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¿En qué se parecen la Psicología y la Filosofía? Un Viaje a Través de la Mente y el Pensamiento

 

Mujer vestida con una túnica griega y otra con bata blanca conversan en un paisaje de la Antigua Grecia, con columnas clásicas al fondo, simbolizando la conexión entre Filosofía y Psicología.


Imagina que estás sentado en una plaza soleada, observando a la gente pasar, y te preguntas: ¿Qué nos hace pensar, sentir y actuar como lo hacemos? Esa curiosidad, tan humana, ha sido el motor de dos disciplinas que, aunque hoy parecen distintas, son como hermanas que crecieron juntas: la Psicología y la Filosofía. Una se sumerge en experimentos y datos, la otra se pierde en reflexiones profundas sobre la existencia. Pero, ¿en qué se parecen? En este artículo, exploraremos sus conexiones, viajando por la historia para descubrir cómo han colaborado, chocado y evolucionado juntas en su búsqueda por entender la mente y la vida humana.

1. Un Comienzo Compartido: Cuando la Psicología Era Filosofía

Imagina un mundo sin laboratorios, sin escáneres cerebrales, sin cuestionarios o tests psicológicos. Rebobinemos el tiempo hasta la Antigua Grecia, hace más de dos mil quinientos años, cuando las calles de Atenas vibraban con las voces de filósofos que se reunían en ágoras y academias para desentrañar los misterios de la existencia. En esa época, no había una disciplina llamada Psicología. Las preguntas que hoy asociamos con ella —qué es la mente, cómo sentimos, por qué recordamos o cómo percibimos el mundo— eran el terreno exclusivo de los filósofos, esos incansables buscadores de la verdad que se valían de la reflexión y el diálogo para explorar la esencia humana.

Uno de los gigantes de este período fue Aristóteles, un pensador cuya curiosidad abarcaba desde las estrellas hasta el alma. En su obra Peri Psyche (Sobre el Alma), escrita alrededor del 350 a.C., Aristóteles se sumergió en cuestiones que hoy consideraríamos psicológicas: ¿Cómo funcionan los sentidos? ¿Qué nos permite recordar experiencias pasadas? ¿De dónde vienen las emociones que nos sacuden, como la alegría o el miedo? Para él, el alma no era solo un espíritu místico, sino la fuerza vital que anima a los seres vivos, la chispa que nos permite pensar, sentir y actuar. Sus ideas, profundas y sistemáticas, fueron un primer intento de mapear la mente humana sin las herramientas de la ciencia moderna.

El término "psicología" mismo nos da una pista de esta conexión ancestral. Proviene de las palabras griegas psyché, que significa "alma" o "mente", y logos, que se traduce como "estudio" o "razón". Así, la Psicología, en su origen, era literalmente el "estudio del alma", un proyecto que los filósofos abrazaron con pasión. Antes de Aristóteles, Platón, su maestro, ya había reflexionado sobre la mente, imaginándola como un auriga que lucha por controlar dos caballos: uno, la razón, noble y disciplinado; el otro, las pasiones, salvaje e impredecible. Esta metáfora poética intentaba explicar los conflictos internos que todos sentimos, un tema que siglos después los psicólogos retomarían.

Este enfoque filosófico continuó durante siglos. En la Edad Media, pensadores como Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, tomaron las ideas de Aristóteles y las fusionaron con la teología cristiana. Para Aquino, el alma era la esencia inmortal del ser humano, pero también la raíz de nuestras capacidades intelectuales y emocionales. En el mundo islámico, filósofos como Avicena (Ibn Sina), en los siglos X y XI, exploraron la relación entre el cuerpo y la mente, proponiendo que el alma actúa como un puente entre lo físico y lo espiritual. Sin instrumentos científicos como microscopios o escáneres, estos pensadores se valían de la observación cotidiana, la lógica y la especulación para construir teorías que, aunque no eran comprobables, sentaron las bases de lo que más tarde se transformaría en Psicología.

