Jinete pandémico de "razón histórica" |
A Julio Jiménez Gédler
Mucho se ha escrito
en los últimos meses acerca de las pandemias que ha sufrido la humanidad a lo
largo de su historia, quizá con el propósito de comprender las consecuencias
que pueda acarrear esta última, la de hoy, la primera que recibe, con los
largos e intensamente fulgurantes brazos de Caronte -barquero de Hades y guía
de las errantes sombras de los difuntos-, al siglo que apenas se inicia. Una nueva y
avasallante monarquía de la mala infinitud parece haberse impuesto sobre el
planeta. No distingue edades, ni géneros, ni color de la piel, ni religiones,
ni profesiones, ni estatus social. Y es que, esta vez, se trata del reinado de
millones de microscópicas coronas, devenidas populacho iracundo, lumpen
pestilente, turba salvaje, agresiva y mortal. Espejo de inversiones y torsiones
que subvierten la realidad en su apariencia y la apariencia en su realidad, que
trastoca lo mínimo en máximo, lo uno en múltiple, el finito en mal infinito, el
todo en partes incontables. El ser ha sido suspendido. Lo sólido se diluye y
desvanece en las manos de la muerte que, acechante, ronda las calles, mientras
va conduciendo los destinos de un cambio inevitable y sustancial.
La pandemia ante la razón histórica
En una sociedad
como la actual, que ha hecho de la “abstracción real” -como la denominara
Sohn-Rethel- el cimiento esencial de su existencia, el mundo hasta hoy conocido
pareciera haber entrado en un largo paréntesis de espera líquida en el que, más
que como una simple percepción, el temor por la muerte se confunde con el temor
por la vida. Y es que las formas ideológicas -a diferencia de las torpes
formulaciones matematizantes que se imaginaba Althusser- no son, simplemente,
una “falsa conciencia”, sino una realidad efectiva que crece y se reproduce
bajo la condición de que quienes participan de ella desconozcan por completo la
referencia esencial que la hace girar. No, pues, la falsa conciencia del ser,
sino el ser soportado por la falsa conciencia, el no saber lo que se hace ni
para qué se hace devenido modo de vida. Hasta que la dinámica del quehacer
termina por generar su propia peste, la pandemia de sí misma y para sí misma.
Sólo se puede participar en el juego en la medida en la cual el logos que lo
sustenta se hace fantasmal, inaprehensible, nouménico. Pero el fracaso del
ritmo de su no-interpretación es la confirmación misma del síntoma, la fisura,
el desequilibrio patológico que termina apoderándose de la vida hasta
transformarla en temor, enfermedad y muerte.
En la más reciente
de sus crónicas científicas, el químico, doctor y profesor universitario,
Paulino Betancourt, ha descrito con precisión los insumos necesarios para las
consideraciones antes formuladas: “Al momento de escribir estas líneas, las
muertes globales por el virus ya han pasado de 58.000 con más de un millón de
casos. Además, la pandemia ha provocado pérdidas generalizadas de empleos y
amenazado el sustento de millones, mientras las empresas luchan por hacer
frente a las restricciones establecidas”. Y sin embargo, “a medida que las
industrias, las empresas y los sistemas de transporte han cerrado, se ha
producido una caída repentina de las emisiones de carbono. La actividad
económica se ha estancado y los mercados bursátiles se han desplomado junto con
la caída en estas emisiones. Sólo una amenaza inmediata y existencial como el
COVID-19, podría haber llevado tan profundo y rápido”. Y si bien “una pandemia
global que reclama la vida de las personas no debería verse como una forma de
provocar un cambio ambiental”, la inaudita agresión de la pandemia impone, en
primer lugar, mantener la paciencia y precaución -incluyendo el “quedarse en
casa”- necesarias para preservar la vida, y, en segundo lugar, terminará
dejando “una lección que podría ser invaluable para enfrentar el cambio climático”,
y quizá el modo de producir en sociedad y de relacionarnos entre sí con la naturaleza. Es imposible que, después
del siniestro COVID-19, no surja una nueva Lebensanschauung global. A
menos que el empeño de autodestrucción prevalezca.
Por cierto, es
verdad que, acerca de ella -de la naturaleza-, Hegel ha afirmado que su “muerte
es la vida del espíritu”, pero no por el hecho de ser lo que hoy se definiría
como un 'anti-ecologista', sino, todo lo contrario, por ser crítico de las
“abstracciones reales” o verdades a medio camino que caracterizan el modo de
producción propio del entendimiento abstracto. En tiempos de pandemia, la
expresión hegeliana debe ser comprendida adecuadamente, con el fin de ofrecer
una definición capaz de trascender las limitaciones trazadas rígidamente por el
sistema de representaciones -la ideología, precisamente- que ha terminado por
producir no sólo el desgarramiento de la humanidad con el entorno natural sino,
además, generar daños pandémicos, como el que hoy amenaza seriamente tanto la
vida de la naturaleza como la vida social. La denuncia de Hegel frente a los
dualismos de Descartes, de Leibniz o de Kant, la estructura de la
'forma-mercancía' que subyace en el interior de esas especulaciones, son
sustentos metafísicos plenamente vigentes del actual sistema de racionalidad
instrumental, lo que permite comprender la lógica ontológica que traspasa y
posibilita el reconocimiento inmanente de naturaleza y espíritu. La naturaleza
es presentada, al final de la Ciencia de la Lógica, como “el despedirse de sí
de la idea de una naturaleza contrapuesta”, el íntimo contenido lógico de lo
natural, justamente lo que exige el profesor Betancourt cuando exhorta a llevar
adelante un modelo de desarrollo mundial sustentado en una “economía descarbonizada”.
Es verdad que
Slavoj Zizek es, respecto del quehacer filosófico, similar a un elefante
paseándose por los estrechos pasillos de una tienda que exhibe en sus
estanterías delicadas porcelanas, y que tanto su ideal de “comunismo
reinventado”, como sus llamados nostálgicos de vuelta a la burocracia
socialista, no sólo son poco consistentes desde la perspectiva
histórico-filosófica, sino que son la
prueba viviente de la presencia de sedimentaciones proféticas, de una arcana
mística ortodoxa, en sus ensayos. Y sin embargo, su propuesta de crear
conciencia de la necesidad, de establecer una coordinación global, con un
consensuado “enfoque colectivo e integral”, que involucre a “todas las
maquinarias gubernamentales” del planeta, es, de suyo, un paso decisivo en la
construcción de los fundamentos de la sociedad mundial que se viene con el
nuevo siglo. La sociedad que quedará tras la peste tendrá que aprender a vivir
con el recuerdo de sus miserias y fracasos. La historia enseña sus lecciones.
Queda de parte de la humanidad aprenderlas o ignorarlas.
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