Nostálgia de objetividad

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Nada. Jose Rafael Herrera / @jrherreraucv.
¿Aún existe Venezuela? Esta pregunta la ha formulado recientemente Antonio Sánchez García, amigo de talante irreverente y, no pocas veces, seguidor, malgré lui, de la conocida frase del joven Marx, a propósito del “ser radical”. Asiduo lector de Hegel y Heidegger, se cuenta entre los selectos discípulos de los creadores de la teoría Crítica de la Sociedad, mejor conocida como la Escuela de Frankfurt, donde cursó estudios de la mano de Herbert Marcuse, el autor –entre otros célebres ensayos– de El hombre unidimensional. La respuesta, ante la pregunta de Antonio, sin duda sorpresiva y desconcertante für sich, merece la debida atención de la autoconciencia. Y merece, por eso mismo, ser considerada sin prejuicios, sin presuposiciones, pero, sobre todo, sin apasionamientos. En fin, sine ira et studio. Las llamadas “pasiones tristes” siempre están dispuestas a nublar la posibilidad de pensar y a empañar –creando espejismos– el proceso mediante el cual las apariencias van cediendo, retrospectivamente, su lugar al pensamiento concreto y, con él, a la “verdad de la cosa”.

Lo que en todo caso parece ser inobjetable es que una sensación de vacío y “nostalgia de objetividad” –una ausencia de plenitud– ha venido minando, cada vez con mayor énfasis e intensidad, la conciencia de quienes habitan lo que va quedando de una Venezuela que, en otros tiempos, hizo de “la ley” presente en su himno, como expresión de respeto por “la virtud” y “el honor”, su forma más emblemática y propicia, la característica de su sustancia, de su ser social. Batalladores incansables y hombres de bien: eso hizo del ser venezolano, por años, su motivación y su mayor riqueza, en medio de un clima incomparable y de una geografía exquisita. Pero cuando ya no hay ley que se cumpla, que sea capaz de traducirse en contenidos efectivos; cuando el “respeto” carece de todo significado; cuando ideas y valores trascendentales como la “virtus” y el “honorem” latinos, de tensa estirpe caballeresca, se disuelven para devenir frases huecas, sin referente, sin significado ni significante, entonces cabe formular la pregunta que interroga por lo que resta, o por lo menos por lo que va restando. Cuando la letra de un himno ya no es poesía viva –y la poesía viva es, de suyo, “religión de la libertad” encarnada–, entonces solo queda el cartón piedra, los cohetones, el desfile “cívico-militar”, la entrada del túnel decorada con imágenes fantasmagóricas. Queda la nada.

La verdad es que este ser, “puro” ser, carente de contenido y sin determinaciones, sin texto ni contexto, cada vez más claramente se identifica con lo que no es, vale decir: con la nada, según lo que, en su Lógica, Hegel muestra con extraordinaria claridad: “Ser puro ser, sin ninguna determinación –dice–. No hay nada en él que uno pueda intuir, si puede aquí hablarse de intuir. Tampoco hay nada en él que uno pueda pensar, o bien este es igualmente un pensar vacío. El ser, lo inmediatamente determinado, es en realidad la nada, ni más ni menos que la nada”. Es, pues, “el otro del otro”, el “sí mismo”.

Definir qué es Venezuela puede resultar, en consecuencia, una ardua labor, ya que puede requerir de figuras y experiencias reflexivas inaprehensibles, o sea, de una manifiesta ausencia de entidad. Un viejo chiste heideggeriano define la nada como una salchicha que, por fuera, no tiene piel y, por dentro, no tiene ni carne ni especias. La pregunta sigue retumbando en la cabeza de todo aquel que esté dispuesto a remontar el plano de lo inmediato, de las ilusiones o los jingles, y que, no sin paciencia conceptual, intente penetrar en las intimidades de lo que se acostumbra dar por sentado: ¿aún existe Venezuela...?

Los navegantes italianos –Vespucci a la cabeza– la equipararon con una Venecia deprimida, destruida, en ruinas (Venezia-assola, Venez-ziola, Vene-zuela). Ninguna “piccola Venezia”, como por mucho tiempo el eufemismo patriotero, ávido de edulcorantes, ha pretendido acuñar. Más bien, se trata de un modo de definir que ya, de entrada, contiene un término despectivo, que ciertamente comporta un diminutivo, pero que, sobre todo, nuclea y sustenta la merma de aquello de lo cual se habla. Y aun así es –o era– un existente, un “algo”. Incluso, el “bochinche” con el que Miranda caracterizó el modo de ser venezolano ya es un ser, no la nada. Es verdad que durante muchos años las costas del territorio venezolano, a diferencia del mexicano o del peruano –primero imperios, luego virreinatos– fue el refugio predilecto de los “piratas del Caribe” –y no solo de los venidos de Europa–, esos virtuales antepasados de los “bachaqueros” de hoy. Y es que en los últimos tiempos da la impresión de que el decurso de la historia venezolana va, “en eterno retorno”, desde el inagotable deseo de “poder ser”, en sentido pleno aunque frustrado una y otra vez, hasta la nada. La nada, siempre de nuevo. El “vamos Vinotinto” se diluye continuamente, se difumina, se escapa en el aire como un eco en la lejanía.

Ya antes de 1829 Bolívar había percibido este “ricorso” que cuelga, cual pesado fardo, en el cuello del ser social venezolano: “El mal se multiplica por momentos, amenazándonos con una completa destrucción. Los tumultos populares, los alzamientos de la fuerza armada, nos obligarán al fin a detestar los mismos principios constitutivos de la vida política. Hemos perdido las garantías individuales, cuando por obtenerlas habíamos sacrificado nuestra sangre, y lo más precioso de lo que poseíamos antes de la guerra: y si volvemos la vista a aquel tiempo ¿quién negará que eran más respetados nuestros derechos? Nunca tan desgraciados como lo somos al presente. Gozábamos entonces de bienes positivos, de bienes sensibles: entre tanto que en el día la ilusión se alimenta de quimeras; la esperanza de lo futuro; atormentándose siempre el desengaño con realidades acerbas”.

La barbárica oclocracia, caudillesca y militarista, como la llama Antonio, sigue desangrando el país, como en los tiempos de las “revoluciones” –léase, montoneras– posindependentistas, en medio de una sociedad civil “gelatinosa, inconsistente, voluble y evanescente, improvisada, salvaje y espontánea, y sin aparente asentamiento o decantamiento histórico en las instituciones”. Tal vez, sean estos algunos de los elementos que permitan explicar las razones por las cuales se ha llegado al actual estado de cosas: a esta insólita facilidad con la que su ser social ha terminado por aceptar el ser vaciado de todo contenido y adaptarse sin más al mundo de las necesidades inmediatas y, con ello, al consecuente dominio totalitario de ignorantes y “bravucones” –por lo demás, estrafalarios– caudillos.
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