Sobre la confianza

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Sobre la confianza
Defiendo la tesis de que no es el miedo el sentimiento básico sobre el que debe asentarse una sociedad, sino la confianza. Vinculo la confianza a la práctica de la cooperación y rastreo los fundamentos antropológicos y sociales de la misma. Para, finalmente, apostar por un humanismo irreductible basado en la afirmación de los sujetos, de su fuerza propia como mejor antídoto contra el miedo

La concepción (hobbesiana) de la sociedad como choque de voluntades individuales parte de la hipótesis de que el ser humano es naturalmente un ser egoísta y competidor. Una concepción semejante alienta una visión de la vida humana en términos de desconfianza, sospecha, recelo y permanente conflicto. Ésta es, de hecho, la visión predominante en el liberalismo político-económico, el cual da por hecho que el ser humano es y siempre será un ser temible y que lo mejor que podemos hacer con los individuos, en lugar de intentar educarlos en la virtud, es tratar de ponerles límites, "meterlos en cintura", como reza la castiza expresión. Por eso con razón puede afirmarse que el liberalismo no es compatible con una concepción profunda de la democracia, entendida como espacio propio del animal político, que busca en la polis la ampliación natural de su ser social y que por tanto necesita del diálogo y del entendimiento para poder realizarse plenamente como persona. Este segundo tipo de concepción precisa de algo distinto del miedo como pegamento social: precisa de la confianza

Según Adela Cortina: "La confianza es uno de nuestros más importantes recursos morales. Cuando se establece entre ciudadanos y políticos, empresarios y consumidores, personal sanitario y pacientes, las sociedades funcionan mejor también desde el punto de vista político y desde el económico. Y, por supuesto, en una sociedad impregnada de confianza es mucho más fácil que las gentes puedan desarrollar sus proyectos de vida feliz. La confianza es un recurso moral básico y la ética sirve, entre otras cosas, para promover conductas que generen confianza". (1)

Interesa por ello, ante todo, construir buenos hábitos. Construir buenos hábitos es una responsabilidad social e individual al mismo tiempo. Sin los buenos hábitos cristalizados en carácter, esto es, sin las virtudes morales, dejaría de existir la confianza básica que permite el intercambio y la inversión, y entonces no quedaría sino la ley de la selva, por medio de la cual hasta el más fuerte está expuesto a perder su vida en cualquier momento, puesto que se impone el "todos contra todos".

La confianza es un recurso que aumenta con el uso en lugar de disminuir. Crece progresivamente a medida que se refuerzan los vínculos relacionales. Gerard Marandon caracteriza la confianza social de una triple manera: vulnerabilidad consentida, creencia en el débil oportunismo del socio y toma de riesgos. Lo cual se opone al blindaje en el poder propio, la hostilidad hacia el otro y la agresión sin riesgo. 

"La confianza mutua (…) es el grado más elaborado de la confianza y constituye el fundamento de la cooperación, es decir, relaciones interdependientes que giran hacia los objetivos y los intereses comunes" (2)

Las situaciones de cooperación están basadas en el común acuerdo nacido del diálogo, de la reflexión y del respeto a las diferencias. Las personas que cooperan entre sí buscando el bien común aumentan, con ello, su bien propio, porque entienden que no hay una oposición total entre el bien de la sociedad y el bien individual, ya que no hay individuo sin sociedad, ni sociedad sin individuos. La cooperación necesita de la convicción personalmente asumida y socialmente fomentada de que nada hay más útil para el ser humano que buscar la utilidad de la sociedad en su conjunto, cosa que se logra, no cuando cada individuo busca su propio beneficio de manera aislada, sino cuando se respeta la igual dignidad de todos los individuos y se sitúa a ésta por encima de todo. 

