundo”), la URSS (el “segundo mundo”) y sus aliados (el “tercer mundo”), conformado por “las vanguardias revolucionarias” y los “movimientos nacionalistas” de los países no desarrollados. De modo que la tan difundida consigna de “la liberación nacional y el socialismo” tuvo ahí, en aquel Congreso, sus primeras entonaciones.


De nuevo, los argumentos de Marx habían sido desestimados para dar paso a la recién fundada franquicia leninista. Los países no desarrollados conquistarían el socialismo no a través del máximo desarrollo de sus fuerzas productivas y de sus relaciones de producción, es decir, de la creación de riqueza y abundancia. No, pues, a través de la formación cultural, el desarrollo pleno de todas las potencialidades individuales y de la meritocracia, sino a través de la asistencia “solidaria” y “antimperialista” de la Unión Soviética con los países pobres, siempre y cuando se hicieran miembros alineados de la Internacional Comunista, de la recién creada franquicia bolchevique. Las palabras de Stalin, en 1924, resuenan hoy en las anacronías de algunos cuantos trasnochados: “El camino hacia la victoria de la revolución mundial pasa por la alianza de los comunistas con los movimientos de liberación antimperialista de las colonias y los países dependientes”. Ni se trataba ya de que los trabajadores, profesionales y técnicos, de convicciones democráticas, como sostenía Marx, formaran parte del movimiento. Bastaba con sustentarse sobre el odio de los impotentes y resentidos contra Occidente: “La lucha del emir de Afganistán por la independencia es revolucionaria, no importa que sus opiniones sean monárquicas. Es revolucionaria la lucha de de los empresarios y burgueses de Egipto por la independencia, aunque estén opuestos al socialismo”. Y así se fue conformando un bloque que, desde entonces, encontró el leitmotiv para expiar sus falencias, su corrupción abierta y su estructural ineficiencia en aquellos países que, con el desarrollo de la educación y la tecnología, fueron capaces de producir y acumular riqueza.


Hoy las cosas han cambiado. La Unión Soviética se reestructuró y renovó. China abandonó la “revolución cultural” del maoísmo para devenir un gran imperio. Ambos, bajo sus ancestrales signos de tiranía, han crecido y han desarrollado enormemente sus fuerzas productivas y sus relaciones sociales de producción. Según Lenin, ¿se les podría calificar como amigos de los pueblos no desarrollados? Pero hay regímenes tercermundistas que aún siguen pensando en las bondades de la “alianza solidaria” con sociedades que ni los conciben como aliados ni son solidarias con sus súbditos


Karl Marx: Exposición de la exigencia de la filosofía como negación.

Lectura de Karl Marx en la introducción de Filosofía del Derecho de Hegel.


La Filosofía alemana del Derecho y del Estado es la única historia alemana que está a la par con el tiempo oficial moderno. El pueblo alemán debe por eso ajustar éste su sueño de historia a sus actuales condiciones y someter a la crítica no sólo estas condiciones presentes sino también su abstracta continuación. Su porvenir no se puede limitar ni a la inmediata negación de sus condiciones reales, ni a la inmediata realización de sus condiciones ideales, políticas y jurídicas, puesto que en sus condiciones ideales está la negación inmediata de sus condiciones reales y ya ha vivido como para haber visto, entre los pueblos vecinos, la inmediata realización de sus condiciones ideales. 

Por eso, de derecho, la parte político-práctica en Alemania exige la negación de la filosofía. Su carcoma no reside ya en esta exigencia, sino en detenerse en ella, a la que no traduce seriamente ni puede llevar a la práctica. Ella cree resolver esta negación con volver la espalda a la filosofía y torciendo la cabeza murmurar acerca de ella algunas frases coléricas y superficiales. La estrechez de su horizonte no cuenta a la filosofía, ni siquiera en el ámbito de la realidad alemana, o la estima por debajo de la praxis alemana y de las doctrinas inherentes a éstas. Vosotros queréis que os tomen los movimientos de un germen real de vida, pero olvidais que el germen real de vida del pueblo alemán ha fructificado sólo bajo su bóveda craneana. En una palabra: Vosotros no podéis suprimir la filosofía sin realizarla. 

