Diferencias temporales de la repetición en Deleuze.

Deleuze en diferencia y repetición sigue desde la necesidad de hablar sobre lo que no se sabe, hasta la constitución del absoluto en Hegel, con una afirmación total del individuo y sus individualidades, sus diferencias obtenidas a través de la repetición.
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Micro lecturas, Deleuze en diferencia y repetición.

Deleuze en diferencia y repetición sigue desde la necesidad de hablar sobre lo que no se sabe, hasta la constitución del absoluto en Hegel, con una afirmación total del individuo y sus individualidades, sus diferencias obtenidas a través de la repetición. 


Hábitos enfrentados
Hábitos enfrentados que producen diferencias. 






 
¿Cómo hacer para escribir si no es sobre lo que no se sabe, o lo que se sabe-mal? Es acerca de esto, necesariamente, que imaginamos tener algo que decir. Sólo escribimos en la extremidad de nuestro saber, en ese punto extremo que separa nuestro saber y nuestra ignorancia, y que hace pasar el uno dentro de la otra. Sólo así nos decidimos a escribir. Colmar la ignorancia es postergar la escritura hasta mañana, o más bien volverla imposible. Tal vez la escritura mantenga con el silencio una relación mucho más amenazante que la que se dice mantiene con la muerte. Hemos hablado de ciencia en una forma que, bien lo sentimos, por desdicha no es científica. 

Los fenómenos de la naturaleza se producen al aire libre, siendo posible toda inferencia en vastos ciclos de semejanza: en este sentido todo reacciona sobre todo y todo se asemeja a todo ( semejanza de lo diverso consigo mismo). 


La ley reúne el fluir de las aguas con la permanencia del río. Sobre Watteau, Elie Faure dice lo siguiente: «Habia situado lo que es más pasajero en lo que nuestra mirada reconoce como más permanente: el espacio y los grandes bosques». Tal el método del siglo XVIII. Wolmar, en La nueva Eloísa, lo había convertido en sistema: la imposibilidad de la repetición, el cambio como condición general al cual la ley de la Naturaleza parece condenar a todas las criaturas particulares, era aprehendido con referencia a términos fijos (ellos mismos sin duda variables con relación a otras permanencias, en función de otras leyes más generales). Tal el sentido del bosquecillo, de la gruta, del objeto «sagrado». Saint-Preux se entera de que no puede repetir, no sólo en virtud de sus cambios y de los de Julie, sino de las grandes permanencias de la naturaleza, que adquieren un valor simbólico y no por ello dejan de excluirlo de una verdadera repetición. Si la repetición es posible, pertenece más al campo del milagro que al de la ley. 






 
... en Nietzsche y en Kierkegaard se desvanecen ante la repetición formulada como la doble condena del hábito y de la memoria. Por este camino la repetición es el pensamiento del porvenir: se opone a la categoría antigua de la reminiscencia y a la categoría moderna del habitus. Es en la repetición, es por la repetición, que el Olvido se convierte en una potencia positiva y el inconsciente, en un inconsciente superior positivo (por ejemplo, el olvido como fuerza es parte integrante de la experiencia vivida del eterno retorno). 


En cambio, parece evidente que la diferencia específica responde a todas las exigencias de un concepto armonioso, de una representación orgánica. Es pura porque es formal; intrínseca, puesto que opera en la esencia. Es cualitativa y, en la medida en que el género designa la esencia, la diferencia es aun una cualidad muy especial, «en la esencia», cualidad de la esencia misma. Es sintética, pues la especificación es una composición, y la diferencia se agrega realmente al género que no la contiene más que en potencia. Está mediatizada, es ella misma mediación, término medio en persona. Es productora, pues el género no se divide en diferencias, sino que está dividido por diferencias que producen en él las especies correspondientes. 


El hábito sonsaca a la repetición algo nuevo: la diferencia (planteada primero como generalidad). El hábito es, en su esencia, contracción. El lenguaje da pruebas de ello, cuando habla de «contraer» un hábito y no emplea el verbo contraer más que con un complemento capaz de constituir un habitus. Se objeta que el corazón, cuando se contrae, no tiene (o no es) un hábito más que cuando se dilata. Pero lo que sucede es que confundimos dos géneros de contracción completamente diferentes: la contracción puede designar uno de los dos elementos activos, uno de los dos tiempos opuestos en una serie del tipo tic-tac. . ., ya que el otro elemento es la distensión o 1a dilatación. Pero la contracción designa también la fusión de los tic-tac sucesivos en un alma contemplativa. Tal es la síntesis pasiva, que constituye nuestro hábito de vivir, es decir, nuestra espera de que «aquello» continúe, que uno de los dos elementos sobrevenga después del otro, asegurando la perpetuación de nuestro casa. Cuando decimos que el hábito es contracción, no hablamos, por consiguiente, de la acción instantánea que se compone con la otra para formar un elemento de repetición, sino de la fusión de esta repetición en el espíritu que contempla. Es preciso atribuir un alma al corazón, a los músculos, a los nervios, a las células, pero un alma contemplativa cuyo rol se limita a contraer el hábito.


El modelo del reconocimiento está necesariamente comprendido dentro de la imagen del pensamiento. Y ya se considere el Teeteto de Platón, las Meditaciones de Descartes, la Crítica de la razón para, este modelo siempre es el rey que «orienta» el análisis filosófico de lo que significa pensar. Una orientación semejante es enojosa para la filosofía. Pues el triple nivel supuesto de un pensamiento naturalmente recto, de un sentido común natural de derecho, de un reconocimiento como modelo trascendental, sólo puede constituir un ideal de ortodoxia. La filosofía no tiene ningún medio para realizar su proyecto, que era romper con la doxa. Sin duda, la filosofia rechaza toda doxa particular; sin duda, no conserva ninguna proposición particular del buen sentido o del sentido común. Sin duda, no reconoce nada en particular. Pero conserva lo esencial de la dom, es decir, la forma; y lo esencial del sentido común, es decir, el elemento; y lo esencial del reconocimiento, es decir, el modelo (concordancia de las facultades fundada en el sujeto pensante como universal, y ejerciéndose sobre el objeto cualquiera). La imagen del pensamiento no es sino la figura bajo la cual se . universaliza la doxa elevándola al nivel racional. Pero se sigue siendo prisionero de la doxa, ya que sólo se hace abstracción de su contenido empírico, y se continúa conservando el uso de las facultades que le corresponde y que retiene implícitamente lo esencial del contenido. Por más que se descubra una forma supra-temporal, incluso una primera materia subtemporal -sub-suelo o Urdoxa-, no se progresa niun paso; se sigue siendo prisionero de la misma caverna o de las ideas de la época con las que uno sólo se permite la coquetería de «reencontrarlas», bendiciéndolas con el signo de la ñlosoña. Nunca la forma del reconocimiento santiñcó otra cosa que lo reconocible y lo reconocido, nunca la forma inspiró otra cosa que conformidades. Y si la ñlosoña remite a un sentido común como a su presupuesto implícito, ¿qué necesidad tiene el sentido común de la filosofia, él, que muestra todos los días, ¡ay!, que es capaz de hacer una a su manera? Doble peligro minoso para la filosofia. Por un lado, es evidente que los actos de reconocimiento existen y ocupan gran parte de nuestra vida cotidiana: es una mesa, es una manzana, es el trozo de cera, buenos días, Teeteto. Pero ¿quién puede creer que el destino del pensamiento se juega en eso, y que nosotros pensamos cuando reconocemos? 
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