El individuo que se guía únicamente por la racionalidad maximizadora de beneficios -es decir, el sujeto propio del liberalismo individualista, el "egoísta racional"- se sitúa en el nivel preconvencional según el esquema de evolución moral de Kohlberg: juzga lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, siempre según una lógica de premios y castigos, sin ser capaz de ver más allá de su propio interés inmediato. El esquema de razonamiento propio de este nivel es el egocentrismo: el yo como centro de operaciones del mundo. Es un esquema claramente infantil, propio de las primeras etapas de la vida. El egoísta no acierta a comprender que su misma condición individual es dependiente de la existencia de una sociedad, a la cual está unido a través de muy diversos vínculos. 

La idea de que el apoyo mutuo nos constituye no es una idea surgida sólo de la tradición filosófica, sino que tiene también soporte científico. Es decir, el propio estudio científico de las realidades humanas avala la visión humanística de la filosofía según la cual no es el egoísmo la base del comportamiento humano, sino en todo caso una mezcla inextricable de egoísmo y altruismo. 

Según Marc Hauser, la reciprocidad fuerte es la "predisposición a cooperar con otros y castigar a quienes violan las normas de cooperación, con coste personal, aunque sea poco plausible esperar que dichos costos vayan a ser reembolsados por otros más adelante". (3) La evolución nos habría equipado con una habilidad especial para hacer el cálculo de costes y beneficios de cualquier contrato social. Por eso, hasta en un pueblo de demonios, cualquier ser inteligente preferiría los beneficios de una reciprocidad fuerte antes que los efectos de un estado de naturaleza suicida. La economía ganaría más si se basara en un modelo constitucional.

Un equipo de científicos de la Universidad de Michigan que analizó el modelo del dilema del prisionero, llegó a la conclusión de que la especie humana se hubiera extinguido si sólo exhibiera comportamientos egoístas. Cualquier ventaja obtenida de la traición tiene una vida corta. Y al final, según los investigadores, prevalecen los grupos más colaboradores. (4)

En el dilema del prisionero se ejemplifican aquellas situaciones en las que los implicados se sienten tentados a no cooperar precisamente porque no pueden comunicarse. Sin embargo, cooperar beneficia a ambas partes. Cooperando, los dos prisioneros renuncian a una parte del total de beneficio posible a cambio de ganar algo seguro en lugar de dejarse llevar por la ambición de querer el máximo. La cooperación es posible cuando hay confianza. Esta confianza se genera sobre la base de pactos. La confianza requiere comunicación.

La confianza es regla de supervivencia y sin ella ni siquiera el yo se construye. Por eso hemos de dar por buena la aceptación de la identidad personal como identidad compartida, que se expresa en el recurrente tema del amor. Amor como "filia", como "eros" y como "ágape" o concordia, celebración conjunta de la alianza entre seres humanos. 

Carlos Castilla del Pino afirma que el sentimiento de confianza/desconfianza describe la estructura básica, fundamental, del sujeto y sus yoes, con lo que el principio regente de toda relación interpersonal se formularía como "no hay no confianza; o, de otra forma: siempre ha de haber [alguna] confianza". (5)

Para Luhmann la completa ausencia de confianza "impediría incluso que alguien se pudiera levantar por la mañana. Sería víctima de un sentido vago de miedo y de temores paralizantes". (6)

La confianza exige un alejamiento sistemático de todo orden social sustentado en la mera fuerza. Sería una burla que apelasen a la confianza aquellos que detentan el poder en regímenes opresores donde no se concede a las personas la más mínima libertad de expresión. La confianza falta también allí donde lo que se estila es el compadreo y el conformismo primario y sectario de la inercia y la costumbre. 

La lucha es necesaria, pero bajo el signo de la confianza que demanda un pacto y reajuste constantes. El conflicto es una parte integrante de la realidad tan necesaria como la cooperación para el funcionamiento de cualquier sistema. Pero, en último término, no sería el conflicto lo que define la pauta de la integración del individuo en la sociedad, sino la cooperación, pues sin ésta no puede haber ni siquiera vida en común. Por eso incluso las situaciones que implican conflicto en ciertos aspectos exigen que se de cooperación en otros aspectos. Por ejemplo: la lucha de los que oprimidos contra el opresor exige cooperación entre los primeros para lograr derrocar al segundo. 