En el mismo error, sólo que con factores invertidos, incurre la parte política teórica que extraía movimientos de la filosofía. Ella vio en la lucha actual sólo la lucha crítica de la filosofía con el mundo alemán; no ha considerado que la filosofía hasta hoy pertenece a este mundo y es su complemento ideal, sea como fuere. 

Crítica hacia la parte adversaria, ella en este punto nos conducía sin crítica respecto a sí misma, mientras tomaba las bases de las premisas de la filosofía y se detenía en los resultados obtenidos, o bien daba como exigencias y resultados inmediatos de la filosofía, exigencias y resultados percibidos por otro conducto; también aquéllos —establecida su exactitud—, se pueden sostener, sin embargo, sólo mediante la negación de la filosofía profesada hasta ahora, de la filosofía como filosofía. Nosotros nos reservamos un designio más profundo en este punto. Su falta fundamental se reduce a creer poder realizar la filosofía sin negarla. 

La crítica de la filosofía del Derecho y del Estado, que
por obra de Hegel ha tenido la más consecuente, rica y última consideración, es lo uno y lo otro —tanto el análisis crítico del Estado y de la realidad vinculada a él, cuanto la decidida negación de toda forma seguida hasta nosotros de la conciencia política y jurídica alemana, cuya expresión más noble, más universal, elevada a ciencia, es precisamente la filosofía del derecho especulativo. Si sólo en Alemania era posible la filosofía del derecho especulativo, este abstracto, exuberante pensamiento del Estado moderno cuya realidad perdura más allá, este más allá puede hallarse también sólo allende el Rhin. Igualmente, el pensamiento alemán de llegar al concepto de Estado moderno abstrayendo del hombre real, por más que anormal, sólo era posible porque y en cuanto el mismo Estado moderno hace abstracción del hombre real y responde a los planes del hombre total, no dividido de un modo imaginario. 

Los alemanes han pensado lo que los otros pueblos han hecho. Alemania ha sido su conciencia teórica. La abstracción y elevación de su pensamiento marcharon siempre a igual paso con la unilateralidad y la humildad de su vida real. Por lo tanto, si el statu quo del Estado alemán expresa la conclusión del antiguo régimen, la transformación de leña en carne del Estado moderno, el statu quo de la ciencia alemana del Estado expresa el incumplimiento del Estado moderno, el deshacerse de su propia carne. 

Ya, como decidida contraposición a la forma hasta ahora conocida de la conciencia práctica alemana, la crítica de la filosofía del derecho especulativo no va a terminar en sí misma, sino en un problema para cuya solución sólo hay un medio: la praxis. 

Se pregunta: ¿puede Alemania llegar a una praxis, a la hauteur des principes, esto es, a una revolución que la eleve no sólo ai nivel oficial de los pueblos sino a la elevación humana que instituirá el porvenir próximo de estos pueblos? 

El arma de la crítica no puede soportar evidentemente
la crítica de las armas; la fuerza material debe ser superada por la fuerza material; pero también la teoría llega a ser fuerza material apenas se enseñorea de las masas.. 

La teoría es capaz de adueñarse de las masas apenas se muestra ad hominem, y se muestra ad hoTninem apenas se convierte en radical. Ser radical significa atacar las cuestiones en la raíz. La prueba evidente del radicalismo de la teoría alemana y, por lo tanto, de su energía práctica, es hacer que tome como punto de partida la cortante, positiva eliminación de la religión. 

