Sustentando sus siempre numerosos datos, “tendencias” y gráficas
estadísticas en lo que consideran -dan por sentado, es decir, presuponen- como
“los hechos”. En esa misma medida, aunque de modo inmanente, han ido decretando
la decadencia de su propia racionalidad, con lo cual, además, han puesto en
evidencia la condición irracional que persiste en modelar el destino de la
entera humanidad. La verdad es que la representación que se insiste en imponer
no solamente es ajena a la realidad sino que es su inversión sustentada en el
temor. Por lo cual, se acude a las llamadas “seguridades externas”, a las
cuales suelen designar con el nombre de “métodos de investigación”, con el fin
de encontrar una herramienta que les permita encontrar sosiego -más fe que
saber- ante las ansiedades de sus temores ancestrales. El temor es, en efecto,
el sustento de la instrumentalización. Y mientras más “precisos” se muestran
los instrumentos mayor es la confirmación del temor. El empirismo científico
-el entendimiento abstracto- ha terminado por mostrar sus costuras teológicas.
Uno de sus mitos,
al que ha logrado promover hasta convertir en el mayor desafío de la sociedad
del presente, consiste en la lucha, conquista y preservación por los derechos
de una cada vez mayor individualidad. Sólo el individuo importa. El único culto
posible es el culto por la mayor privacidad individual. Cada quien -se dice- es
único, inédito e irrepetible, por lo que tiene derecho a ser, cada cual, lo que
es y como es. El otro es sólo el infierno del propio límite. Y es que ser
individuo es ser la infinita unidad del sí mismo y la infinita diversidad
respecto de los demás. La exclusividad e irrepetibilidad de cada individuo y la
consecuente proclamación de la ideología del ser individual, elevada a doctrina
por sus partidarios, es, pues -y para citar un famoso título de Fichte-, uno de
los caracteres de la edad contemporánea. Un carácter que, por cierto, es
fundamento para las exigencias liberales, como respuesta directa frente a la
pretensión de convertir al individuo en 'colectivo', esa condena representada por los 'societarios' u
'hombres-masa', es decir, por el rebaño de la multitud, el número o la cifra:
un simple porcentaje, una entidad no-independiente, indistinta e indeterminada.
En 1984, con el
definitivo posicionamiento comercial del mundo computarizado, Steve Jobs
anunciaba el inminente fin de la amenaza totalitaria -descrita por Orwell en
1948- y el triunfo definitivo del imperio de los individuos. Finalmente, había
llegado el tiempo del reino del yo. No imaginaba el genial creador de los
“i”-Pod, las “i”-Mac, las “i”-Pad y los “i”-Phone, que en la misma medida en
que se profundizaba en las infinitas posibilidades ofrecidas por la nueva
tecnología, en esa misma medida, el individuo iba mostrando ser cada vez menos
individual, menos “i”. El reino del yo ha terminado siendo su gran prisión, en
el mayor predominio histórico de un invisible big brother. Es verdad
que, y por definición, el concepto de individuo se relaciona con lo indiviso,
con una unidad frente a otras, constituído, como dice Aristóteles, por la unión
de materia y forma, según los modos en que puede ser considerado el ser, es
decir, como existente o como posibilidad, como acto o como potencia. En otros
términos, y de acuerdo con la definición aristotélica, un individuo como Maduro
sería -menos mal- único, irrepetible, exclusivo, toda una special edition,
una mónada leibniziana, un átomo
indivisible y elemental que, por esas funciones epicúreas -propias de
los átomos, según el filósofo griego- se habría desviado desde Cúcuta para
terminar saltando hasta las más inverosímiles regiones caraqueñas. En este
sentido, puede afirmarse que Maduro, dada su condición de individuo, es un ser
casi mitológico, probablemente salido de las páginas del bestiario de Vladimir
Acosta. Y quizá de ahí provenga su afición por la ornitología subterránea, las
negocioaciones draconianas, aladas y fugaces, los vuelos estupefacientes y -en
los últimos tiempos- las águilas calvas. La cabeza visible de la apología de
las hordas es, paradójicamente, el prototipo de El único y su propiedad,
el individum vagum del arzobispo Cranmer.
Es de Paul Ricoeur
la distinción del individuo como “identidad idem” -o lo mismo- y la
“identidad ipse” -o el sí mismo. La primera individuación es la
identidad numérica, una continuidad serial e ininterrumpida en la permanencia
de la duración temporal. La segunda, en cambio, es la “identidad narrativa”, la
cual admite variaciones de personalidad, cuyo fundamento es la alteridad. El
individuo del presente -víctima de los “maestros de la sospecha”- amerita
reconocerse en su propio protagonismo, porque, a fin de cuentas -como sostiene
Ricoeur-, es el hilo invisible que da sentido a la historia. Pero a la larga,
tanto sus insistencias por justificar el valor de lo individual como las de sus
detractores posmodernos por sustentar el argumento opuesto, han terminado
mostrando la objetivación de una dialéctica con efectos perversos. Después de
todo, los sospechosos maestros han resultado ser menos sospechosos de lo que
imaginaba el sospechoso padre de la ya tan manoseada “narrativa”.
El individuo ha
terminado siendo su propia chusma y la chusma siendo su propio individuo. Y
aquí lo importante, el término sustantivo, es el de lo propio. Para muestra de
ello no bastará un botón, sino la historia personal de un Diosdado, el
recorrido entero de la experiencia de la retorción de su conciencia. Y así como
las consignas en pro de un ilimitado individualismo se han vuelto políticamente
inútiles para los negocios, del mismo modo, en la cultura de masas, promovida
por los mass media, la retórica en aras de la radicalización del
individualismo ha terminado por negar el principio al que le rinde pleitesía,
al imponerle a los individuos modelos, patrones, íconos de imitación colectiva.
El “yo quiero ser tan auténtico y regio como tú”, oculta el fracaso de la
pretensión “natural” del individuo tanto como revela la promoción de una
mezquina y abstracta representación del mundo. Lo máximo se ha hecho mínimo y
lo mínimo se ha hecho máximo. La 'yoidad' ha manifestado ser el peor de los
totalitarismos tanto como el totalitarismo ser la peor 'yoidad'. El absurdo de
la ideología de la individualidad hace aguas y va llegando a su ocaso, pero no
para ensalzar la ideología del colectivismo, su otro idéntico, sino para
denunciar que los tiempos exigen sorprender tras las apariencias un
reordenamiento profundo y una reinterpretación conciente de la identidad de los
términos opuestos.
Por José Rafael Herrera
@jrherreraucv
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