Foucault, el Panóptico y la Era de la Vigilancia: El Poder de la Mirada Invisible
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El diseño del Panóptico revela que la eficacia del poder no reside en la fuerza, sino en la permanente visibilidad del individuo. |
Imagina por un momento la naturaleza del poder. Es fácil evocar la imagen de una fuerza visible, aplastante; el golpe del martillo de un juez, el filo de la espada de un verdugo en la plaza pública. Pensemos en el suplicio de Damiens, el regicida, descuartizado en 1757 ante una multitud en París. Un poder que se exhibe, que aterroriza a través del espectáculo de su propia fuerza. Sin embargo, como nos enseñó el filósofo Michel Foucault, existe otra forma de poder, una mucho más sutil y, quizás, más profunda y eficaz. Una que no necesita del estruendo ni del escenario, sino del silencio, la disciplina y de una simple, pero constante, mirada. Es el paso del patíbulo a la celda, del castigo sobre el cuerpo a la ortopedia del alma.
Lectura: El Panoptismo, de Vigilar y castigar
He aquí el diagrama del Panóptico. En la periferia, una construcción en forma de anillo; en el centro, una torre, esta, con anchas ventanas que se abren a la cara interior del anillo. La construcción periférica está dividida en celdas, cada una de las cuales atraviesa toda la anchura de la construcción. Tienen dos ventanas, una que da al interior, correspondiente a las ventanas de la torre, y la otra, que da al exterior, permite que la luz atraviese la celda de una parte a otra. Basta entonces situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda a un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un escolar. Por el efecto de la contraluz, se pueden percibir desde la torre, recortándose perfectamente sobre la luz, las pequeñas siluetas cautivas en las celdas de la periferia. Tantos pequeños teatros como celdas, en los que cada actor está solo, perfectamente individualizado y constantemente visible. El dispositivo panóptico dispone unas unidades espaciales que permiten ver sin cesar y reconocer al punto. En suma, se invierte el principio del calabozo; la plena luz y la mirada de un vigilante captan mejor que la sombra, que en último término protegía. La visibilidad es una trampa.
De ahí el efecto principal del Panóptico: inducir en el detenido un estado consciente y permanente de visibilidad que garantiza el funcionamiento automático del poder. Hacer que la vigilancia sea permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su acción; que la perfección del poder tienda a volver inútil la actualidad de su ejercicio; que este aparato arquitectónico sea una máquina de crear y de sostener una relación de poder independiente de aquel que lo ejerce; en suma, que los detenidos se encuentren insertos en una situación de poder de la que ellos mismos son los portadores. Para esto, es a la vez demasiado y demasiado poco que el detenido sea observado sin cesar por un vigilante: demasiado poco, porque lo esencial es que se sepa vigilado; demasiado, porque no tiene necesidad de serlo efectivamente. Por ello, Bentham sentó el principio de que el poder debía ser visible e inverificable. Visible: el detenido tendrá sin cesar ante sus ojos la elevada silueta de la torre central de donde es espiado. Inverificable: el detenido no debe saber jamás si en aquel momento se le mira; pero debe estar seguro de que siempre puede ser mirado.
El Panóptico es una máquina de disociar la pareja ver-ser visto: en el anillo periférico, se es totalmente visto, sin ver jamás; en la torre central, se ve todo, sin ser jamás visto. Dispositivo importante, ya que automatiza y desindividualiza el poder. El poder tiene su principio no tanto en una persona como en una cierta distribución concertada de los cuerpos, de las superficies, de las luces, de las miradas; en un equipo cuyos mecanismos internos producen la relación en la cual están insertos los individuos. Las ceremonias, los rituales, las marcas por los que el poder del soberano se manifestaba, son inútiles. Hay una maquinaria que garantiza la asimetría, el desequilibrio, la diferencia. Poco importa, por consiguiente, quién ejerce el poder. Un individuo cualquiera, casi tomado al azar, puede hacer funcionar la máquina: a falta del director, su familia, sus amigos, sus visitantes, incluso sus criados. Del mismo modo, poco importa el móvil que lo anima: puede ser la curiosidad de un indiscreto, la malicia de un niño, el apetito de saber de un filósofo que quiere recorrer este museo de la naturaleza humana, o la perversidad de quienes gustan de espiar y de castigar. Cuantos más numerosos sean esos observadores anónimos y pasajeros, más aumentan para el detenido el peligro de ser sorprendido y la conciencia inquieta de ser observado.
El Panóptico es una máquina maravillosa que, a partir de los deseos más diversos, fabrica efectos homogéneos de poder. Una sujeción real nace mecánicamente de una relación ficticia. De suerte que no es necesario recurrir a la fuerza para obligar al condenado a la buena conducta, al loco a la calma, al obrero al trabajo, al escolar a la aplicación, al enfermo a la observancia de las prescripciones. Bentham se maravillaba de que el dispositivo panóptico pudiera ser tan ligero: no más rejas, no más cadenas, no más cerraduras macizas; basta con que las separaciones sean nítidas y las aberturas estén bien dispuestas. El peso de las antiguas casas de seguridad es sustituido por la geometría simple y económica de una "casa de certeza".
Cita: Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Siglo XXI Editores. (El texto corresponde al inicio del capítulo "El Panoptismo", de la tercera parte, "Disciplina". La paginación varía según la edición).
La anatomía de una nueva vigilancia
Hubo un tiempo en que el castigo era un ritual público, un teatro del dolor infligido sobre el cuerpo del condenado para reafirmar la autoridad absoluta del soberano. La ley se inscribía a fuego y sangre sobre la carne. Pero algo cambió en la transición hacia la modernidad. Silenciosamente, la sociedad descubrió una tecnología de control más económica, generalizada y eficiente. Ya no se trataba de someter el cuerpo mediante la tortura, sino de moldear el "alma", de corregir la conducta, de fabricar un nuevo tipo de individuo.
Del suplicio a la disciplina
Este giro no representa una simple "humanización" de las penas, una evolución hacia la benevolencia. No, al menos no en un sentido simple. Es el surgimiento de una forma de poder mucho más refinada: el poder disciplinario. Un poder que no busca la venganza espectacular, sino la normalización silenciosa; no aniquila, sino que produce "cuerpos dóciles", individuos útiles, productivos y predecibles, perfectamente adaptados a los engranajes de las nuevas instituciones: la fábrica, la escuela, el hospital, el ejército. El objetivo ya no es un cuerpo suplicado, sino un cuerpo sometido y ejercitado, un cuerpo que obedece antes de que se le ordene.
Pero, ¿cómo funciona este poder? Foucault nos advierte que no debemos buscarlo en un único punto, como una fuerza centralizada que emana de un trono o un gobierno. Es más bien una red, una microfísica de relaciones de fuerza que atraviesa toda la sociedad, que se ejerce en cada institución y en cada relación. No se limita a prohibir o reprimir con un "no" rotundo. Su verdadera eficacia reside en su capacidad de producir: produce saberes, discursos, realidades y, en última instancia, nos produce a nosotros mismos como sujetos. Las ciencias humanas —la psicología, la psiquiatría, la sociología, la criminología— no son, desde esta perspectiva, un simple ejercicio de descubrimiento de la verdad sobre el ser humano. Son, a su vez, herramientas que clasifican, miden, diagnostican y, en definitiva, normalizan a los individuos dentro de esta red de poder. Definen lo que es "normal" y, por tanto, también lo que es "anormal", lo que debe ser corregido, tratado o excluido.
El Panóptico: la arquitectura del alma
Para comprender esta nueva economía del poder, un diseño arquitectónico se revela como la metáfora perfecta, el diagrama puro de esta tecnología disciplinaria: el Panóptico. Concebido a finales del siglo XVIII por el filósofo utilitarista Jeremy Bentham, su estructura es de una simplicidad tan genial como inquietante. Imagina un edificio en forma de anillo, dividido en celdas individuales que lo atraviesan de parte a parte. En cada celda, un prisionero, un obrero, un estudiante o un enfermo. En el centro del anillo, una torre de vigilancia con grandes ventanales que se abren hacia el interior de la circunferencia.