La crítica de la religión culmina en la doctrina de que el hombre sea lo más alto para el hombre; en consecuencia, en el imperativo categórico de subvenir a todas las relacionas en las cuales el hombre es un ser envilecido, humillado, abandonado, despreciado; relaciones que no se pueden delinear mejor que con la exclamación de un francés a propósito de un proyecto de impuestos sobre los perros: "¡Pobres perros! ¡Os quieren tratar como hombres!".

También desde el punto de vista histórico la emancipación teórica tiene una importancia específica práctica para Alemania. El pasado revolucionario de Alemania es justamente teórico: es la Reforma:. Como entonces el monje, ahora el filósofo en cuyo cerebro se inicia la revolución. 

Lutero ha vencido la servidumbre fundada en la devocien, porque ha colocado en su puesto a la servidumbre fundada sobre la convicción. Ha infringido la fe en la autoridad, porque ha restaurado la autoridad de la fe. Ha transformado los clérigos en laicos, porque ha convertido los laicos en clérigos. Ha liberado al hombre de la religiosidad extema, porque ha recluido la religiosidad en la intimidad del hombre. Ha emancipado al cuerpo de las cadenas porque ha encadenado al sentimiento. 

Pero si al protestantismo no le importaba verdaderamente desligar, le interesaba poner en su justo pimto al problema. No era más necesaria la lucha del laico con el clérigo fuera de él; importaba la lucha con su propio clérigo íntimo, con su naturaleza sacerdotal. Y, si la transformación protestante de laicos alemanes en curas, emancipó a los papas laicos, a los príncipes jvmto a su cortejo, a los privilegiados y a los füisteos, la transformación filosófica de sectarios alemanes en hombres emancipará al pueblo. Pero como la emancipación no prendió entre los príncipes, así no pudo durar la secularización de bienes cumplida con la expoliación de las iglesias, que la hipócrita Prusia había puesto en obra antes que todos los otros Estados. Entonces, la guerra de campesinos, el acontecimiento más readical de la historia alemana, fué a romperse contra la teología. Hoy, el acontecimiento más servil de la historia alemana, en el cual la misma teología ha naufragado, nuestro statu quo irá a destrozarse contra la filosofía.

 El día antes de la Reforma, la Alemania oficial era la
sierva más completa de Roma. El día antes de su revolución es la sierva más absoluta de algo bastante inferior a Roma: de Prusia y de Austria, de krautjunker y de filisteos.

En tanto parece que una dificultad capital se opone a
una radical revolución alemana. 

Las revoluciones tienen necesidad especialmente de un
elemento receptivo, de tma base material. La teoría en un pueblo alcanza a realizarse, en tanto cuanto se trata de la realización de sus necesidades. Ahora, a la enorme disidencia entre las preguntas del pensamiento alemán y las respuestas de la realidad alemana, ¿corresponde una igual disidencia de la sociedad burguesa con el Estado y consigo mismo?.

¿Las necesidades teóricas constituyen inmediatas exigencias prácticas? No basta que el pensamiento impulse hacia la realización; la misma realidad debe acercarse al pensamiento.


Pero Alemania no ha llegado ascendiendo por los grados medios de la emancipación política, lo mismo que los pueblos modernos. Aun los grados, que teóricamente ha superado, prácticamente no los ha alcanzado todavía. ¿Cómo podría con un salto mortal no sólo dejar atrás tales obstáculos propios, sino al mismo tiempo aquellos de los pueblos modernos, los límites que en realidad debe aún disputar y sentir como liberación de sus reales barreras? Una revolución radical sólo puede ser la revolución de necesidades radicales de las cviales parecen fallar igualmente las premisas y las sedes propicias a su resurgimiento. 


Pero, si Alemania ha seguido la evolución de los pueblos modernos sólo con la abstracta actividad del pensamiento, sin tomar una parte material en los esfuerzos reales de esa evolución, por otro lado comparte los dolores de esa evolución sin participar en sus placeres, sin sus placeres, sin su parcial satisfacción. A la actividad abstracta, por un lado, responde el sufrimiento abstracto por otro. Por eso, Alemania se hallará un buen día al nivel de la decadencia europea, antes de haberse encontrado al nivel de la emancipación europea. Se podrá parangonar a un prosélito del fetichismo que perece de la enfermedad del cristianismo.

