Dos cartas a un joven.

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A UN JOVEN DE DIECIOCHO AÑOS 28 de febrero de 1950.

No he echado en olvido su carta, no; mas no quería despacharla con un mero gesto de cortesía, y como cada día me trae nuevas cartas más fáciles de contestar que la suya y el aparato con el cual me veo obligado a trabajar es harto modesto, me ha sido imposible contestarle a usted hasta el momento presente. Este aparato consiste, además de en los utensilios de escribir, en dos ojos que desde hace muchos años padecen constante fatiga y rara vez se hallan libres de dolores, y asimismo en dos manos que, hinchadas por la artritis, escriben o golpean las letras desganada y torpemente. Los ojos preferirían ocuparse con flores, con gatos jóvenes o con la lectura de un poeta antes que con todas estas cartas, y también las manos sabrían hallar más de un pasatiempo harto más grato para ellas. Y por si fuera poco todo ello, mi respuesta a su carta resulta más dificultosa todavía por el hecho de que me es imposible esperar una rectificación o remedio de sus posibles defectos en cartas posteriores, porque esta será la primera y la última carta que habré de escribirle a usted. Ciertamente leeré con gusto otras cartas suyas, pero no puedo invitarle a que me remita sus manuscritos, ni tampoco puedo prometerle más sino que leeré estas cartas posteriores, en caso de que lleguen hasta mis manos, con verdadero interés y con el grado de comprensión que me sea posible.




Su carta no pide, reclama o pregunta cosa alguna determinada. Está escrita no tanto con la intención de invocarme cuanto con la de liberarse de sí propio durante una hora. Usted rebosa una vida agitada, impulsiva y rica, que no puede desplegarse o expresarse en forma artística; usted se siente, en cierto modo, distinto y apartado de todos sus coetáneos, de los demás en general, y esta situación tan pronto le llena de felicidad como de espanto; usted pertenece a esa minoría de personas cuyas dotes y vocación les elevan muy por encima del nivel medio, y a quienes en épocas pasadas se llamaba genios, y se dirige usted a mí precisamente porque no me cuenta entre esos otros, sino que se siente de algún modo semejante y cercano a mí.
El camino de estos hombres singularizados y fatalmente estigmatizados ha sido siempre difícil y lleno de peligros, y el suyo lo será también. A su edad la desconfianza frente a la experiencia de los demás y el rechazo de toda responsabilidad pertenecen a los recursos naturales con los cuales el hombre singular, individualizado por encima del nivel medio, ha de defenderse contra el mundo que intenta envilecerlo, someterle a normas y obligarle a una presurosa adaptación. Innumerables muchachos de este genero han quedado aniquilados, ya sea porque la vida resulta insoportable en esta tensión constante y en esta actitud defensiva, y salta con impaciencia sus propias fronteras, sea porque el joven solitario cede al final, se torna un filisteo y apenas logra salvar un mezquino resto del fuego divino, con o sin ayuda del alcohol, en el cobijo de un romanticismo filisteo harto poco honroso y ornado generalmente con la corona del anonimato. He conocido a muchos jóvenes así.




Hay, no obstante, senderos distintos y más nobles, y en ellos se encuentran también auxilios y consolaciones de orden singular. Existe el camino del creador, del artista, del poeta, del pensador. Sin embargo, la obra del pensador o del artista presupone un acto de aceptación y de renuncia, legitima al artista genial ante el mundo, pero exige de él, al mismo tiempo, un grado de entrega, de lucha, de sacrificio desesperado, de los cuales no tuvo sospecha en la época de su irresponsabilidad. Por contra, e independientemente de si su obra alcanza o no el éxito en el mundo, se siente recompensado por su participación en el reino total del espíritu, por su camaradería con mil antecesores y compañeros de lucha, y recibe el don de un oído afinado para percibir las sabidurías y las hermosuras que han permanecido vivas e indestructibles a través de todas las épocas y las culturas.
Es este un camino más hermoso y más digno de entrega que otro cualquiera. En quien el amor a la verdad o a la belleza, el ansia por ser admitido en su reino, por tomar parte en su luz suprema, es lo bastante fuerte, ese tal permanecerá siempre solitario e incomprendido, y aunque sufra con frecuencia recaídas en la actitud infantil de orgullo y de irresponsabilidad, su destino es, sin embargo, nobilísimo, pleno de sentido y digno de cualquier sacrificio.