El panorama comenzó a cambiar en los siglos XVII y XVIII, durante la Ilustración, cuando la razón y el método científico ganaron terreno. Filósofos como John Locke y David Hume empezaron a preguntarse cómo las experiencias moldean nuestra mente, sugiriendo que las ideas no son innatas, sino que provienen de lo que vemos, oímos y sentimos. Estas reflexiones fueron un puente hacia el gran salto del siglo XIX. En 1879, un hito marcó la historia: Wilhelm Wundt, un alemán con una mente inquieta, fundó el primer laboratorio de Psicología experimental en Leipzig, Alemania. Fue un momento revolucionario. La Psicología, que durante milenios había sido una hija de la Filosofía, comenzó a dar sus primeros pasos sola, como una joven que deja el hogar familiar para explorar el mundo con una nueva herramienta: la ciencia.

Wundt y sus seguidores querían medir, observar y experimentar. Estudiaban cómo reaccionamos a sonidos, luces o tiempos, intentando descomponer la mente en sus partes más básicas. Pero, aunque la Psicología se vistió con el traje de la ciencia, nunca cortó del todo el cordón umbilical con la Filosofía. Las preguntas profundas que los griegos, los medievales y los ilustrados habían planteado —qué es la conciencia, cómo conocemos la realidad, qué nos hace humanos— seguían resonando en los laboratorios. Incluso hoy, cuando un psicólogo estudia la memoria o las emociones, está, sin saberlo, dialogando con Aristóteles, Platón y Aquino. Este comienzo compartido nos recuerda que la Psicología y la Filosofía, lejos de ser extrañas, son compañeras de un viaje milenario para descifrar el enigma del alma humana.

2. Preguntas que las Unen: El Misterio de la Mente Humana

Cierra los ojos por un momento y piensa en las preguntas que han intrigado a la humanidad desde siempre: ¿Qué es la conciencia, ese destello que nos hace sentir vivos y conscientes de nosotros mismos? ¿Cómo sabemos lo que sabemos, cómo distinguimos la verdad de la ilusión? ¿Por qué actuamos como lo hacemos, a veces guiados por la lógica y otras por impulsos que apenas entendemos? Estas incógnitas, tan profundas como el universo mismo, son el terreno común donde la Filosofía y la Psicología se encuentran, como dos amigos que se sientan a charlar sobre el mismo enigma, pero cada uno con su propia perspectiva, su propio estilo. La Filosofía se lanza a la aventura con la lógica y la reflexión, tejiendo ideas como hilos de un tapiz; la Psicología, en cambio, se equipa con experimentos, encuestas y observaciones, buscando pistas concretas en el comportamiento humano.

Viajemos primero a la Antigüedad, a la Grecia de hace más de dos mil años, donde los filósofos fueron los pioneros en explorar estos misterios. Platón, uno de los primeros grandes soñadores del pensamiento, imaginó la mente como un auriga, un conductor valiente que lucha por guiar un carruaje tirado por dos caballos opuestos: uno, la razón, noble, calmado y obediente, siempre buscando el camino recto; el otro, las pasiones, salvaje, indomable, tirando hacia el caos. Esta imagen poética, que aparece en su diálogo Fedro, capturaba la lucha interna que todos sentimos: el deseo de actuar con sensatez frente a las tormentas de la ira, el miedo o el amor. Su alumno, Aristóteles, tomó un enfoque más terrenal. En obras como Sobre el Alma, se preguntó cómo los sentidos —vista, oído, tacto— nos conectan con el mundo. Para él, la mente era como un lienzo que se llena con las pinceladas de la experiencia, una idea que siglos después inspiraría a psicólogos a estudiar cómo aprendemos y percibimos.