Los mitos o la edad de los héroes

Por JOSÉ RAFAEL HERRERA @jrherreraucv

A César Miguel Rondón


Según Platón, la palabra mito tiene su origen en el acto de re-contar –es decir, del volver a contar– eventos o circunstancias que van siendo engrandecidas o magnificadas, transmutando las acciones de los hombres en gestas de dioses, semidioses o héroes. Aristóteles se introduce, aún más que su maestro, en las causas del mito: “Los hombres comienzan a filosofar movidos por el maravillarse; al principio, admirados por fenómenos cotidianos que les resultan sorprendentes, y luego, planteándose problemas mayores. Pero el que se plantea y se admira reconoce su ignorancia. Por eso, el que ama los mitos es, en cierto modo, filósofo, porque el mito se compone de elementos maravillosos”. Con ello, y a diferencia de Platón, quien rechaza los mitos y termina expulsando a los “mitólogos” de su república ideal, Aristóteles encuentra en el mito una doble condición: el mito como cotidianidad, que es vivido y creído, y el mito como punto de partida para una comprensión más honda, más íntima, de los orígenes de la realidad.


El mito vívido, sentido, experimentado cotidianamente, no requiere demostración para ser creído. Pero su comprensión lo trasciende y requiere del logos. Y es ahí, desde el logos, donde se puede llegar a captar el hecho de que en su seno palpita un componente de verdad. Porque, a pesar de que los mitos están revestidos por la fantasía –la imaginatio spinoziana– y del hecho de que presentan la realidad bajo el signo de lo maravilloso, ellos llegan a expresar, como dice Vico, las formas constitutivas de una genuina concepción del mundo, en este caso, la de la condición primitiva y barbárica de una determinada sociedad. En otros términos, en todo mito prospera ese tipo de percepción de las cosas que Spinoza introduce como el primer peldaño del conocimiento: el de “oídas o por vana experiencia”, en cuya instancia, plagada de suposiciones y prejuicios, no necesariamente todo resulta falsedad, pues en el mito se contiene un imprescindible material histórico-cultural a partir del cual resulta posible llegar a comprender racionalmente el proceso de formación del espíritu de un determinado pueblo. El re-contar, una y otra vez, característico del mito, a medida que es recontado se vuelve más elocuente, más grandi-elocuente, más prosopopéyico, haciendo de lo inanimado algo animado y de lo irracional algo racional. Y es ahí, justamente, donde el propio discurso mitológico llega a tejer su propia ruina.


Si bien el mito es el discurso propio de los tiempos sin razón, de la barbárica incivilidad y la violencia, una vez que este es sometido ante “el tribunal de la razón” pone de relieve sus inevitables falencias, dando paso al discurso de los tiempos de la civilidad republicana. La grandi-elocuencia del mito revela, entonces, el ocultamiento de su secreto: apartado el objeto en cuestión del gigantesco lente que aumenta sus dimensiones, se descubre su íntima verdad, de la misma forma como quien, al seguir la pista del “conocimiento de oídas o por vana experiencia”, es sorprendido no solo en sus insuficiencias e inconsistencias sino en la causa material sobre la cual ha llegado a construir el valor absolutamente relativo de sus verdades. De ahí que todo mito no pueda ser simplemente desechado, excluido –como pretende el entendimiento reflexivo– del proceso inmanente de la formación de la verdad, porque detrás de sus paneles de yeso y de los efectos de la iluminación de sus neones, se descubre su contracara, aquello no exaltado, la debilidad, la insuficiencia y la impotencia de los que están hechos sus pies de barro. En una expresión: se logra descubrir el ocultamiento de sus miserias.