Empero, a este camino y esta obra pertenecen unas dotes no solo generales. Hay en el mundo profusión de poetas llenos de espléndidas ideas, pero faltos de la palabra precisa y encendida; de pintores llenos de fantasía, pero sin la innata pasión del juego con los colores; de pensadores llenos de noble humanidad, pero carentes del vigor y el temperamento de la expresión. En el Arte, los ideales no son suficiente, y si alguien es un Cézanne, no basta que sea capaz de pintar como Tiziano o como Rubens, sino que tiene que poseer ese don y ese coraje sin par, esa paciencia y esa obsesión irrepetibles para pintar como Cézanne.
Existen, empero, numerosos solitarios, muchos hombres geniales y capacitados para lo superior a la normalidad, a quienes, no obstante, faltan las dotes singulares para una cualquiera de las artes y poseen tan solo las dotes generales, un plus de espiritualidad y fantasía, de capacidad para la experiencia vital, para la percepción sensible, para la resonancia. En su temprana juventud han sufrido asimismo, al igual que todos los otros, por su aislamiento y su diferenciación, han ensayado también, quizá, alguna profesión espiritual o artística sin lograr ningún rendimiento especial, y no obstante arden siempre en amor y en nostalgia hacia la participación en el Todo, hacia el rompimiento de su soledad, hacia una auténtica donación de sentido a su ardua y peligrosa existencia. Desean lo sublime, tienen sed de entrega total, pero no son oradores, ni poetas, ni heraldos, ni pensadores. Y precisamente en ellos se pone en evidencia lo que es en rigor el genio, las altas dotes y se hace patente que también los mejores artistas y los más profundos pensadores son todavía esclavos de su talento, capaces y especialistas. Y es que estos genios que no están especialmente dotados para ningún arte o ciencia en particular, son aquellos en quienes s alcanza la cima de lo humano y a través de quienes se justifican todos los dolores, toda la soberbia y el extravío de los superdotados y los geniales. Sucédeles un día que se topan de manos a boca con la realidad desnuda, son bruscamente despertados de su sueño por un espectáculo o una llamada cualquiera, de ese sueño que se llama Yo, contemplan el rostro de la vida, su grandeza espantosa y hermosísima, su plenitud, hasta estallar de sufrimiento, de penuria, de amor irredento, de extraviada nostalgia. Y ellos responden a la contemplación del abismo con el único sacrificio que es verdaderamente pleno de valor y definitivo, esto es, con el sacrificio de la propia persona. Se sacrifican a los hambrientos, a los enfermos, a los infames, sean quienes fueren; se dejan atraer, absorber y devorar con cualquier defecto, cualquier flaqueza, cualquier dolor. Ellos son los que aman de veras, los santos. A ellos tiende toda la Humanidad que desea algo más que la norma y la vida diaria, y de su sacrificio toma valor y sentido cualquier otro sacrificio más pequeño; en ellos se cumple y justifica todo el problema de los solitarios, de los superdotados, de los difíciles y a menudo desesperados. Porque genio significa fuerza amorosa, nostalgia de entrega, y solo alcanza su plenitud en este sacrificio pleno y definitivo.
Creo que he dicho poco más o menos cuanto deseaba decirle a usted. Es mi respuesta a la carta que ha dirigido usted a un viejo desde la complejidad y la angustia de su problemática adolescente. Del mismo modo que su llamada a mí no contenía ruegos ni preguntas, así también mi respuesta no contiene consejos ni consolaciones. Usted me ha permitido lanzar una mirada sobre el desasosiego, la belleza y la inseguridad de su joven existencia, y yo, que también viví un día ese mismo desasosiego, esa belleza y esa inseguridad, he intentado ofrecerle a usted una imagen de cómo se presentan estos fenómenos y estos problemas a un hombre anciano. Si yo fuese un santo no habría tenido necesidad de acudir a tantas palabras. Si fuese uno de los grandes artistas, la carta de usted, con la importunidad de sus revelaciones, solo hubiera significado para mí una molestia y una perturbación en mi trabajo. Si hubiese sido, por ejemplo, un gran pintor, no hubiese acabado de leer sus cuartillas, sino que habría continuado mi trabajo y, al igual que el anciano Renoir, hubiese sujetado más firmemente el pincel a la gotosa mano.




