Boceto para una filosofía política latinoamericana
![]() |
| El mestizaje como acto de creación y matriz para una nueva filosofía política. |
Pensar filosóficamente, desde la América Latina, exige la revisión de los presupuestos que han orientado la comprensión de sus formas políticas y de su historia. Esa es, en sustancia, la inquietud que recorre el más reciente ensayo de Jonatan Alzuru. Su “boceto” no es un simple ejercicio preliminar, sino el gesto inicial de un proyecto que aspira reinventar la filosofía política desde la experiencia concreta del continente, y muy particularmente desde el mestizaje venezolano. El mapa conceptual que sigue retoma el itinerario originalmente trazado, no para resumirlo en sus conclusiones, sino para exponer la arquitectura inmanente de sus ideas, su particular modo de articular tradición, lenguaje, teología, cuerpo, estética y política en una misma trama.
En este sentido, Alzuru propone que “el pensamiento latinoamericano” solo se puede afirmar si parte de la propia “experiencia de la conciencia”. No se trata de una reivindicación identitaria de carácter natural —tan frecuente como insuficiente—, sino de reconocer que toda filosofía se enraíza en una forma específica de vida, o como diría Hegel, en la historicidad de su propio tiempo y de su propia Bildung. Por ejemplo, el mestizaje venezolano es más que un dato sociológico: constituye una matriz conceptual desde la cual pensar la relación entre sujeto, comunidad y poder. Así entendido, el mestizaje no es una mezcla pasiva, sino un acto vivo de creación, un punto móvil en el que convergen múltiples tradiciones —indígena, hispánica, africana, cristiana— cuya tensión estructural produce un modo singular de comprender el mundo. En esa clave, el mestizaje se convierte en una categoría filosófica que no describe un origen, sino una dinámica permanente. Es, en términos de la filosofía de la praxis, el resultado del espacio donde la vida se rehace a sí misma. De allí que constituya el cimiento de una filosofía política que se piense desde la experiencia latinoamericana y no desde la reproducción mecánica de los modelos europeos o anglosajones, es decir, desde la abstracción o la genericidad de un “Occidente” que, por cierto, ha devenido término sin contenido y sin significado real en la actualidad. No se trata de negar -a la manera de Voltaire- la propia condición occidental, sino de su Aufgehoben, es decir, de su superación y conservación a un tiempo.
Quizá por eso, uno de los ejes más originales del ensayo de Alzuru sea el de la crítica de la estructura “arborescente” del pensamiento occidental. El árbol representa la verticalidad, el orden rígido y jerárquico: un saber organizado con raíces fijas, troncos delimitados, ramas predecibles. Alzuru sostiene que semejante forma de ordenar el pensamiento —y que también es una forma de ordenar la política— ha condicionado las instituciones, las categorías y hasta el lenguaje de la América Latina. Frente a ese modelo, el autor propone la imaginación rizomática, inspirada en Deleuze y Guattari. El rizoma no presupone un origen único ni una teleología, sino múltiples conexiones, desplazamientos y aperturas. El pensamiento ya no avanza solo por deducción sino, además, por irradiación. No surge de un centro estático, sino de muchos encuentros provisionales. Esta metáfora se convierte en una clave hermenéutica que permite pensar la política desde la multiplicidad, que está a la base de la cultura latinoamericana, y no desde la uniformidad de los esquemas heredados por la tradición. La filosofía política latinoamericana, entonces, no puede edificarse como un sistema cerrado, sino como un mapa de referencias y relaciones, un tejido vivo en el que convergen prácticas, lenguajes, imaginarios, estéticas, mitologías, saberes ancestrales y tecnologías contemporáneas. Filosofar en América es dibujar el mapa de la celebración de la diferencia.