En el lienzo de su Venezuela heroica, Eduardo Blanco elevó al Olimpo, con vivos colores, las virtudes de los héroes libertadores. Y, sin duda, algunas verdades pueden ser extraídas de su obra. Porque, como se ha dicho, de los mitos pueden extraerse elementos de valor para la construcción de la verdad. Muy distinto es el escenario de los re-cuentos que han pretendido alterar y manipular la originalidad de los mitos históricos. De estas versiones descontextualizadas, genéricas, carentes de espacio y de tiempo, solo pueden surgir, si no desgracias, vergüenzas. Como señalara Erasmo: “Hay una falsa ralea de pretendidos poetas, que no saben hacer otra cosa que correr tras las huellas de los griegos y los romanos para exaltar sus propias ruindades; quieren la misma forma, el mismo metro; invocan sus dioses y héroes, y no saben emplear otros nombres que los que emplearon los antiguos”. La descontextualización resulta atroz: el bravío corcel deviene metrobús; la batalla por la independencia, una redada contra un grupo de manifestantes desarmados, sometidos, encarcelados y, algunos de ellos, ajusticiados; la toma de una fortaleza enemiga, en la del asalto a un canal de televisión o en la expropiación de una empresa que, “más temprano que tarde”, irá a la quiebra; el sacrificio del “Negro Primero”, en la estafa de un educador carente de educación. En fin, Homero convertido en vendedor de “arañitas”. Los resentimientos de Boves transfigurados en principios supremos, constitucionales, de la carta magna de un país.


La comprensión del fenómeno mitológico –la transmutación de lo esotérico en exotérico– puede contribuir, sin duda, al esclarecimiento de los presupuestos y creencias que están en las bases de una determinada sociedad, develando los misterios de su legítima autoproyección como materia prima de la verdad, siempre y cuando se preserve su contextualización, sus determinaciones históricas, por más universales e infinitas que estas pretendan ser. El mito es la verdad de las sociedades barbáricas, heroicas, violentas, salvajes, militaristas. No es la verdad completa, sino, apenas, una parte, un aspecto, de la verdad, que conviene ser retrospectivamente estudiada en detalle para poder ser superada en su historicidad. Y solo como motivo de una más nítida elaboración del mundo civil puede llegar a ser conservada por el recuerdo del calvario del espíritu


Cuestión de extremos.

Por JOSÉ RAFAEL HERRERA / @JRHERRERAUCV  Durante los primeros años setenta del pasado siglo, la brecha entre q uienes desde la extrema izquierda insistían en mantenerse dentro del modelo de la lucha armada para “asaltar el poder” y quienes se proponían la construcción de un modelo democrático, moderado y de participación activa dentro de la vida institucional se fue haciendo cada vez más evidente. Los primeros se inspiraban en las prácticas revolucionarias que, desde el derrocamiento de la Rusia zarista hasta la salida del dictador Batista de la presidencia de Cuba, se habían convertido en una referencia modélica, en una suerte de “manual del usuario” revolucionario, que confirmaba la clásica tesis –sin duda, ya presente en Marx, aunque enfatizada hasta el paroxismo, primero por Lenin y luego por Mao Tse-tung– según la cual el único modo de derrocar a “los enemigos del proletariado” era a través de la vía violenta, es decir, por medio del derramamiento de “la sangre de los opresores”. La otra izquierda, en cambio –asistida por Gramsci y sus tesis sobre la distinción entre Oriente y Occidente, la sociedad política y la sociedad civil, la “guerra de movimiento” y la “guerra de posición”, etc.–, vindicaba los valores del humanismo y la democracia liberal y, con ellos, la tolerancia, el respeto a la disidencia y la toma de decisiones para los cambios políticos y sociales a través del voto. Era esa “la vía democrática al socialismo”, que más tarde se dio a conocer con el nombre de “eurocomunismo”.

