Arquitectura politica y social en el siglo 18.

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Michelle Perrot: ¡Pasando por la arquitectura! ¿Qué pensar por otra parte de la arquitectura como modo de organización política? Porque en último término todo es espacial, no solo mentalmente, sino materialmente en este pensamiento del siglo XVIII.

Foucault: Desde finales del siglo XVIII la arquitectura comienza a estar ligada a los problemas de población, de salud, de urbanismo. Antes, el arte de construir respondía sobre todo a la necesidad de manifestar el poder, la divinidad, la fuerza. El palacio y la iglesia constituían las grandes formas a las que hay que añadir las plazas fuertes: se manifestaba el poderío, se manifestaba el soberano, se manifestaba Dios. La arquitectura se ha desarrollado durante mucho tiempo alrededor de estas exigencias. Pero, a finales del siglo XVIII, aparecen nuevos problemas: se trata de servirse de la organización del espacio para fines económico-políticos.

Surge una arquitectura especifica. Philippe Aries ha escrito cosas que me parecen importantes sobre el hecho de que la casa, hasta el siglo XVIII, es un espacio indiferenciado. En este espacio hay habitaciones en las que se duerme, se come, se recibe..., en fin poco importa. Después, poco a poco, el espacio se especifica y se hace funcional. Un ejemplo es el de la construcción de las ciudades obreras en los años 1830-1870. Se fijará a la familia obrera; se le va a prescribir un tipo de moralidad asignándole un espacio de vida con una habitación que es el lugar de la cocina y del comedor, otra habitación para los padres, que es el lugar de la procreación, y la habitación de los hijos. Algunas veces, en el mejor de los casos, habrá una habitación para las niñas y otra para los niños. Podría escribirse toda una “historia de los espacios” -que sería al mismo tiempo una “historia de los poderes”- que comprendería desde las grandes estrategias de la geopolítica hasta las pequeñas tácticas del habitat, de la arquitectura institucional, de la sala de clase o de la organización hospitalaria, pasando por las implantaciones económico-políticas. Sorprende ver cuánto tiempo ha hecho falta para que el problema de los espacios aparezca como un problema histórico-político, ya que o bien el espacio se reenviaba a la “naturaleza” -a lo dado, a las determinaciones primeras, a la “geografía física”- es decir a una especie de capa “prehistórica”, o bien se lo concebía como lugar de residencia o de expansión de un pueblo, de una cultura, de una lengua, o de un Estado. En suma, se lo analizaba o bien como suelo , o bien como aire; lo que importaba era el sustrato o las fronteras. Han sido necesarios Marc Bloch y Fernand Braudel para que se desarrolle una historia de los espacios rurales o de los espacios marítimos. Es preciso continuarla sin decirse simplemente que el espacio predetermina una historia que a su vez lo remodela y se sedimenta en él. El anclaje espacial es una forma económico-política que hay que estudiar en detalle. Entre todas las razones que han inducido durante tanto tiempo a una cierta negligencia respecto a los espacios, citaré solamente una que concierne al discurso de los filósofos. En el momento en el que comenzaba a desarrollarse una política reflexiva de los espacios (finales del siglo XVIII), las nuevas adquisiciones de la física teórica y experimental desalojaron a la filosofía de su viejo derecho de hablar del mundo, del cosmos , del espacio finito e infinito. Esta doble ocupación del espacio por una tecnología política y por una práctica científica ha circunscrito la filosofía a una problemática del tiempo. Desde Kant, lo que el filósofo tiene que pensar es el tiempo -Hegel, Bergson, Heidegger-, con una descalificación correlativa del espacio que aparece del lado del entendimiento, de lo analítico, de lo conceptual, de lo muerto, de lo fijo, de lo inerte. Recuerdo haber hablado, hace una docena de años de estos problemas de una política de los espacios, y se me respondió que era bien reaccionario insistir tanto sobre el espacio, que el tiempo, el proyecto, era la vida y el progreso. Conviene decir que este reproche venía de un psicólogo -verdad y vergüenza de la filosofía del siglo XIX-.
                                                     
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