Saltemos a la Edad Media, un tiempo de castillos, monasterios y un fervor por unir fe y razón. En el mundo islámico, el filósofo y médico Avicena (Ibn Sina), en los siglos X y XI, se sumergió en la relación entre el cuerpo y el alma. En su obra El libro de la curación, propuso que el alma es una entidad distinta, pero que trabaja en armonía con el cuerpo, como un músico que toca un instrumento. Sus reflexiones, que mezclaban filosofía y observaciones tempranas de la medicina, influyeron tanto en el pensamiento europeo como en el islámico. En la Europa medieval, figuras como Santo Tomás de Aquino también exploraron estas ideas, adaptando a Aristóteles para preguntarse cómo la mente, el alma y el cuerpo se entrelazan en nuestra experiencia humana. Estas especulaciones, sin laboratorios ni datos, eran como faros en la oscuridad, iluminando caminos para las generaciones futuras.

Avancemos ahora a los siglos XVII y XVIII, la era de la Ilustración, cuando la razón brilló como nunca. Filósofos como John Locke argumentaron que la mente es una “tabla rasa” al nacer, un espacio en blanco que se llena con las experiencias de la vida. David Hume, con su aguda curiosidad, se preguntó si realmente podemos conocer algo con certeza, sugiriendo que nuestras creencias se basan más en hábitos que en verdades absolutas. Estas ideas plantaron semillas que florecieron en el siglo XIX, cuando la Psicología comenzó a caminar sola.

Llegamos al siglo XX, un tiempo de revoluciones científicas. Psicólogos como William James, a menudo llamado el “padre de la Psicología americana”, se sumergieron en la conciencia, describiéndola como un flujo constante, una corriente de pensamientos que nunca se detiene. En su libro Principios de Psicología (1890), James dialogaba con ideas filosóficas, preguntándose cómo experimentamos el mundo. Al mismo tiempo, Sigmund Freud, desde Viena, abrió la puerta al inconsciente, ese rincón oculto de la mente donde deseos, miedos y recuerdos reprimidos danzan en la sombra. Sus teorías, aunque controvertidas, bebían de las especulaciones filosóficas sobre la naturaleza humana, mostrando que el diálogo entre ambas disciplinas nunca se apagó.

Hoy, en el siglo XXI, la Psicología cognitiva y la Filosofía de la mente se dan la mano como nunca. Los psicólogos usan escáneres cerebrales, experimentos y modelos computacionales para rastrear cómo los pensamientos, las emociones y la memoria surgen de las redes de neuronas en nuestro cerebro. Mientras tanto, los filósofos de la mente, como Daniel Dennett o Patricia Churchland, toman estos datos y se preguntan: ¿Es la conciencia solo un producto del cerebro? ¿O hay algo más, algo que la ciencia no puede tocar? Aunque sus herramientas son distintas —la Psicología se apoya en lo medible, la Filosofía en lo pensable—, su meta es la misma: descifrar el misterio de quiénes somos, qué nos mueve y cómo entendemos el universo que nos rodea.

3. El Enigma Cuerpo-Mente: Un Puente Histórico

Imagina que estás frente a un rompecabezas eterno, uno que ha desconcertado a pensadores durante siglos: ¿Qué relación existe entre tu cuerpo, ese conjunto tangible de huesos, músculos y sangre, y tu mente, ese espacio elusivo donde nacen tus pensamientos, emociones y sueños? ¿Son lo mismo, una sola entidad inseparable, o son dos realidades distintas que de alguna manera coexisten? Este dilema, conocido como el problema cuerpo-mente, es uno de los debates más fascinantes y duraderos que une a la Filosofía y la Psicología, tejiendo un puente histórico entre la especulación de antaño y los descubrimientos científicos de hoy. A lo largo del tiempo, este enigma ha sido como una danza, un diálogo constante entre la reflexión profunda y la evidencia tangible, conectando a ambas disciplinas en su búsqueda por entender la esencia humana.