Con el tiempo, ambas posiciones se fueron haciendo cada vez más pugnaces, más extremas, más opuestas entre sí. Para los primeros, los segundos no eran más que “reformistas” y “revisionistas” de la “doctrina” comunista, que fue la fórmula empleada, primero por Lenin y luego por Stalin, para referirse a los “traidores”, los cuales, progresivamente, fueron siendo incorporados al “libro negro” de la Internacional Comunista dirigida desde la Unión Soviética. Para los segundos, los primeros eran militantes de una anacrónica –decimonónica– idea de revolución, impulsada por el “foquismo” y el “voluntarismo” irracionales. De hecho, habitualmente se referían a ellos con el epíteto de “los locos”. Derrotados militar y políticamente, sus partidos fueron reducidos a pequeños grupos –casi a juntas de condominio– con una participación apenas perceptible en la vida nacional. Hasta que los “locos”, después de las fallidas intentonas golpistas contra un gobierno democrático legítimo y legal, tomaron la decisión unánime de presentarse en las elecciones que le dieron un triunfo indiscutible al “vengador”, al Buzz-Lightyear del llano. Lo extraordinario es que muchos de sus antiguos rivales, los de la llamada izquierda democrática, se sumaron a la nueva aventura de los extremistas, porque, finalmente, estos habían entendido que el camino al poder tenía que ser por la vía electoral, como en efecto había sucedido en esa oportunidad, a pesar de aquel indescifrable, aunque claramente amenazante, “por ahora” y de sus obvias implicaciones para el menesteroso presente.

Los así llamados “líderes históricos” de la versión democrática del socialismo, convencidos de que sería un error apoyar a un grupo de subversivos y militares insurrectos para conformar un nuevo gobierno, fueron expulsados del partido que habían fundado, para dar paso a ese gran “rompecabezas”, al “gran polo patriótico” que la “fusión cívico-militar” había logrado, finalmente, amalgamar. Pronto, más pronto de lo que se hubiesen imaginado, los nuevos aliados de los viejos bolcheviques fueron siendo eliminados de la alianza, y el río de la ortodoxia, inspirado en el mito de la muy antimarxista “teoría de la dependencia” –especialmente, en su versión paulista y habanera– volvió a su cauce, para hacerse del poder –a confesión de parte relevo de pruebas– für ewig. Y, una vez afianzados en el poder, terminaron transformando el Estado nada menos que en un gang, en un cartel que mantiene secuestrada a la sociedad civil. En una expresión, el “por ahora” devenido “por siempre”, hasta nuevo aviso. Se ha dicho que carecen de un proyecto de país y que solo poseen un proyecto para preservar el poder. Como si en realidad les interesara tener un proyecto de país. Y, en este punto, quizá sea conveniente recordar el hecho de que las mafias son ajenas a aquellos intereses que no les son de particular interés. Un Estado forajido no es un Estado. Es la opacidad del espejo de un espejo roto, carente de luz.

