Giambista Vico: Conclusión ciencia nueva.

Una lectura de Vico qué, asièndola a nuestra época informa de una forma de comunicación entre el pueblo y el gobernante, la religiosa. Aquí descrita como ciencia nueva por Giambista Vico, qué de nueva tiene la formulación pero que dice, servía en las más crudas épocas feudales. Si atendemos a la ciencia nueva de Vico, podríamos entender el mundo social como compuesto por una realidades religiosa, una fuerza productora de sociedades que se guía por la providencia de la virtud.
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Una lectura de Vico qué, asièndola a nuestra época informa de una forma de comunicación entre el pueblo y el gobernante, la religiosa. Aquí descrita como ciencia nueva por Giambista Vico, qué de nueva tiene la formulación pero que dice, servía en las más crudas épocas feudales. Si atendemos a la ciencia nueva de Vico, podríamos entender el mundo social como compuesto por una realidad religiosa, una fuerza productora de sociedades que se guía por la providencia de la virtud. 


Ciencia nueva de Vico.
Pero, con el transcurso del tiempo, al desarrollarse cada vez más las mentes humanas, las plebes de los pueblos se desengañaron finalmente de la vanidad de tal heroísmo, y entendieron que ellos eran de igual naturaleza humana que los nobles; por lo que también ellos quisieron entrar en los órdenes civiles de las ciudades. De modo que, debiendo al cabo del tiempo ser soberanos esos pueblos, la providencia permitió que las plebes, antes, durante mucho tiempo, rivalizaran con la nobleza en cuanto a piedad y religión en las contiendas heroicas hasta que los nobles tuvieron que comunicar a los plebeyos los auspicios, para comunicarles también todos los derechos cívicos públicos y privados que se consideraban dependendientes de él; y así, el mismo cuidado de la piedad y el afecto de la religión llevara a los pueblos a ser soberanos en las ciudades: en lo que el pueblo románo se adelantó a todos los demás del mundo, y por eso llegó a ser el pueblo señor del mundo. De tal manera que, introduciéndose cada vez más el orden natural entre esos órdenes civiles, nacieron las repúblicas populares: en las que, puesto que se tenía que reducir todo a la suerte o la balanza, para que no reinase el azar o destino, la providencia ordenó que el censo fuera la regla de los honores; y así, los industriosos y no los infractores, los parcos y no los pródigos, los capaces y no los haraganes, los magnánimos y no los mezquinos de corazón, y en una palabra, los ricos en cualquier virtud o con alguna imagen de virtud, y no los pobres, con muchos y descarados vicios, fueran considerados óptimos para el gobierno. De repúblicas tales —donde pueblos enteros, que aspiran en común a la justicia, ordenan leyes justas, porque son universalmente buenas, que Aristóteles define divinamente como «voluntad sin pasiones», y tal es la voluntad del héroe que ordena las pasiones— salió la filosofía, a partir de la forma de esas repúblicas, destinada a formar al héroe y, para formarlo, interesada en la verdad; y así, la providencia ordenó: que, no habiéndose acercado más a través de los sentidos de la religión (como se había hecho antes) a las acciones virtuosas, la filosofía hiciese entender las virtudes en su idea, por cuya reflexión, si los hombres no practicaban la virtud, al menos se avergonzaran de los vicios, pues los pueblos diestros en obrar mal sólo así pueden mantenerse en el deber. Y a partir de las filosofías permitió que apareciese la elocuencia, que en consecuencia de la misma forma de esas repúblicas populares, donde se ordenan buenas leyes, fuese una apasionada de lo justo; y así, ésta, a partir de esas ideas de virtud incitara a los pueblos a ordenar buenas leyes. Determinamos con resolución que esta elocuencia floreció en Roma en los tiempos de Escipión el Africano, en cuya edad la sabiduría civil y el valor militar, pues ambos, que establecieron felizmente para Roma el imperio del mundo sobre las ruinas de Cartago, debieron llevar aparejados necesariamente una elocuencia robusta y sapientísima.