Retrocedamos al siglo XVII, una era de grandes revoluciones intelectuales, donde un filósofo francés, René Descartes, dio un paso audaz para abordar esta cuestión. En su obra Meditaciones Metafísicas (1641), Descartes propuso una idea radical y clara: el cuerpo y la mente son dos sustancias distintas. El cuerpo, decía, es físico, material, como una máquina compleja que sigue las leyes de la naturaleza; puedes tocarlo, medirlo, verlo. La mente, en cambio, es inmaterial, un “fantasma en la máquina”, un reino no físico donde residen el pensamiento, la conciencia y la voluntad. Este planteamiento, conocido como dualismo cartesiano, sugería que ambas interactúan de manera misteriosa, quizás en la glándula pineal del cerebro, según especuló Descartes. Aunque esta teoría fue polémica —y sigue siéndolo—, marcó una era. Planteó un rompecabezas que no solo desafió a los filósofos de su tiempo, sino que también dio a los futuros psicólogos una pregunta clave para investigar: ¿Cómo se conectan lo físico y lo mental?

El eco de Descartes resonó en los siglos siguientes. En el siglo XVIII, durante la Ilustración, una ola de pensadores llevó estas ideas más allá, preparando el terreno para la Psicología moderna. John Locke, un filósofo inglés, propuso en su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) que la mente es una “tabla rasa” al nacer, un lienzo en blanco que se llena con las pinceladas de la experiencia. Para Locke, todo lo que sabemos —ideas, emociones, creencias— viene de lo que percibimos a través de los sentidos del cuerpo. Su contemporáneo, el escocés David Hume, fue aún más lejos en su obra Tratado de la naturaleza humana (1739-1740). Hume argumentó que nuestra mente no es más que un flujo de impresiones y sensaciones, un teatro donde las experiencias del cuerpo se transforman en pensamientos. Estas ideas, que vinculaban lo físico con lo mental, fueron como un puente: inspiraron a los primeros psicólogos a preguntarse cómo las interacciones con el mundo moldean nuestra vida interior.

El siglo XIX trajo un cambio de marea. Con la Psicología emergiendo como disciplina científica, gracias a pioneros como Wilhelm Wundt, el enfoque comenzó a girar hacia lo medible. Luego, en el siglo XX, la revolución llegó de la mano de la neurociencia, una herramienta poderosa que transformó el debate cuerpo-mente. Psicólogos y científicos empezaron a explorar el cerebro, ese órgano fascinante de apenas un kilo y medio, para entender cómo sus redes de neuronas, sus impulsos eléctricos y sus químicos dan lugar a pensamientos, emociones y decisiones. Figuras como Santiago Ramón y Cajal, el padre de la neurociencia moderna, revelaron la complejidad del sistema nervioso, mientras que experimentos posteriores, en los años 50 y 60, comenzaron a mapear áreas del cerebro ligadas a la memoria, el lenguaje o las emociones. La Psicología dio un giro: ya no solo especulaba, sino que buscaba respuestas en lo físico, en las sinapsis y los lóbulos cerebrales.

Hoy, en el siglo XXI, el diálogo entre Filosofía y Psicología sigue vivo y vibrante. Los filósofos de la mente, como David Chalmers, plantean preguntas audaces: ¿Puede la conciencia, esa sensación única de “ser yo”, explicarse solo por procesos biológicos? Chalmers habla del “problema difícil” de la conciencia, sugiriendo que, aunque entendamos cómo el cerebro procesa información, el misterio de la experiencia subjetiva sigue intacto. Otros, como Patricia Churchland, defienden un enfoque más materialista, argumentando que la mente no es más que el cerebro en acción. Mientras tanto, los psicólogos aportan datos concretos: escáneres cerebrales, como la resonancia magnética funcional, muestran cómo se activan regiones del cerebro cuando soñamos, decidimos o sentimos miedo. Estudios de pacientes con lesiones cerebrales, como el famoso caso de Phineas Gage en el siglo XIX, cuyo cambio de personalidad tras un accidente reveló el vínculo entre el cerebro y el comportamiento, siguen iluminando este enigma.

Este intercambio es como un baile interminable entre especulación y evidencia. La Filosofía lanza preguntas profundas, desafiando los límites de lo que podemos saber: ¿Es la mente solo materia, o hay algo más allá? La Psicología responde con hechos, con imágenes de cerebros iluminados y datos de experimentos. Juntas, construyen un puente histórico, uniendo siglos de pensamiento, desde las reflexiones de Descartes en su estudio parisino hasta los laboratorios modernos de neurociencia. El problema cuerpo-mente no está resuelto, y tal vez nunca lo esté, pero en este diálogo, la Filosofía y la Psicología se alían para acercarnos un poco más al corazón de lo que significa ser humanos.