La descontextualización de los procesos históricos es asunto de graves consecuencias, especialmente para la real y efectiva conquista de la libertad y del derecho, y, más aún, en momentos en los cuales una determinada formación social se ha perdido a sí misma en el laberinto de su propia imaginación, dado que padece de la peor de las pobrezas espirituales sufridas por la experiencia de su conciencia. Las presuposiciones de la ya desgastada ideología de factura reformista no pueden ser –porque ya carecen del necesario sustento histórico y conceptual– un “modelo” fijo que, por cierto, pretende sustentarse en ficciones, traídas de otras latitudes, para transformarlas en reglas, patrones o axiomas políticos organizacionales que “deberían” ser instrumentalizados “rigurosamente” a los fines de poder llegar a ser “exitosos”. Uno de los grandes inconvenientes de una ciencia social o política que se ha dejado guiar por el entendimiento reflexivo y la ratio instrumental consiste en la pretensión de formalizar matemáticamente las inéditas determinaciones que son características específicas del espíritu de cada pueblo. El extremo de la violencia abstracta es, ontológicamente, idéntico al del electoralismo abstracto. En realidad, tanto el belicismo como el pacifismo tout cout alimentan esperanzas, por una parte, mientras, por la otra, ocultan sus grandes temores. Caras de una misma moneda. Los trillados ejemplos de las dictaduras del Cono Sur o de la Europa Central redundan en abstracciones ahistóricas, desdibujadas por completo de su contexto y de sus circunstancias específicas. Es como si, por ejemplo, de golpe y porrazo y de la noche a la mañana, después de una fervorosa campaña electoral se pudiera lograr el desalojo de una feroz dictadura que se niega a abandonar el poder, mediante la simple y mágica convocatoria de los comicios. Por si alguien aún no ha caído en cuenta, puede ser que el Muro de Berlín haya sido derrumbado. Pero eso no significa que, en realidad, la sustancia de la Unión Soviética haya desaparecido de la faz de la tierra. Que ya no porte ese nombre, que sus estandartes ya no sean los mismos, no significa que no se haya redimensionado y siga manteniendo viva, y amenazante, su tradicional concepción tiránica del poder. En nombre de la democracia y del mundo libre, no bastará con la simple participación en un proceso electoral para cambiar las cosas si no hay una resistencia organizada, capaz de defender la cultura y los valores republicanos.

El destino de las universidades.

por JOSÉ RAFAEL HERRERA @jrherreraucv

Desde su creación, las universidades han tenido que soportar las embestidas que la barbarie le ha infligido, una y otra vez, sin la menor conmiseración y con la mayor impiedad. No es el mérito, la dedicación al estudio, el aprendizaje y la enseñanza, lo que le interesa a la grosera ignorancia mandona, habituada al inmediatismo y la riqueza fácil, al saqueo más que al cultivo. La suya es voz de mando, aullido de pirata y mayoral, berrido de látigo y machete. Para ella -para la barbarie- quien más sabe es quien más fuerza bruta exhibe o quien más alto puede llegar a gritar. šNo pueden ser dioses” -concluía, después de una detenida y escrupulosa observación, Cuauhtémoc, sobrino y heredero del emperador azteca Moctezuma-: “los dioses son sabios y los sabios no gritan”. La barbarie, soberbia, violenta y gritona como es, no se conforma con la cortesía y tolerancia de quienes comprenden de brutalidad e intentan morigerarla. No hay Sherezade ni mil noches. Eso que llaman conocimiento se le hace sospechoso, conspirativo. Por eso tiene que intervenir la Academia, tiene que penetrarla hasta las entrañas, doblegarla y someterla. Tiene que ponerla de rodillas y humillarla. Ahora su objetivo es rebajarla hasta la servidumbre, pues de otro modo se la representa innecesaria. Intuye que la frágil civilidad de su condición creadora es un peligro potencial para toda tiranía, para la naturaleza bruta del sometimiento de todo y de todos. 


No por azar, la mayor parte de las agresiones contra las instituciones universitarias provienen de regímenes que no comprenden, por su mismo desconocimiento de la vida académica, el hecho de que si bien las universidades están al servicio del Estado no tienen porqué estar al servicio de gobiernos que pretenden desviar los objetivos para los cuales fueron creadas. Y es que su sacerdocio es la verdad. La docencia, la investigación y la extensión, sustentadas en el mérito, son los medios a través de los cuales las universidades promueven la mayor diversidad, el debate de las ideas, en la búsqueda, precisamente, de la verdad. Para lo cual la autonomía es conditio sine qua non, ya desde los tiempos de Boloña, Oxford y Salamanca. Es obvio que para quienes provienen de instituciones en las que se prohíbe disentir, ésta se convierte en una seria amenaza para sus fines. Para los que provienen, se ha dicho. Para los que no provienen la cosa se complica. Decían los griegos que de la nada no sale nada. La verdad es conquista del consenso, no de la coersión.

