Nietzsche y la definición de hombre -Superhombre- por Ortega y Gasset.

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EL SOBRE HOMBRE
Articulo de El Imparcial, 13 julio 1908.


TODOS los que no siendo actualmente demasiado viejos nos hemos dejado llevar desde la niñez a un comercio supérfluo y tenaz con las cosas del espíritu encontramos en el recuerdo de nuestros dieciocho años una atmósfera caliginosa y como un sol africano que nos tostó las paredes de la morada interior. Fue aquella nuestra época de «nietzscheanos»; atravesábamos a la sazón, jocundamente cargados con los odrecillos olorosos de nuestra juventud, la zona tórrida de Nietzsche. Luego hemos arribado a regiones de más suave y fecundo clima, donde nos hemos refrigerado el torrefacto espíritu con aguas de alguna perenne fontana clásica, y sólo nos queda de aquella comarca ideal recorrida, toda arena ardiente y viento de fuego, la remembranza de un calor insoportable e injustificado. Y, sin embargo, no debemos mostrarnos desagradecidos. Nietzsche nos fue necesario; si es que algo de necesario hay en nosotros, pobres criaturas contingentes y dentro de los aranceles de la historia universal probablemente baladíes. Nietzsche nos hizo orgullosos.
Ha habido un instante en España —¡vergüenza da decirlo!— en que no hubo otra tabla donde salvarse del naufragio cultural, del torrente de achabacanamiento que anega la nación un día y otro, que el Orgullo. Gracias a él pudieron algunos mozos inmunizarse frente a la omnímoda epidemia que saturaba el aire nacional. «Vous étes appelés á recommencer l'histoire!», clamaba Barreré a los hombres de la Asamblea Legislativa, y esto, que es por sí mismo una ridiculez, parece en ocasiones necesario si ha de salvarse algo del maltraído equipaje de la cultura. Fue forzoso a aquellos españoles jóvenes creer que España nacía con ellos, que habían venido sobre la tierra por generación espontánea, sin colaboración de los antepasados, y, en consecuencia, sin la morbosa herencia de lo antes pasado. Movióles el orgullo a buscar una norma propia para sus propias energías, a cavarse en el árido terruño un estuario por el que fluir libremente y sin contagio repudiando las normas tradicionales y los cauces viciados. Pero las cosas han ido adobándose con mejor ventura y el ambiente espiritual de España ha mejorado un poco —no por virtud de la sabiduría catalana ciertamente, sino más bien por una mezcla dichosa de lo vasco y asturiano con lo de la región que fue rica en «castiellos». Es, pues, hora buena para corregir nuestra formación antigua y rectificar las capas juveniles de nuestro ánimo. Convengamos en que la historia comenzó un chorro de siglos antes de nuestra venida. Fue nuestro orgullo una de esas mentirijillas benéficas y necesarias merced a las cuales va el mundo poco a poco hacia una organización superior y que forman parte de lo que Renán —¡siempre Renán!—- llamaba plan jesuítico de la naturaleza. Acabo de leer un libro de Jorge Simmel, donde el celebérrimo profesor habla de Nietzsche con la agudeza que le es peculiar, más sutil que profunda, más ingeniosa que genial. Las opiniones centrales de Nietzsche me parecen, no obstante, admirablemente fijadas en este libro. Desde su primera obra —«El nacimiento de la tragedia del espíritu musical»— hasta su última carta (1888) escrita, en plena amencia, a Jorge Brandes y firmada «El Crucificado», Nietzsche ha movido guerra vehemente y sin tregua al problema más hondamente filosófico: la definición del hombre. El problema es, asimismo, lo único que de científico tiene su labor. Las revoluciones políticas, la del patentemente, son también luchas por la definición del hombre, y, sin embargo, suele hallarse en las barricadas muy poca filosofía. Si hubiera de determinarse con puntualidad cronológica la hora en que ésta aparece plenamente sobre el haz de Europa, habría que escoger aquella en que Sócrates se preguntó: ¿Qué cosa es el hombre?

Los clásicos de la filosofía han ido pasándose de mano en mano, siglo tras siglo, esta cuestión, y cuando la pregunta se escurría por descuido o adrede, entre dos manos, cayendo sobre el pueblo, reventaba una revolución. La definición del hombre, verdadero y único problema de la Ética, es el motor de las variaciones históricas. Por eso los gobernantes han perseguido en todo tiempo la «moralita», explosivo espiritual, y han hecho lo imposible para precaverse ante el terrorismo de la Ética. Si Nietzsche, por tanto, busca una nueva definición del hombre, queda fuera de toda duda que se afana tras una nueva moral. Zarathustra es un moralizador, y acaso de los más fervientes. La palabra «amoralismo», usada por algunos escritores en los últimos años, no es sólo un vocablo bárbaramente compuesto, sino que carece de sentido. Nietzsche busca también una norma de validez universal que determine lo que es bueno y lo que es malo. Guando habla «allende el bien y el mal», entiéndase el bien y el mal estatuido por la moral greco-cristiana, con quien es necia y groseramente injusto. «La moral, ruge el ardiente pensador, es hoy en Europa moral de rebaño; por consiguiente, sólo una especie de moral humana, junto a la cual, antes de la cual y después de la cual son o deben ser posibles muchas otras, y, desde luego, superiores, morales».

El siglo xix —dice Simmel— ha creado una noción cuantitativa, extensiva de la «humanidad»: según ella, lo social, lo comunal, es lo humano. El individuo no existe realmente: es el punto imaginario donde se cruzan los hilos sociales. Los cuerpos se componen de átomos, pero los átomos son elementos hipotéticos, ficticios: en la realidad sólo hay cuerpos, es decir, compuestos; lo simple es sólo un pensamiento. Sólo es real la sociedad; el individuo es un fantasma como el átomo. Por consiguiente, lo individual no es lo que tiene un valor absoluto, capaz de servir de norma, sino lo general, lo común a todos los hombres. El producto político de esta noción de humanidad es el socialismo; como lo humano es lo común, más vale los muchos que los pocos, más importante es mejorar en lo posible la suerte de una gran masa que cultivar, a fuerza de esclavitudes, unos cuantos ejemplares exquisitos. A esta noción extensiva de humanidad opone Nietzsche lo siguiente: cierto que el individuo no es un algo aislado, pero de aquí no se sigue que haya de ser la muchedumbre norma de valores. Al través de la historia se ha ido creando un capital de perfecciones espirituales, y así como el socialismo —Nietzsche suele decir «nihilismo»— al socializar el capital imposibilitará la existencia de riqueza intensiva, así también impedirá ei henchimiento progresivo de la cultura, que ha sido y será siempre obra de unos pocos, de los mejores. La cultura es la verdadera humanidad, es lo humano: con la expansión de las virtudes nobles no se hacen mayores, más intensas estas virtudes.

En cada época unos hombres privilegiados, como cimas de montes, logran dar a lo humano un grado más de intensidad: lo que suceda a la muchedumbre carece de interés. Lo importante es que la humanidad, la cultura, aumente su capital en unos pocos: que hoy se den algunos individuos más fuertes, más bellos, más sabios que los más sabios, más bellos y más fuertes de ayer.

Nótese bien una cosa: para Nietzsche no tienen valor esos individuos por ser individuos: Nietzsche no es individualista ni egoísta. No todo individuo por ser un «yo», un «sujeto», debe ser considerado como norma, sino aquellos individuos cuyo ánimo, cuya «subjetividad » pueda tener un valor objetivo para elevar un grado más, sobre los hasta aquí alcanzados, al tipo Hombre. El conjunto, pues, de virtudes culturales —no digamos ahora cuáles son éstas— cada vez más perfectas y potentes, es lo que Nietzsche llama humanidad, oponiendo al concepto extensivo y cuantitativo, que dan a esta palabra los altruistas, una noción cualitativa e intensa. Para Nietzsche vivir es más vivir, o de otro modo, vida es el nombre que damos a una serie de cualidades progresivas, al instinto de crecimiento, de perduración, de capitalización de fuerzas, de poder. E l principio de la vida, la voluntad de la vida es «Voluntad de poderío». Tanto de vida habrá en cada época cuanto más libre sea la expansión de esas fuerzas afirmativas. De aquí que la moral de Zarathustra imponga como un deber fomentar la liberación de esas energías. En cada siglo ciérnese ante las miradas de los fuertes el ideal de una organización humana más libre y expansiva donde unos cuantos hombres podrán vivir más intensamente. Este ideal es el Superhombre.

Como se ve, Nietzsche no predica el rompimiento de toda ley moral. «El hecho —nota Simmel— de que se haya tomado esta doctrina como un egoísmo frivolo, como la santificación de una epicúrea indisciplina, es uno de los errores ópticos más extraños en la historia de la moral». Zarathustra escupe mil desdenes e improperios contra los snobs del libertinaje, a quienes falta el instinto para los altos fines de la humanidad. «Yo, grita, soy una ley para los míos, no para todos». Y en otro lado: «No se debe querer gozar». «El alma distinguida se tiene respeto a sí misma». En fin: «El hombre distinguido honra en sí mismo al potente, al que tiene poder sobre sí mismo, al que sabe hablar y callar, que ejercita placentero rigidez y dureza consigo mismo y siente veneración hacia todo lo rígido y duro».
            
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