Para poder concretar el proyecto, los dos pastores tenían que predecir cuántos pastores, aproximadamente, fallecían por año, cuántas viudas, cuántos huérfanos y cuántos años sobrevivirían las viudas. Los sacerdotes Webster y Wallace, como observa Harari, no se limitaron a rezarle a Dios para obtener respuesta de sus cálculos, ni las buscaron en las Escrituras. Como escocéses que eran, contactaron a un profesor de matemáticas de la universidad de Edimburgo, Colin Maclaurin y, entre los tres, recopilaron datos etarios y los usaron como insumo de sus cálculos probabilísticos, sustentando sus investigaciones en las llamadas “tablas” de Edmond Halley.
Con la ayuda de la “ley de los grandes números”, descubierta por Jakob Bernoulli, establecieron como patrón de medida el principio según el cual, aunque no es posible predecir el fallecimiento de un individuo, es posible, sin embargo, “predecir con gran precisión el resultado promedio de muchos acontecimientos similares, casi con total certeza”. El éxito de las pesquisas no se hizo esperar, dado que “sus cálculos resultaron ser asombrosamente exactos”. Mejor las enseñanzas de Bernoulli que las sentencias de Jeremías o las de San Juan. Y de hecho, como afirma Harari, hoy en día el fondo Webster & Wallace es una de las más importantes compañías aseguradoras del mundo entero, con activos cercanos a los 100.000 millones de libras. Tales fueron los orígenes no sólo de las llamadas “ciencias actuariales”, sino también de la razón instrumental que da soporte a la estadística y la demografía, fundada por Malthus. Pero, además, un aspirante a pastor anglicano, de nombre Charles Darwin, sentó las bases de su teoría de la evolución de las especies utilizando las herramientas que proporciona la demografía. De hecho, el cálculo de probabilidades le permitió “computar la verosimilitud de que una determinada mutación se extienda en una población dada”. A partir de entonces, se crearon los primeros fundamentos para la aplicación de los métodos demográficos y estadísticos en el ámbito de los estudios de economía, sociología, antropología, ciencias políticas, pedagogía didáctica, psicología y filología, entre otros campos pertenecientes a las ciencias humanas que, en algún momento, fueran calificadas como “ciencias del espíritu”, según las indicaciones hechas por Dilthey, pero con el cual ya no parecieran guardar la menor relación de comprensión. Eso sin mencionar la importancia que ha adquirido, por ejemplo, en el campo de la salud pública, en el de la genética o en el de la seguridad ciudadana. Entre tantos otros. El conjunto de las actuales relaciones sociales existentes está, de hecho, estadísticamente matematizado, al punto de que el ser social conteporáneo se traduce en términos de cifras. En una expresión, se trata de un ser des-cifrado que ha terminado por cifrar-se.
Sólo después de la publicación del Novum organum de Bacon y del Discurso cartesiano sobre el método, las matemáticas comenzaron a ser conscientemente acogidas como el nervio central de las relaciones entre conocimiento y poder. Como afirma Harari, “en la actualidad, pocos estudiantes estudian retórica; la lógica está restringida a los departamentos de filosofía y la teología a los seminarios. Pero cada vez más estudiantes se sienten motivados (o se ven obligados) a estudiar matemáticas”. Y hasta la lingüística y la psicología han encontrado su base de apoyo en las matemáticas, con lo cual “intentan presentarse como ciencias exactas”. La conclusión de Harari deja mucho para pensar: “Confucio, Buda, Jesús y Mahoma se habrían sentido desconcertados si se les hubiera dicho que, con el fin de comprender el alma humana y curar sus dolencias, primero hay que estudiar estadística”.
Es verdad que las conquistas alcanzadas por este tipo de conocimiento son inmensas. Nadie puede negar que los avances del modelo de matematización llevado a cabo por la formación social moderna y contemporánea han sido -y siguen siendo- sorprendentes y que han contribuido decisivamente en la mejora sustancial de la calidad de vida en todos sus aspectos. Y sin embargo, en la medida en la cual la humanidad prosigue, indetenible, hacia la reafirmación del triunfo del cómo sobre el por qué, en esa misma medida aumenta su fragilidad, su inseguridad y sus miedos. La vacuidad de su entendimiento, su estricto apego a las formalizaciones, ha terminado vaciando por completo su sensibilidad. Como nunca antes, la vieja expresión kantiana -“la sensibilidad sin el entendimiento es ciega, el entendimiento sin la sensibilidad es vacío”- ha cobrado la mayor vigencia. La sonrisa de Harari sólo muestra uno de los rostros de Jano. Y es que, como ha observado Hegel, “el movimiento de la demostración matemática no forma parte de lo que es el objeto, sino que es una operación exterior a la cosa”. Decía Bacon que “conocer es poder”. El conocimiento, en consecuencia, no tiene por objeto conocer(se) sino conquistar y preservar el poder. Hoy se afirma que no hay teoría definitiva, que todas son relativas y que, por ende, son desechables. Se suceden unas a otras, tal como los números. La verdad no cuenta, su saber(se) es inútil, en cuanto que no forma parte de las relaciones inherentes al poder. Sólo lo útil cuenta. Lo curioso es que todas estas afirmaciones acerca de la condición desechable del conocimiento, de su uso meramente profiláctico en pro de la conservación del poder, han devenido sentencias fijas e inamovibles, es decir, máximas absolutas. Es el problema con el entendimiento abstracto: todo lo invierte y lo fija. Sin proponérselo, hace de lo absoluto algo relativo y de lo relativo algo absoluto. Sus respuestas materiales son causa de la concentración de la incertidumbre espiritual. Y, mientras más plena los escenarios de mayor fastuosidad y glamour, más seca, más empobrece y vacía el alma humana. Cuando afirma niega y cuando niega afirma: es el origen secreto de la descomposición civil que se ha instalado en el presente y el anuncio de su bancarrota.
Quizá algún técnico llegue a observar que acá no hay soluciones sino denuncias. Es que el propósito de la filosofía no consiste en acicalar el cuerpo revestido de representaciones sino en el esfuerzo de sorprender su desnudez. Ella -la filosofia- es como el impertinente niño del impertinente cuento de Andersen: los mayores y más significativos éxitos del poder tutelado por las abstracciones del entendimiento, han terminado creando un mundo de pulsaciones instintivas e insustanciales que van conduciendo a la humanidad al retorno de la barbarie -¡paradoja de paradojas!-, en plena era nanotecnológica. No se triunfa sobre la barbarie entendiéndola sino comprendiéndola. Este presente pasará a la historia como el triunfo de la ignorancia.
Por José Rafael Herrera
/ @jrherreraucv
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