Probablemente no es ningún azar el que usted se haya dirigido precisamente a mí y no a un santo o a un Renoir. Probablemente su carta ha sido escrita y dirigida a mí porque usted presiente en mí una persona muy semejante a usted mismo, que ni en el Arte ni en la vida ha alcanzado lo grande y lo absoluto, que no sienta sus reales en un más allá inaccesible para usted, sino en el mismo mundo y la misma problemática, aunque con otras costumbres, otras formas de pensamiento y expresión, otro temperamento y otras maneras de adaptación y de defensa, que son las propias de la vejez. El anciano a quien usted, saltando por encima de las numerosas diferencias, ha interpelado como si de un camarada se tratase, ha respondido a sus confesiones con las suyas propias e intentado mostrarle cómo se presenta nuestra común problemática vista desde el escalón de su edad. Le saluda cordialmente su afectísimo...

A UN JOVEN POETA
Que me escribió con ocasión de mi "Carta a un joven de dieciocho años". Abril - 1950.

Estimado señor G.:
En su carta, según dice usted mismo, avanza un paso más allá de lo que yo hago, y llama genios a todos los hombres, simplemente, porque la Humanidad es un conjunto total y porque cada individuo lleva ínsitas en sí todas las posibilidades del hombre. Es este un paso muy sencillo pero extremadamente peligroso, que usted debería dar en cartas privadas y entre iniciados, pero no en público. Porque el hecho de que el Bien y el Mal, lo Bello y lo Feo, y todas las parejas de contrarios puedan reducirse a una unidad, constituye una verdad esotérica, secreta, accesible a los iniciados (y muchas veces inalcanzable aún para estos), pero en modo alguno una verdad exotérica, comprensible y accesible por igual para todos. Es la sabiduría de Lao-Tsé, cuando este menosprecia virtudes y las buenas obras (con lo cual pensamos bien en el joven Lutero); pero Lao-Tsé se hubiese guardado muy bien de ofrecer al pueblo ignaro esta sabiduría.
Si nosotros damos este paso adelante, como usted hace, si para nosotros genio y persona humana son equivalentes en significación, con ello no hacemos otra cosa que despreciar el lenguaje, cuyo valor y cuya virtud máximos consisten precisamente en la diferenciación. Y entonces se puede sustituir una palabra por otra cualquiera y solo nos resta la nada.
Probablemente todo esto lo sabe ya usted mismo.
Por lo demás, mi carta a un joven de dieciocho años no era ningún ensayo sobre una cuestión de interés, ni un intento de plasmar una formulación objetiva o amena, sino la respuesta momentánea a una llamada concreta, personal e irrepetible.
No permita usted que le importunen en su camino, ni siquiera estas torpes líneas. Cartas como estas me cuestan mucho esfuerzo, sin que ni una sola vez se haya mostrado satisfecho aquel a quien he dado respuesta. Casi le envidio a usted un poquillo, porque hace todavía versos y puede gozar de una existencia privada.
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