Pero, al irse corrompiendo también los Estados populares, y por tanto las filosofías (ya que, al caer en el escepticismo, los estultos doctos se emplearon en calumniar la verdad), y al surgir de aquí una falsa elocuencia, dispuesta igualmente a apoyar en las causas a las dos partes opuestas, sucedió que, usando mal la elocuencia (como los tribunos de la plebe en la romana) y no contentándose ya los ciudadanos con las riquezas para instituir el orden, quisieron hacer de ella su poder, como furiosos austros en el mar, promoviendo guerras civiles en sus repúblicas, las llevaron a un desorden total, y así, desde su libertad perfecta, la hicieron caer bajo una perfecta tiranía (que es lo peor de todo), es decir, la anarquía, o la desenfrenada libertad de los pueblos libres.

Ante este gran desastre de las ciudades la providencia obra uno de estos tres grandes remedios según el siguiente orden de las cosas civiles humanas.

Pues dispone, primero, el que se halle dentro de esos pueblos uno que, como Augusto, surja y se establezca como monarca, quien, ya que todos los órdenes y todas las leyes halladas para la libertad no bastaban ya para regularla y refrenarla, tenga en su mano todos los órdenes y todas las leyes con la fuerza de las armas; y por el contrario, constriña esa forma del estado monárquico, a la voluntad de los monarcas en ese su imperio infinito, dentro del orden natural de mantener contentos y satisfechos de su religión a los pueblos, así como de su libertad natural, sin cuya universal satisfacción y conformidad los Estados monárquicos no son ni duraderos ni seguros.

Luego, si la providencia no halla tal remedio dentro, lo va
a buscar fuera; y, ya que tales pueblos de tan corruptos que eran ya, se habían convertido por naturaleza en esclavos de sus desenfrenadas pasiones (del lujo, de la delicadeza, de la avaricia, de la envidia, de la soberbia y del fasto) y debido a los placeres de su disoluta vida se arruinaban en todos los vicios propios de vilísimos esclavos (como el ser mentirosos, astutos, calumniadores, ladrones, cobardes y simuladores), por tanto, dispone que lleguen a ser esclavos por el derecho natural de las gentes que sale de dicha naturaleza de las naciones, y acaben estando sometidos a naciones mejores, que les hayan conquistado con las armas, y por éstas se queden reducidos a provincias. En lo cual, además, refulgen dos grandes luces del orden natural: una es, que quien no puede gobernarse por sí mismo, se deje gobernar por otros que puedan; la otra, que gobiernen el mundo siempre los que son mejores por naturaleza.

Pero, si los pueblos marchitan en esta última peste civil, que ni dentro consienten a un monarca nativo, ni llegan naciones mejores a conquistarles y conservarles desde fuera, entonces la providencia, ante este su extremo mal, obra este extremo remedio: que —puesto que tales pueblos a modo de bestias no se habían acostumbrado sino a pensar en los propios intereses de cada uno y habían dado en el colmo de la delicadeza o, mejor dicho, del orgullo, como fieras que, al ser mínimamente contrariadas, se resienten y enfurecen, y así, en el mayor gentío o muchedumbre de cuerpos, viven como bestias inhumanas en una suma soledad de espíritu y de sentimiento, sin que apenas dos puedan ponerse de acuerdo porque cada uno sigue su propio placer o capricho—, por todo esto, con obstinadísimas facciones y desesperadas guerras civiles, llegan a hacer selvas de las ciudades, y de las selvas, cubiles de hombres; y de tal manera que, al cabo de largos siglos de barbarie, llegan a herrumbarse las malnacidas sutilezas del ingenio malicioso, que había hecho de ellos fieras más inhumanas con la barbarie de la reflexión de lo que lo habían sido con la primera barbarie del sentido. Ya que ésta mostraba una fiereza generosa, de la que otros podían defenderse, huir o guardarse; pero aquélla, con una fiereza vil, con halagos y abrazos, acecha en la vida y en las suertes de sus confidentes y amigos. Por ello, los pueblos de tal reflexiva malicia, con este último remedio que obra la providencia, aturdidos y estúpidos, no sienten ya ni las comodidades, ni las delicadezas, ni los placeres ni el fasto, sino solamente las utilidades necesarias para la vida; y, por el escaso número de los hombres que al fin quedan y por la abundancia de las cosas necesarias para la vida, llegan a ser naturalmente moderados; y, debido al retomo de la primera simplicidad del primer mundo de los pueblos, son religiosos, veraces y fieles; y así retoma entre ellos la piedad, la fe, la verdad, que son los fundamentos naturales de la justicia y son gracias y bellezas del orden eterno de Dios.

