Gobernar el alma: neoliberalismo, identidad y obediencia interior
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| La identidad como herramienta de gobierno: cuando el reflejo domina al sujeto. |
Gobernar el alma ya no requiere coerción ni violencia visible. Basta con producir sujetos que se identifiquen plenamente con lo que hacen, desean y creen ser. El neoliberalismo no se impone solo como modelo económico, sino como una forma de vida que captura la identidad y transforma la libertad en obediencia interior. En este régimen, el poder no actúa principalmente desde afuera, sino desde el yo mismo: allí donde la autoexigencia reemplaza a la disciplina y la competencia se vive como destino. Pensar la política hoy exige, entonces, interrogar el modo en que somos gobernados desde adentro.
Pierre Dardot y Christian Laval, en La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, sostienen que el neoliberalismo no puede entenderse únicamente como ideología o política económica. Reducirlo a esos planos es equivocar el diagnóstico. Para los autores, el neoliberalismo es, ante todo, un estilo de vida: nuestro estilo de vida.
Este modo de existencia se ha extendido planetariamente e instala como principios fundantes el individualismo, el consumismo empresarial y la competencia. La competencia no aparece como un rasgo cultural contingente, sino como la supuesta base de lo humano. El neoliberalismo no reprime esa “naturaleza”; se limita a crear las condiciones para que se despliegue.
Así, el neoliberalismo no solo organiza la economía, sino la forma misma de habitar el mundo, de convivir y de relacionarnos con los otros y con nosotros mismos. Está presente en nuestras prácticas cotidianas y en la manera en que nos representamos subjetivamente: es una verdadera fabricación del ser humano. Hay algo de siniestro —y al mismo tiempo perfectamente eficaz— en este proceso. Margaret Thatcher lo expresó sin ambigüedades: “La economía es el método; el objetivo es cambiar el alma”. En última instancia, importa poco la retórica: lo decisivo es que, más allá de sindicatos, discursos o militancias, la vida cotidiana funcione según la lógica neoliberal.
Michel Foucault advirtió este desplazamiento cuando, a fines de los años setenta, se volcó al análisis de las formas de gobierno neoliberales. El sujeto disciplinario del siglo XIX era, ante todo, un cuerpo dócil; el sujeto neoliberal es principalmente un alma. Un alma que debe poner su cuerpo al servicio del rendimiento y su voluntad al servicio de un “tú puedes” ilimitado. La diferencia entre la fábrica y la empresa es reveladora: a la primera le corresponde un cuerpo; a la segunda, un alma.
El poder no opera solo desde afuera; opera, sobre todo, desde la identidad. El yo contemporáneo es una construcción saturada de nombres, roles, imágenes y relatos: profesión, ideología, opinión, historia personal. Este yo se cree libre, pero en realidad está atado a aquello con lo que se identifica.
Quizá una desidentificación radical sea una forma de anteponerse a este estilo de vida autoimpuesto. Desidentificarse no es negarse ni desaparecer, sino dejar de confundir la experiencia viva con el relato que se tiene sobre ella. Es comprender que el yo no es una esencia, sino una estructura aprendida, repetida y reforzada socialmente, por distintos dispositivos de poder.
Desde esta perspectiva, la identidad no es solo psicológica, sino profundamente política. Los sistemas de poder necesitan sujetos identificados, previsibles y clasificables, aferrados a posiciones fijas. Un yo rígido es fácilmente movilizable: reacciona, se indigna, se enfrenta, se alinea. Un yo desidentificado, en cambio, no se deja capturar con la misma facilidad.
La desidentificación no conduce al nihilismo ni a la indiferencia, sino a una libertad más sutil y radical: la libertad de no responder automáticamente desde el ego herido, desde la pertenencia o desde la necesidad de validación. Este gesto tiene consecuencias políticas profundas, porque desactiva el mecanismo básico de la polarización y del enfrentamiento permanente.
Desobedecer hoy no es oponerse de manera ingenua: es dejar de ofrecer el alma como territorio de gobierno.
Desidentificarse hoy: un gesto mínimo, una potencia radical
En un mundo saturado de estímulos, opiniones y consignas, la obediencia ya no se impone: se ofrece voluntariamente. Cada notificación atendida de inmediato, cada necesidad de posicionarse, cada urgencia por producir una versión visible de uno mismo, refuerza una forma de gobierno que no necesita vigilantes. El alma se gobierna sola cuando se identifica plenamente con su rol, su imagen y su rendimiento.
Desidentificarse hoy no requiere gestos heroicos ni rupturas para la galería. No consiste en abandonar el mundo, ni en negar las condiciones materiales de existencia. Es un gesto mínimo, casi imperceptible, pero profundamente disruptivo: interrumpir la identificación automática. No responder de inmediato. No definirlo todo. No confundir la experiencia con el personaje que la narra.
Esta práctica comienza en lo cotidiano. En la forma en que habitamos el tiempo, en la relación con la productividad, en la atención que entregamos sin notarlo. Cuando el yo deja de vivirse como proyecto permanente de optimización, aparece un espacio de quietud que no es pasividad, sino lucidez. Allí donde el sistema espera reacción, aparece presencia. Allí donde espera adhesión, aparece silencio.
Esta quietud no es neutral. Tiene consecuencias políticas concretas. Un sujeto que no necesita validarse constantemente es menos manipulable. Un sujeto que no vive desde la herida identitaria no entra con facilidad en la lógica del enemigo. Un sujeto que no se confunde con su rol no puede ser gobernado del todo desde él.
Por eso, la desidentificación no es una retirada, sino una forma distinta de estar No busca negar la historia, sino no quedar prisionero de ella. Es una práctica de la atención y una política del límite.
Quizá el gesto más radical hoy no sea gritar más fuerte, sino habitar el silencio sin cederlo. No acelerar cuando todo empuja a correr. No endurecer el yo cuando todo invita a tomar lo que te ofrecen. No responder desde la obediencia interior.
Porque allí donde el alma deja de ser gobernable, algo del orden dominante comienza, silenciosamente, a resquebrajarse.
No hay transformación posible si seguimos ofreciendo una identidad formada en la carencia, entrenada en la comparación y sostenida por la necesidad de reconocimiento como materia prima del poder.
Este texto se termina de escribir el Domingo 14 de diciembre, día en que se contabilizan los votos en las elecciones presidenciales de Chile.