Es verdad que no todo organismo estatal puede ser autónomo. Pero las instituciones del Estado que gozan de autonomía, es decir, que han conquistado con su esfuerzo la necesaria madurez social e histórica, jurídica y política, para poder sustentarla, precisamente por el hecho de tenerla, están obligadas a velar por los intereses del Estado, más allá de las eventuales disposiciones y el vaivén de los gobiernos.

Cuando la barbarie se hace del poder, la autonomía es puesta en situación de minusvalía. Y entonces, las pezuñas de la ruín mediocridad -no ajena al vandalismo-, ya instalada en el interior de la academia, comienza a hacerle el juego a la tiranía barbárica. La combinación resulta atroz. Se genera así aquello que el maestro García Bacca designara como “la canalla vil”, y la autonomía es sometida a un doble proceso de estrangulamiento. Presupuestariamente, es asfixiada desde afuera. Desde adentro, se pretende generar el caos y la zozobra, de la mano de una no tan espontánea malandritud. 

            Barbarie y autonomía son palabras griegas. De la primera, Aristóteles le escribe a Alejandro: “a diferencia de los griegos, en los bárbaros predomina el instinto sobre la razón”. La segunda significa literalmente “vivir según la propia norma”, es decir, ejercer el auto gobierno o la capacidad de gobernarse a sí mismo, mediante la virtud y la razón. En su acepción académica, se refiere a la independencia del objeto de estudio y método en la adquisición de conocimientos, a la libertad para pensar y expresar ideas acordes con las propias convicciones, más allá de todo dogma.

La autonomía universitaria supone cierta entidad política dentro de la organización más amplia del Estado, a fin de garantizar la libertad de cátedra frente a un determinado orden social, lo cual no tiene porqué entorpecer el ordenamiento jurídico-político. Todo lo contrario, se trata de que el saberse “señor de sí mismo”, redunde en beneficio y maduración de y para la libertad, enriqueciendo las bases de la vida civil. Cuando el pensamiento y la voluntad se ven reprimidos y pierden la razón de obrar, se produce la heteronomía, tan grata a la mordaza totalitaria. La autonomía es, por tanto, la facultad que se reconoce a sí misma como voluntad libre, capaz de autodeterminarse, tal como lo expone Kant en su Crítica de la Razón Práctica. En cuanto coinciden libertad y responsabilidad, la autonomía es la raíz de la moralidad y su condición necesaria, de modo que las acciones morales no son imputables a un sujeto que no sea autónomo, es decir, libre o responsable.

Un régimen que no está en capacidad de comprender la importancia de la autonomía universitaria, es decir, su función en la formación de hombres capaces de crear respuestas –con sentido crítico, con libertad y con conciencia del deber- a los problemas fundamentales de la sociedad, es un régimen que siembra las bases para su propia destrucción. Pero, además, la de toda una nación. El destino de la universidad coincide, en este sentido, con el destino del Estado. Los pueblos, como dice Hegel, se labran su propio destino. Destruir la universidad es, ni más ni menos, destruir todo un país. Así, pues, el progreso de una nación depende del crecimiento de la autonomía de sus universidades, porque en ellas los ciudadanos se educan para la crítica y la libertad, es decir, para la vida en civilidad. Condición indispensable para la superación de la ignorancia, la barbarie, la miseria y la servidumbre. El ejercicio de la autonomía propicia el desarrollo de la sociedad, la realización de la democracia, el crecimiento de las capacidades del Espíritu del pueblo, la equidad y la justicia. La barbarie es, y ha sido siempre, la real amenaza. Ir contra las universidades no sólo significa la ruina de sus instalaciones. Significa, además, el intento por asaltar la razón y el sagrado derecho a decir que no.