De ahí que uno de los aspectos esenciales del libro esté en la revalorización de la importancia filosófica de la lengua española. Para Alzuru, el idioma no es un simple vehículo de comunicación, sino la estructura simbólica que articula la experiencia del ethos. El español —con su tradición literaria, religiosa y política— no solo refleja una historia, sino que la modula, la orienta, la anticipa. En la lengua se condensan las formas posibles de la historicidad en la comprensión del poder, la comunidad y la justicia. Un énfasis que, por cierto, recuerda la intuición heideggeriana de que el lenguaje es “la casa del ser”, solo que, a la manera del barroco de Aleijadinho, Alzuru lo desplaza hacia un registro de lectura histórico y mestizo: es la lengua como territorio compartido, moldeado por la conquista, la evangelización, la resistencia, la oralidad popular y la reinvención cotidiana de los pueblos latinoamericanos. Así, pues, pensar políticamente desde América Latina impone la exigencia de repensar la potencia simbólica del español, su capacidad para decir el mundo desde la mixtura, la tensión y la creatividad.
Otro aspecto que conviene tener presente de este “boceto” es la revalorización de la teología latinoamericana. Frente a la visión modernista, que contrapone religión y política, Alzuru muestra que la matriz teológica —especialmente la cristiana y, dentro de ella, la protestante— ha configurado estructuras profundas del poder contemporáneo, incluso en sus formas aparentemente seculares. El gesto es doble: por un lado, muestra que la política moderna nunca fue del todo laica, pero, por el otro, sostiene que la teología latinoamericana contiene claves —imaginativas, éticas y narrativas— capaces de pensar el poder de un modo diferente. Por ejemplo, el modo particular de concebir la figura de Cristo, la noción de gracia, la dimensión comunitaria, el simbolismo del sacrificio y la promesa de liberación, forman parte del imaginario político latinoamericano, aunque no se lo reconozca explícitamente. Por eso mismo, una filosofía política latinoamericana no puede prescindir de la compenetración de la teología y de su reinterpretación como parte del horizonte simbólico del sentido, y no como mera superstición premoderna.
Alzuru no concibe la filosofía como una construcción exclusivamente conceptual. En correspondencia con su propia línea de pensamiento, subraya la unidad orgánica de cuerpo, experiencia y pensamiento. Filosofar no es, a su juicio, elevarse por encima de la vida, sino profundizar en ella. El cuerpo es el archivo de la memoria, el lugar de inscripción de la historia y el espacio donde se revelan las tensiones del poder. Este énfasis desemboca en una dimensión estética: la música, la literatura, el paisaje, la gestualidad, la voz. La filosofía política latinoamericana no nace en el aula ni en los sistemas conceptuales sino en los ritmos populares, en la danza, en la violencia social, en la esperanza política, en la práctica comunitaria. La estética no es un ornamento, sino la condición sine qua non de posibilidad de la praxis social y política.
Es verdad que este ensayo de Alzuru se autodefine, apenas, como un “boceto” a “mano alzada” de lo que exhorta a construir. No obstante, comporta las premisas de su propio concrecimiento. Destaca, entre ellas, la idea de Casas de Educación Integral, espacios comunitarios donde la formación no reproduce el modelo escolástico, esquemático y tradicional de Occidente, sino que incorpora la experiencia petrolera, los saberes populares, la tecnología digital y la conciencia histórica del mestizaje. La educación es entendida como praxis creadora, como formación de un sujeto capaz de pensar y actuar en su propio territorio simbólico. Y, de igual modo. el autor explora la dimensión económica y tecnológica del poder, especialmente en relación con la industria petrolera, la digitalización y la estructura global del capital. La política latinoamericana debe pensarse no solo desde el pasado, sino desde su inserción en las dinámicas contemporáneas del poder técnico.
Tal es el mapa conceptual que desemboca en una tesis central: una filosofía política latinoamericana es posible a condición de que se piense desde su propia experiencia histórica y simbólica. Esa experiencia —mestiza, corporal, lingüística, teológica, estética y cotidiana— no puede ser reducida a categorías externas. América Latina no necesita una copia del canon, sino un pensamiento que surja de la diversidad que le es inherente a su propio suelo. Alzuru no ofrece un sistema acabado sino, más bien, una invitación: la filosofía es un acto vital, un ejercicio de libertad creadora, un intento de comprender el poder desde las formas reales de vida de los pueblos. Y en este sentido, su “boceto” es ya un gesto político: la afirmación de que América Latina es capaz de poder pensar por sí misma.

Publica un comentario: