La tarea del obstinado

Incluso en el trabajo alienado podemos obstinarnos en la dignidad.
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Alineación frente a alienación

Hay un trabajo que realiza y un trabajo, que, como denunció Marx, aliena. El primero forma parte de nuestros proyectos y nuestros empeños. El segundo es, ante todo, supervivencia y mercancía. Nadie, si pudiera escoger, acataría alegremente la maldición bíblica de ganar el pan con el sudor de la frente. Y, sin embargo, incluso en ese ámbito obligado podemos intentar poner sentido y creatividad, en lugar de resignarnos al hastío y la amargura; oportunidad no para el conformismo, sino para otra rebeldía: la obstinación en forjarnos a nosotros mismos y en rescatar lo valioso. El individuo halla entonces ocasión para otro tipo de soberanía: alinearnos, en lugar de permitir que se nos aliene.   


El trabajo es amor hecho visible. Kahlil Gibran.

Su acontecer más íntimo es digno de todo su amor; en él debe usted trabajar, de un modo o de otro, y no perder demasiado tiempo ni demasiado ánimo en explicar a la gente su posición. Rainer M. Rilke.

Trabajar por lo que merece la pena es ahondar en nuestro propio valor; es adentrarnos en el camino que nos lleva a nosotros mismos; es ganar en dignidad y en sentido. Trabajar por lo que merece la pena es un acto de amor: a la vida, a la humanidad, a nuestros cercanos, a nosotros mismos. Al trabajar con pasión estamos conquistando mérito para el patrimonio común, ganando altura para todos, oponiéndonos a la mera facticidad, que tira de nosotros hacia el fondo. Al trabajar estamos afirmándonos como constructores, como creadores, como inventores, nos convertimos en presencia por más que efímera en la inmensidad ausente del universo frío.
Nuestras creaciones sinceras prolongan nuestro ser más allá de nosotros. Se dirá que lo hacen hacia la nada, puesto que al final han de perderse. Pero es una nada que brilla, una nada que por un instante tuvo nuestro nombre. Como Sísifo, levantamos nuestra pesada piedra por la cuesta, aunque sepamos que al alcanzar la cima rodará ladera abajo. Mientras ascendíamos éramos músculo, fuerza, voluntad. Se dirá que nada de eso es encomiable, pues no perdurará. Y, sin embargo, su valor no está en que perdure, sino en que se realice. ¿Cómo podemos estar seguros de que el tiempo tenga la razón?

¿Qué es lo bueno? Aquello en lo que estamos presentes. No necesariamente lo que está a nuestro favor, no lo que nos glorifica, sino lo que nos despliega, y nos enciende, y a la larga nos consume. El futuro es un sueño esquivo: solo el presente nos pertenece. Voluntad que se ejerce, que insiste frente a la resistencia del mundo: eso es todo lo que podemos pretender ser. Sísifo.
Pero, ¿por qué ponernos a trabajar, se dirá, por qué no dejarse ir y descansar? ¿Por qué no remitirse, como ya se proclamó, al derecho a la pereza? La pereza creativa es también tarea: el ineludible silencio sobre el cual se imprime la melodía de nuestra actividad. La pereza es el suelo que sostiene la tarea y el techo que la regula, la hace humana, la contiene para que no sobrepase nuestra medida. Pero la pereza sola no tendría valor si no hubiera un impulso al que ponerle pausa. La pereza sola es simplemente ausencia, que no es ni buena ni mala, simplemente indiferente. Somos pasión e intento, nada nos es más extraño que la indiferencia.

La pereza no nos haría felices; tampoco cualquier trabajo. Solo aquel que surge del afán y se desarrolla a sí mismo, sin dar cuenta más que de ese ímpetu. El trabajo útil tiene el valor de los objetos que están a nuestro favor: las herramientas que hacen más fructíferas nuestras manos. Pero demasiado pragmatismo nos aleja de la poesía, que es emoción. Además, y esto es lo peor, el pragmatismo le ha robado al individuo la propiedad de su trabajo, y lo ha convertido en esclavo de la codicia de otros. Marx lo describió con precisión estremecedora: el trabajo en el capitalismo es alienante, palabra que nos recuerda que somos desposeídos, que hay otros que se apropian de nuestra pasión, la domestican, la parasitan, la ponen a su servicio. Odiamos con razón ese trabajo que nos somete, que nos impone su tarea en lugar de servir a la nuestra.
Y, sin embargo, incluso ahí, ya que no tenemos más remedio que transigir con ese sometimiento, podemos intentar reivindicar algún instante de poesía. Mientras luchamos por recuperar la libertad y la dignidad, podemos buscar maneras de ser creadores. Es nuestra libertad última, la que no pueden robarnos, la del preso que permanece libre dentro de sus sueños y sus pensamientos.

El capitalismo salvaje nos ha escatimado incluso los refugios del estado del bienestar: hemos completado nuestro largo camino hacia la condición de máquinas. El trabajo ya no es ni una oportunidad ni una garantía: apenas una mustia obligación. Nunca lo pedimos con tanta angustia, y probablemente nunca nos sentimos tan atrapados en él.
Pero en ese sometimiento alienta aún un ápice de anhelo, de ardor, de obstinación. Mientras llegan la revolución o la debacle, podemos resistir en el baluarte de nuestros sueños: poner buen gusto donde solo parece quedar yerma productividad. Convertirnos en cómplices de quienes se rebelan: con una sonrisa, con un gesto de solidaridad, con un soplo a la desfalleciente brasa del entusiasmo por las cosas bien hechas. Mientras bajamos la cabeza, disimuladamente, podemos procurar avanzar en la dirección de nuestros sueños. Así, cuando un día se desmorone la fiebre saqueadora de los amos y el futuro se les caiga, hecho trizas, de las manos, tal vez hayamos puesto las bases de un mundo en el que los que sobrevivan puedan obstinarse, gozosos, en una tarea que valga la pena.

Publicado en mi blog Filosofías para vivir 12/1/2018
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