4. Un Intercambio Vivo: Cómo se Nutren Mutuamente

Imagina a la Filosofía y la Psicología como dos compañeros de viaje, un equipo dinámico que recorre juntos el camino del conocimiento humano. Una, la Filosofía, es como una soñadora que teje ideas audaces, plantea preguntas profundas y dibuja mapas conceptuales del universo y la mente. La otra, la Psicología, es como una exploradora práctica, que sale al terreno con herramientas científicas para poner a prueba esas ideas, recolectar datos y traer respuestas concretas. Este intercambio vivo, esta danza de colaboración, ha definido la relación entre ambas disciplinas a lo largo de la historia, enriqueciéndose mutuamente en un diálogo que ha evolucionado durante siglos y sigue vibrante hoy.

Retrocedamos a los siglos XVII y XVIII, a la era de la Ilustración, un período de luces y revoluciones intelectuales que transformó Europa. En este tiempo, filósofos como Immanuel Kant, una figura monumental del pensamiento, se propusieron redefinir qué nos hace humanos. En su obra Crítica de la razón pura (1781), Kant argumentó que somos seres racionales, capaces de usar la lógica y la razón para ordenar nuestras experiencias y entender el mundo. Para él, la mente no es un simple receptor pasivo, sino un constructor activo que da forma a la realidad a través de categorías como el tiempo, el espacio y la causalidad. Estas ideas, profundas y ambiciosas, ofrecieron a la Psicología, que estaba a punto de nacer como disciplina, un marco fundacional. Los primeros psicólogos, en el siglo XIX, tomaron estas nociones de racionalidad y percepción para empezar a estudiar cómo procesamos la información, cómo pensamos y cómo construimos nuestro conocimiento, sentando las bases de campos como la Psicología experimental.

Pero el flujo no va solo en una dirección. La Psicología, a su vez, ha devuelto valiosos tesoros a la Filosofía, alimentándola con descubrimientos que desafían y enriquecen sus reflexiones. Avancemos al siglo XX, y encontramos a Sigmund Freud, el médico vienés que revolucionó nuestra visión de la mente. En obras como La interpretación de los sueños (1899) y sus teorías sobre el inconsciente, Freud propuso que gran parte de nuestro comportamiento está guiado por deseos, miedos y recuerdos ocultos, fuerzas enterradas en un rincón profundo de la mente al que no accedemos fácilmente. La idea de un inconsciente que influye en nuestras acciones —en nuestros amores, nuestros enojos, nuestras decisiones— era audaz y transformadora. Los filósofos tomaron este concepto y corrieron con él, repensando temas clásicos. ¿Qué significa la libertad si nuestras elecciones están moldeadas por impulsos inconscientes? ¿Cómo podemos hablar de moral si no controlamos del todo nuestros motivos? Pensadores como Jean-Paul Sartre, en el existencialismo, o incluso filósofos analíticos, se inspiraron en Freud para explorar la condición humana desde nuevas perspectivas.

Este intercambio no se detuvo en el pasado. Hoy, en el siglo XXI, la colaboración brilla con fuerza en áreas como la Filosofía de la mente, un campo donde las dos disciplinas se entrelazan como nunca. Los psicólogos, armados con herramientas modernas, realizan experimentos para desentrañar los misterios de la memoria, la percepción y las emociones. Por ejemplo, estudios en laboratorios miden cuánto tiempo tardamos en reconocer un rostro, cómo almacenamos un recuerdo o cómo el estrés altera nuestra atención. Usan electroencefalogramas, escáneres de resonancia magnética y tests controlados para mapear los procesos de la mente. Luego, los filósofos toman estos datos como combustible para sus reflexiones. Figuras como Daniel Dennett o David Chalmers se preguntan: ¿Qué significa ser consciente? Si la memoria es un patrón de neuronas, ¿qué hace que “yo” sea “yo”? ¿Podemos ser realmente libres si nuestro cerebro, con sus circuitos biológicos, influye en cada elección que hacemos?