Para que se de una cierta armonía entre los diferentes bienes que persiguen los individuos es necesario que la sociedad tenga mecanismos justos de resolución de los conflictos y es necesario que el poder esté equitativamente repartido de tal modo que nadie esté en situación desventajosa para el reconocimiento de sus derechos. Unos han de hacer dejación de sus jerarquías porque son sujetos privilegiados y otros han de avanzar decididamente hacia la creación de su propio poder.

La democracia no puede existir sin confianza, pero la confianza tampoco puede existir sin democracia. Por ello la democracia ha de ser integral: política, económica y cultural. Requiere deliberación pública y soberanía ciudadana, una economía cooperativa basada en el bien común y el acceso igualitario a la educación y al conocimiento por parte de todos. Porque no puede haber confianza allí donde reina la corrupción, la mentira y la demagogia, donde no existe transparencia en las decisiones políticas, donde los medios de comunicación manipulan a la opinión pública, donde la distancia entre los gobernantes y los gobernados es cada vez mayor, donde hay exclusión social, miseria y falta de educación, donde el control de las instituciones democráticas ha sido secuestrado por oscuros poderes financieros, donde se han roto las reglas del juego del más elemental consenso basado en el respeto a los derechos fundamentales, etc.

Como señala Christian Felber, "mientras en la economía de mercado se promueva el beneficio y la competencia y se apoye la extralimitación de unos contra otros que provoca, no será compatible con la dignidad humana ni con la libertad. Se destruye sistemáticamente la confianza social (...)" (7)

En el fondo, la confianza es una apuesta, porque el humanismo, lejos de ser una fe ciega en el progreso infinito de la humanidad o una antropología ingenua basada en la idea (metafísica) del hombre bueno por naturaleza, se basa en la convicción de que el ser humano es un ser abierto a diversas posibilidades en cada momento, lo que quiere decir que en cada tránsito de la historia y de la vida tiene la posibilidad de mejorar o empeorar el mundo tal como le ha sido dado. Y, siendo esto así, es necesario apostar por lo primero, porque lo que es innegable es que si no apostamos por ello no lo conseguiremos jamás. 

Apostar por la cooperación, el apoyo, la solidaridad, es querer realizar la parte más excelente de nuestra naturaleza. Así que la única opción por la que merece verdaderamente la pena vivir es cuidar, mejorar y embellecer la vida que tenemos entre nuestras manos. Algo que, necesariamente, exige confianza, en nosotros mismos y en nuestros semejantes.

Así, la confianza se nos revela en un doble sentido: confianza en la constitución básica de los seres humanos y confianza en la capacidad de la razón y del corazón para conocer y poner en práctica esa naturaleza. Se trata de un humanismo irreductible, basado en la afirmación de los sujetos, de su fuerza propia como antídoto contra el miedo; afirmación que produce alegría, que nos aleja de los autoritarismos y que da lugar a una concepción de la ética como "salud integral" del ser humano, opuesta a la coacción, la heteronomía y la impotencia.


Notas:


2. Gerard Marandon, "Más allá de la empatía, hay que cultivar la confianza: Claves para el reencuentro intercultural", Revista CIDOB d'Afers Internacionals, num. 61-62, pp. 75-98

3. Marc D. Hauser, La mente moral, Paidós, Barcelona, 2008, p. 112


5. C. Castilla del Pino, Teoría de los sentimientos, Tusquets, Barcelona, 2000, Apéndice E, "La sospecha", pp. 319-335

6. N. Luhmann, Confianza, Anthropos, Barcelona, 2005, p. 5

7. Christian Felber, La economía del bien común, Deusto, Barcelona, 2012, pp. 36-37
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