Porque precisamente los hombres han hecho este mundo de naciones (que fue el primer principio incuestionado de esta Ciencia, una vez que desesperamos de encontrarla en filósofos y filólogos); sin embargo, este mundo, sin duda, ha salido de una mente muy distinta, a veces del todo contraria y siempre superior a los fines particulares que los mismos hombres se habían propuesto; estos fines restringidos que, convertidos en medios para servir a fines más amplios, ha obrado siempre para conservar la generación humana en esta tierra. Ya que los hombres quieren usar la libido bestial y perder sus partos, y establecen la castidad de los matrimonios, de donde surgen las familias; quieren los padres ejercitar sin medida los poderes paternos sobre los clientes, y les someten a los poderes civiles, de donde surgen las ciudades; quieren los órdenes reinantes de los nobles abusar de la libertad señorial sobre los plebeyos, y llegan a la servidumbre de las leyes, que establecen la libertad popular; quieren los pueblos libres librarse del freno de sus leyes, y llegan a la sumisión de los monarcas; quieren los monarcas, con todos los vicios de la disolución que les asegura, envilecer a sus súbditos, y les disponen para soportar la esclavitud de naciones más fuertes; quieren las naciones perderse a sí mismas, y llegan a salvar sus avances en las soledades, de donde, como el fénix, resurgen nuevamente. Quien hizo todo esto, fue mente, porque lo hicieron los hombres con inteligencia; no fue destino, porque lo hicieron con elección; no azar, porque perpetuamente, haciéndolas siempre del mismo modo, salen las mismas cosas.

Por tanto, Epicuro es refutado de hecho, ya que dice que es
por el azar, y con él sus secuaces Hobbes y Maquiavelo; y de hecho es refutado Zenón, y con él Spinoza, que dicen que es por el destino. Por el contrario, de hecho se pone a favor de los filósofos políticos, cuyo príncipe es el divino Platón, que establece que la providencia regula las cosas humanas. Por lo que tenía razón Cicerón, que no podía razonar con Ático sobre las leyes, si éste no dejaba de ser epicúreo y no le concedía primero que la providencia regula las cosas humanas. Providencia que Pufendorf ignora en su hipótesis, Selden supuso y Grocio prescindió de ella; pero los jurisconsultos romanos la establecieron como primer principio del derecho natural de las gentes. Porque en toda esta obra se ha demostrado que los primeros gobiernos del mundo en su forma completa, tuvieron gracias a la providencia la religión, únicamente sobre la cual se fundó el estado de las familias; de ahí que, pasando a los gobiernos heroicos civiles o aristocráticos, aquella religión debiera de ser su principal y firme base; luego, llegando a los gobiernos populares, la misma religión sirvió a los pueblos para llegar a ellos; y deteniéndose finalmente en los gobiernos monárquicos, la religión debió de ser el escudo de los príncipes. Por lo que, al perderse la religión en los pueblos, no les queda nada para vivir en sociedad; ni escudo para defenderse, ni medio para aconsejarse, ni base donde regirse, ni forma por la cual estar en el mundo.
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