Gracias a un estudiado juego de contraluz, cada persona en su celda es perfectamente visible desde la torre, como un actor solitario en un pequeño escenario iluminado. Su silueta se recorta nítidamente, impidiendo cualquier sombra o rincón donde ocultarse. Sin embargo, desde la celda, es imposible ver al vigilante en la torre central, que permanece en la oscuridad. El recluso no sabe si hay alguien en la torre, ni si está observando en ese preciso instante. Solo sabe que podría estar siendo observado en cualquier momento.
La interiorización de la mirada
Y aquí, en esta disimetría fundamental de la visibilidad, reside la clave de todo el dispositivo. Su efecto más profundo y perverso es inducir en el individuo un estado de visibilidad consciente y permanente. La simple posibilidad de ser observado, la amenaza constante e inverificable de la mirada, garantiza el funcionamiento automático del poder. Ya no es necesario un vigilante omnipresente, ni el uso constante de la fuerza bruta. La persona vigilada interioriza la norma y la mirada del vigilante; se convierte en su propio supervisor, en el principio de su propio sometimiento.
Es decir, se establece una creencia —la creencia de que "puedo ser visto"— y esa creencia es suficiente para modelar el comportamiento de forma continua. La disciplina ya no es una fuerza externa que se impone de manera violenta; es un mecanismo de autocontrol que se instala en el interior del propio sujeto. Bentham lo vio como el colmo de la eficiencia: el poder se vuelve automático y desindividualizado. Ya no importa quién ejerce el poder. Puede ser cualquiera, o incluso nadie. Lo que importa es la maquinaria, la arquitectura que dispone los cuerpos en una relación de poder permanente.
Vivir bajo la mirada invisible
La genialidad del dispositivo, como Foucault demostró, va mucho más allá de los muros de una prisión. Es el diagrama de una sociedad disciplinaria. Vivimos en una "sociedad panóptica", donde la vigilancia se ha diseminado, volviéndose difusa, constante y, a menudo, digital. Ya no es solo la torre de una prisión; es la cámara de seguridad en la esquina, el algoritmo que analiza nuestros datos, la gestión de nuestra huella digital y la presión social por encajar en un ideal de "normalidad" exhibido en las redes.
El Panóptico digital del siglo XXI
Las redes sociales son, quizás, la encarnación más perfecta del Panóptico contemporáneo. En ellas, somos simultáneamente los prisioneros en nuestras celdas (nuestros perfiles) y los vigilantes en la torre (nuestro "timeline"). Exhibimos una versión curada y normalizada de nuestras vidas bajo la mirada potencial de una audiencia invisible, autorregulando nuestros gestos, nuestras opiniones y nuestros deseos para ajustarnos a una norma no declarada, a cambio de validación en forma de "me gusta".
Esta vigilancia incesante, ya sea a través de algoritmos de recomendación, sistemas de crédito social o software de monitorización en el trabajo, busca la normalización y la predicción de nuestras vidas. Nos comportamos como si siempre estuviéramos siendo observados, no por un Gran Hermano totalitario, sino por un sistema anónimo e impersonal. El poder se ha vuelto automático, desindividualizado y, en gran medida, voluntario. Ya no importa quién ejerce la mirada; lo que importa es que estamos atrapados en su campo, siendo simultáneamente sujetos y objetos de un control que parece no tener un rostro definido, solo una lógica de eficiencia y optimización.
Más allá de la celda: ¿Es posible la fuga?
Así, la pregunta que emerge de esta reflexión foucaultiana no es tanto como liberarnos de una opresión visible y centralizada, sino cómo encontrar un espacio de autenticidad cuando la vigilancia más eficaz es la que hemos aprendido a ejercer sobre nosotros mismos. Si la prisión está en nuestra mente, si somos los portadores de nuestra propia celda, ¿dónde se encuentra la llave? Foucault no ofrece respuestas fáciles, pero su análisis nos proporciona la herramienta más crucial: la conciencia del mecanismo. Entender cómo funciona la red de poder es el primer paso para poder identificar sus fisuras, para crear "contra-conductas" y para buscar, quizá, el derecho a la opacidad en un mundo que exige una transparencia total. La cuestión, hoy más que nunca, es si podemos aprender a actuar como si, por un momento, nadie estuviera mirando.