Así pues, lo que une a los hombres es la necesidad de sociedad que brota de su monotonía y vacuidad, pero no precisamente pocas cualidades desagradables y repulsivos inconvenientes los vuelven a dividir.
Arthur Schopenhauer
La unión es una forma, es una manera de encajar para cuadrar
un efecto esperado. La unión contiene esperanza, claro está, es de parte de
quien espera desde donde nace la civilización y toda forma de ayuda mutua. ¡Proletarios
de todo el mundo, uníos!... Hay una respuesta a la soledad investigada
científicamente, llega a conocerse como “puentes de afiliación renovadas”, en
donde se visualiza que las personas que sufrieron rechazos severos en épocas tempranas,
tienden a ofrecer más recompensas a quienes les ofrecen más y más compañía. Es
interesante notar quien o quienes le hacen compañía al ser humano actual: sus gustos,
sus likes; sus relaciones casi siempre laborales, familiares; sus cookies, las
formas de escucha que le devuelven soluciones rápidas, independientes y
aisladas. Entre menos se necesite a la comunidad mejor. Lamentablemente, se
suele eliminar este espejo que incrementa la solidaridad para terminar
confirmando que la solución misma es tecnológicamente vasta, aunque en última
instancia mínima. Los animales tomaron el rol de santos, y para muchos se terminó por satanizar a los seres humanos desconocidos en
particularidades, pero imaginados profundamente en conjunto. Esto plantea
seriamente la posibilidad de una soledad innata, infinita, es decir, una forma
de existencia en donde aspectos profundos de cada ser perteneciente o no, son
completamente ignorados, rechazados y negados. El estado natural del hombre es,
de facto, el sufrimiento (Schopenhauer). Cosa que termina por concretarse en el
hecho de buscar aquello que creemos conocer para acompañar lo desconocido de
nosotros con algo que existe para sí mismo.
Y pasaron los animales a santificarse, la bondad salvaje, para
despreciar lo humano, por la mera ignorancia, el temor y la pereza de despojarse
de aquello que nos sobra en demasía.
Como la mayoría de las cosas que merecen la pena, las relaciones humanas más valiosas están repletas de defectos y obstáculos (Aristóteles). No hay que temer a lo desconocido, aunque decirlo sea fácil, es ahí donde se encuentra aquello que tuvo que adaptarse, en lo salvaje se encuentra algo provisional para el rescate de una soledad que emana ya de todas partes, porque lo soluciona todo empeorándolo; que es inevitable, que participa con ahínco en el bagaje del día a día, pero que es engañada por la capacidad de buscar de acuerdo a sus límites solamente, sin una conexión trascendental más que lo más vulgar en los individuos; llevada de la mano como una añoranza que nunca llega, porque es aquella añoranza la extrañeza de lo que nos abruma, una forma de cubrir la brillantez de lo que se creyó ser, sin serlo, y de atarse porfiadamente a un deseo que cada vez se trata de cubrir más rápido. Es por ello que éstas personas modernas son la representación clara, precisa, contingente, de las debilidades que trajo consigo las comodidades y el acceso rápido a prácticamente casi todo, menos a lo que nos hace grandes para nosotros mismos, pasaremos a ser estatuas a las cuales se le irán a encender velas, esfinges que de vez en cuando recibirán adoración en proporción directa a lo que su utilidad represente. Es el precio de querer ser dioses, olvidarnos de nosotros mismos.
A Dios le fue imposible conseguir que le amaramos de veras.
El engaño de vivir el presente es preciso en tanto sigamos
prestándonos a estas relaciones reales de hecho, pero falsas en cuanto nos
alejan del florecimiento para la felicidad plena, la cuál es una forma de
determinar la vida. La alegría es su depositaria, quizás nunca en toda la
historia de la filosofía, se haya podido separar la alegría de la felicidad.
Esto no debería ser una obligación humana, pero podría, empero, la narrativa
filosófica jamás ha hablado de obligaciones.
Cada cual vive en un mundo distinto porque no tiene otra relación
directa con sus propias percepciones, sensaciones y movimientos; ergo, las
cosas exteriores no ejercen influencia alguna sobre él, sino en cuanto que
determinan estos fenómenos interiores. Es importante concretar la labor de lo
salvaje para encontrar el influjo intimo que nos pertenece, dado que, hablar de
lo salvaje es fácil sin hacerse cargo de las calamidades que esta liberación pudiera
traer. Lo aterrador es que no ejercemos nuestro propio salvajismo, debemos
sufrir el salvajismo de otro ente, otro sistema, una secta, que se presenta desde
las sombras por todos los ríos subterráneos de la subcultura, que sobrevivieron
haciendo lo mejor que saben hacer: ser brutales. Lo salvaje está dentro del imaginario
como algo caótico, embrutecido, libidinoso, demente, barbárico, siendo que
vemos en lo natural, con sus luces y sus sombras, que al fin y al cabo son
nuestras propias luces y sombras, una hermosa armonía alejada de las pesadas
cargas que los individuos llevan sólo por la garantía de llamarse civilizados.
Hay patrones, hay posibilidad de domeñación sobre lo natural, de esto no cabe
duda, así como el hombre mismo forma parte de la naturaleza y fue dominado. Aun
así, en nosotros, pareciera existir como en cualquier bestia salvaje una
categoría que no podemos tocar, que desconocemos por ajena, excelsa, sabia,
contemplativa, lúcida, pero que probablemente se haga nítida en la medida que
comparemos eso exterior con nuestro abismo, de tal manera de evitar la
senilidad de nuestra alma, la discapacidad de nuestro juicio, la inhabilidad de
nuestro ser. Un mendigo sano y dulce es más feliz que un rey enfermo y perverso.
Hace algún tiempo esto lo olvidamos.
La alegría es una moneda en efectivo de la felicidad, el resto de bienes, una letra de cambio. Lo salvaje es profundamente alegre. Supongo que entraremos por caminos pedregosos si queremos seguir por este lado, pero no se puede rehuir a la posibilidad de pensar, ni la alegría ni la libertad ni el bosque oscuro que se niega a mostrarse, pero que nos llama sin pensarlo. Sólo podemos sentir para el pesimismo y pensar para el optimismo. Los algoritmos lo formalizan, saben que pueden recurrir a nuestra superficialidad para atraer nuestra atención. Hay algo que se niega a morir, células que quieren y tienen que seguir reaccionando a estímulos que olvidamos alguna vez para el lenguaje, anestesiados como medios de prueba en entornos hostiles pero seguros, que nos ayudan a creer en nuestra autovalencia para rechazar al prójimo; para adorar a Horus, Seth o Bastet, pesando en el día del juicio sobre la balanza de Osiris, contra algo tan liviano como una pluma, nuestros corazones en los lejanos dominios del Duat.
Nuestro sistema político es el de la impaciencia, la interrupción de las cosas ordenadas naturalmente, interrupción artificial para suplir un deseo artificial de una realidad artificial.
El humano feliz es una línea geométrica que deja deslizar todos los pesares de la vida hacia el mar de su nacimiento. Esto es lo salvaje, la pluma, volar como águilas, en contra del viento.
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