Por @jrherreraucv
Pensar no es, para los seres pensantes, otra cosa que su propia condición. No es, por tanto, un tormento: es su conditio sine qua non. Quien considere que el acto de pensar sea un tormento es, a lo sumo, un idiota, un débil mental, y difícilmente pueda, a pesar de lo que crea, “pensar una y otra vez”. Simplemente no piensa, porque el pensar le produce tormentos. Son los que viven presos de sus propias construcciones fantasmagóricas, enajenados por sus obsesiones, sus fijaciones, sus odios y resentimientos, envenenados por su impotencia. Creen que la culpa de su incapacidad estructural, de su naturaleza lerda, es culpa de “algo” o, más bien, de “alguien”. El “memorioso” de atávicos rencores siempre busca un chivo expiatorio, para arrojar sobre su humanidad las culpas de incompetencias que solo son suyas, y de las que –¡oh, tragedia!– nunca se podrá liberar. Muchas veces, la memoria se transforma en tormentoso remordimiento. El pesado fardo de haber sido nada menos que el vicerrector de la intervención de la autonomía ucevista no deja descanso en osamentas insepultas. Solo queda la esperanza de expiar el pecado, haciéndose pasar por lo que no se es, llamando de continuo la atención, tratando de crear la opinión de que “entiende” mucho del asunto e intentando inútilmente resarcirse de una miseria que no logra disminuir.
La anterior descripción tiene por modelo platónico, hiper-uránico, a Eduardo Vásquez, todo un “Snug”, diría Marx, siguiendo a Shakespeare: un inocuo, un castrati del pensamiento. Lo fue, históricamente, ante honorables figuras, probadamente inteligentes y por las que no se puede dejar de sentir el más absoluto respeto y admiración: Juan Nuño, Federico Riu, Giulio F. Pagallo y Ludovico Silva. Quiso, en vano, debatir con ellos. Al intentar subir por la spinoziana escalera de la emendatio del intellectus y, con gran esfuerzo, conquistar el segundo peldaño –relativo, como se sabe, al “conocimiento por experiencia”–, inexorablemente resbalaba, una y otra vez, para caer de nuevo en el charco de su ancestral envidia, eso sí: siempre “patas arriba”. Debió haber sido fotógrafo, pues le encantan las imágenes congeladas, fijas, puestas. Pero no: uno de los maestros de quien escribe lo convenció para que abrazara la filosofía. Fue un “abrazo mortal”. Como dice el adagio, “no hay peor cuña que la del mismo palo”. En mala hora, maestro. Nada sabe del movimiento, porque este es la fiel expresión del pensamiento. Más bien, pensar quiere decir objetar, y la objetivación es el resultado de su acción. Pero para quien el pensar es sinónimo de tormento, evidentemente no podrá ni pensar ni contemplar. Él y sus “tres negaciones”. La dialéctica reducida a caja sincrónica, a “tres velocidades”. Hegel sentiría vergüenza ajena de semejante apologeta.
No vale la pena seguir aclarándole al lector las razones por las cuales el ya para entonces decrépito y obseso-compulsivo pretendía manipular un concurso de oposición en la Escuela de Estudios Políticos del modo más descarado, y por lo cual tuvo que ser denunciado, públicamente, por el propio jurado. El autor de estas líneas no conoce a una persona más honorable, íntegra y justa que el doctor Omar Astorga.
En cuanto al trabajo de ascenso para la categoría de profesor titular de quien escribe, calificado en su momento con mención honorífica y publicación por el jurado examinador, y efectivamente, publicado por Ebuc en 2010, al cual el viejo operario linotipista considera “pobre y lamentable”, solo conviene señalar que se trata de un intento de comprensión del marxismo teórico a la luz de tres interpretaciones que, entre nosotros, tienen el mérito de haberle devuelto al pensamiento de Marx su condición filosófica, no religiosa ni ideológica: la interpretación hecha por J. R. Núñez Tenorio, por Ludovico Silva y por Federico Riu. No había lugar para una “cuarta” interpretación. El muy lamentable y mediocre texto sobre Marx y Heidegger, escrito por Vásquez, no daba para su formulación. Y, por cierto, el lector prevenido ya se habrá dado cuenta de dónde proviene la saña del linotipista.
Es verdad que Ludovico Silva no solo fue un excelente lector de Marx, y que su polémica interpretación antimanualesca del marxismo le trajo odios y admiraciones, seguidores y detractores. Sus planteamientos, hechos en una época que se proponía desmitificar al llamado “marxismo ortodoxo” o “soviético”, son sin duda una gran contribución al debate que, precisamente, motivan a pensar, aunque no a “atormentarse”. Pero el atormentado de Vásquez sostiene que el autor de las “Tres fundamentaciones de la filosofía marxista en Venezuela” –aparte de no haber leído nunca a Hegel ni a Marx, a pesar de haber dictado los cursos obligatorios de Hegel y Marx durante los últimos 25 años en la Escuela de Filosofía de la UCV–, coincide de plano con Ludovico Silva. Será necesario tratar de comunicarse de algún modo con el jurásico “exégeta” de un Hegel convertido en momia, salido de alguna maqueta hollywoodense de los años cincuenta, a fin de advertirle que, ¡si pensara!, pronto caería en cuenta de que la interpretación hecha por Ludovico Silva de Hegel, y particularmente de su dialéctica, es sometida a un riguroso examen, con el propósito de demostrar las deficiencias e insuficiencias que comporta. Silva es uno de esos intérpretes de Marx que intenta, desesperadamente, valorar la supuesta “cientificidad” del autor de El Capital separándolo de la filosofía de Hegel y, por supuesto, de la dialéctica. Cosa que es conceptual e históricamente imposible.
El autor de esta última y definitiva respuesta contra un reconcomiado fraude, una osamenta insepulta que se atreve a señalar que no existe en el universo una sola interpretación acertada y válida sobre Hegel aparte de la suya, y que se ha dado la estrambótica “cachaza” de afirmar que Heidegger, Hartmann, Lukács, Adorno, Wahl, Hippolite, Kojeve, entre otros, nada saben de Hegel, debe confesar que, durante sus años de estudiante universitario, tuvo la desventura de comenzar a leer la Fenomenología del espíritu con el famoso “platanote”. Y, a pesar de haber obtenido una muy alta calificación, nada aprendió, aparte de re-cordar –jamás de memorizar– aquel patético ejemplo que pretendía explicar la dialéctica con “el juego de la correíta”. Lo curioso es el hecho de haber dictado durante tantos años el curso de Hegel y no haberlo leído. Esa sí que es una auténtica Astucia de la razón. Es preferible presumir de las axilas que de las malas traducciones.
Por fortuna, lo que para Vásquez es un defecto se transformó, para bien, en una virtud. Pronto el tránsito necesario y determinante por la duda y la desesperación hegelianas se hicieron, para quien escribe, forma mentis, en las manos, o bajo la magistral conducción, de quien nunca ha negado y nunca tendría razones para negar: sí, se trata de un gran maestro de vida y un auténtico mentor espiritual. No hay otro modo de agradecer eternamente la paciente labor de Giulio F. Pagallo.
José Rafael Herrera - De osamentas insepultas. | ||||
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“La memoria es la horca de la que cuelgan los dioses griegos” G. W. F. Hegel. |
Pensar no es, para los seres pensantes, otra cosa que su propia condición. No es, por tanto, un tormento: es su conditio sine qua non. Quien considere que el acto de pensar sea un tormento es, a lo sumo, un idiota, un débil mental, y difícilmente pueda, a pesar de lo que crea, “pensar una y otra vez”. Simplemente no piensa, porque el pensar le produce tormentos. Son los que viven presos de sus propias construcciones fantasmagóricas, enajenados por sus obsesiones, sus fijaciones, sus odios y resentimientos, envenenados por su impotencia. Creen que la culpa de su incapacidad estructural, de su naturaleza lerda, es culpa de “algo” o, más bien, de “alguien”. El “memorioso” de atávicos rencores siempre busca un chivo expiatorio, para arrojar sobre su humanidad las culpas de incompetencias que solo son suyas, y de las que –¡oh, tragedia!– nunca se podrá liberar. Muchas veces, la memoria se transforma en tormentoso remordimiento. El pesado fardo de haber sido nada menos que el vicerrector de la intervención de la autonomía ucevista no deja descanso en osamentas insepultas. Solo queda la esperanza de expiar el pecado, haciéndose pasar por lo que no se es, llamando de continuo la atención, tratando de crear la opinión de que “entiende” mucho del asunto e intentando inútilmente resarcirse de una miseria que no logra disminuir.
La anterior descripción tiene por modelo platónico, hiper-uránico, a Eduardo Vásquez, todo un “Snug”, diría Marx, siguiendo a Shakespeare: un inocuo, un castrati del pensamiento. Lo fue, históricamente, ante honorables figuras, probadamente inteligentes y por las que no se puede dejar de sentir el más absoluto respeto y admiración: Juan Nuño, Federico Riu, Giulio F. Pagallo y Ludovico Silva. Quiso, en vano, debatir con ellos. Al intentar subir por la spinoziana escalera de la emendatio del intellectus y, con gran esfuerzo, conquistar el segundo peldaño –relativo, como se sabe, al “conocimiento por experiencia”–, inexorablemente resbalaba, una y otra vez, para caer de nuevo en el charco de su ancestral envidia, eso sí: siempre “patas arriba”. Debió haber sido fotógrafo, pues le encantan las imágenes congeladas, fijas, puestas. Pero no: uno de los maestros de quien escribe lo convenció para que abrazara la filosofía. Fue un “abrazo mortal”. Como dice el adagio, “no hay peor cuña que la del mismo palo”. En mala hora, maestro. Nada sabe del movimiento, porque este es la fiel expresión del pensamiento. Más bien, pensar quiere decir objetar, y la objetivación es el resultado de su acción. Pero para quien el pensar es sinónimo de tormento, evidentemente no podrá ni pensar ni contemplar. Él y sus “tres negaciones”. La dialéctica reducida a caja sincrónica, a “tres velocidades”. Hegel sentiría vergüenza ajena de semejante apologeta.
No vale la pena seguir aclarándole al lector las razones por las cuales el ya para entonces decrépito y obseso-compulsivo pretendía manipular un concurso de oposición en la Escuela de Estudios Políticos del modo más descarado, y por lo cual tuvo que ser denunciado, públicamente, por el propio jurado. El autor de estas líneas no conoce a una persona más honorable, íntegra y justa que el doctor Omar Astorga.
En cuanto al trabajo de ascenso para la categoría de profesor titular de quien escribe, calificado en su momento con mención honorífica y publicación por el jurado examinador, y efectivamente, publicado por Ebuc en 2010, al cual el viejo operario linotipista considera “pobre y lamentable”, solo conviene señalar que se trata de un intento de comprensión del marxismo teórico a la luz de tres interpretaciones que, entre nosotros, tienen el mérito de haberle devuelto al pensamiento de Marx su condición filosófica, no religiosa ni ideológica: la interpretación hecha por J. R. Núñez Tenorio, por Ludovico Silva y por Federico Riu. No había lugar para una “cuarta” interpretación. El muy lamentable y mediocre texto sobre Marx y Heidegger, escrito por Vásquez, no daba para su formulación. Y, por cierto, el lector prevenido ya se habrá dado cuenta de dónde proviene la saña del linotipista.
Es verdad que Ludovico Silva no solo fue un excelente lector de Marx, y que su polémica interpretación antimanualesca del marxismo le trajo odios y admiraciones, seguidores y detractores. Sus planteamientos, hechos en una época que se proponía desmitificar al llamado “marxismo ortodoxo” o “soviético”, son sin duda una gran contribución al debate que, precisamente, motivan a pensar, aunque no a “atormentarse”. Pero el atormentado de Vásquez sostiene que el autor de las “Tres fundamentaciones de la filosofía marxista en Venezuela” –aparte de no haber leído nunca a Hegel ni a Marx, a pesar de haber dictado los cursos obligatorios de Hegel y Marx durante los últimos 25 años en la Escuela de Filosofía de la UCV–, coincide de plano con Ludovico Silva. Será necesario tratar de comunicarse de algún modo con el jurásico “exégeta” de un Hegel convertido en momia, salido de alguna maqueta hollywoodense de los años cincuenta, a fin de advertirle que, ¡si pensara!, pronto caería en cuenta de que la interpretación hecha por Ludovico Silva de Hegel, y particularmente de su dialéctica, es sometida a un riguroso examen, con el propósito de demostrar las deficiencias e insuficiencias que comporta. Silva es uno de esos intérpretes de Marx que intenta, desesperadamente, valorar la supuesta “cientificidad” del autor de El Capital separándolo de la filosofía de Hegel y, por supuesto, de la dialéctica. Cosa que es conceptual e históricamente imposible.
El autor de esta última y definitiva respuesta contra un reconcomiado fraude, una osamenta insepulta que se atreve a señalar que no existe en el universo una sola interpretación acertada y válida sobre Hegel aparte de la suya, y que se ha dado la estrambótica “cachaza” de afirmar que Heidegger, Hartmann, Lukács, Adorno, Wahl, Hippolite, Kojeve, entre otros, nada saben de Hegel, debe confesar que, durante sus años de estudiante universitario, tuvo la desventura de comenzar a leer la Fenomenología del espíritu con el famoso “platanote”. Y, a pesar de haber obtenido una muy alta calificación, nada aprendió, aparte de re-cordar –jamás de memorizar– aquel patético ejemplo que pretendía explicar la dialéctica con “el juego de la correíta”. Lo curioso es el hecho de haber dictado durante tantos años el curso de Hegel y no haberlo leído. Esa sí que es una auténtica Astucia de la razón. Es preferible presumir de las axilas que de las malas traducciones.
Por fortuna, lo que para Vásquez es un defecto se transformó, para bien, en una virtud. Pronto el tránsito necesario y determinante por la duda y la desesperación hegelianas se hicieron, para quien escribe, forma mentis, en las manos, o bajo la magistral conducción, de quien nunca ha negado y nunca tendría razones para negar: sí, se trata de un gran maestro de vida y un auténtico mentor espiritual. No hay otro modo de agradecer eternamente la paciente labor de Giulio F. Pagallo.
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