Este diálogo es una conversación constante, un vaivén fascinante. La Filosofía aporta las grandes preguntas, los conceptos que encienden la imaginación: ¿Qué es la identidad? ¿Qué es la realidad misma? La Psicología responde con evidencia, con hallazgos que anclan esas ideas al mundo tangible: estudios que muestran cómo el daño en el lóbulo frontal cambia la personalidad, o cómo los niños desarrollan el sentido del “yo” a los dos años. En áreas como la neuroética, ambas se unen para abordar dilemas modernos: si manipulamos el cerebro con tecnología, ¿cambiamos quiénes somos? Es un baile vivo, donde la reflexión profunda de la Filosofía y el rigor científico de la Psicología se dan la mano, impulsándose mutuamente hacia una comprensión más rica de la mente y la existencia humana.

5. Mejorar la Vida: Un Propósito Compartido

¿Y si te dijera que, en el fondo, tanto la Filosofía como la Psicología están aquí para ayudarte a vivir mejor, para guiarte hacia una existencia más plena y significativa? Imagina que estás en un sendero, a veces rocoso, a veces sereno, y estas dos disciplinas son como guías amigables: una te ofrece un mapa dibujado con ideas profundas para navegar la vida, y la otra te entrega herramientas prácticas para superar los obstáculos del camino. A lo largo de la historia, ambas han compartido un propósito noble: mejorar la experiencia humana, aliviar el sufrimiento y acercarnos a la felicidad, cada una a su manera, pero unidas por un sueño común. Viajemos por el tiempo para ver cómo lo han hecho y cómo siguen transformando nuestras vidas.

Comencemos en la Antigüedad, hace más de dos mil años, en las calles polvorientas de Grecia y Roma, donde la Filosofía brillaba como una luz para quienes buscaban sentido. Escuelas antiguas como el Estoicismo y el Epicureísmo surgieron como verdaderas recetas para la felicidad, ofreciendo consejos prácticos y profundos. Los estoicos, fundados por Zenón de Citio en el siglo III a.C., creían que la clave de una buena vida está en dominar tus emociones con la razón. Pensadores como Séneca, un consejero romano que enfrentó intrigas y exilios, escribió cartas llenas de sabiduría, enseñándonos a mantener la calma ante la adversidad, a no dejarnos arrastrar por la ira o el miedo. Marco Aurelio, emperador de Roma, plasmó en sus Meditaciones (escritas entre 161-180 d.C.) un mantra poderoso: acepta lo que no puedes cambiar, enfócate en lo que sí puedes controlar —tus pensamientos, tus actitudes—. Esta filosofía, dura pero liberadora, nos invita a encontrar paz interior sin importar las tormentas externas.

Por otro lado, los epicúreos, seguidores de Epicuro en el siglo IV a.C., trazaron un camino diferente hacia la felicidad. En su jardín de Atenas, Epicuro enseñaba que el placer es el fin de la vida, pero no un placer desenfrenado. Buscaban un placer moderado, sencillo: la ausencia de dolor físico (aponía) y la tranquilidad del alma (ataraxia). Para ellos, disfrutar de una comida simple con amigos, evitar el estrés de ambiciones desmedidas y liberarse del miedo a la muerte o a los dioses era el secreto de una vida plena. Estas ideas, nacidas hace siglos en un mundo sin electricidad ni tecnología, suenan sorprendentemente modernas, ¿no crees? Nos recuerdan que la felicidad no está en acumular cosas, sino en cultivar calma y conexiones humanas, lecciones que resuenan aún en nuestro acelerado siglo XXI.

Saltemos al siglo XIX y XX, cuando la Psicología emergió como una disciplina científica, tomando ese impulso filosófico y llevándolo a la práctica de una manera nueva. Inspirándose en esas raíces, los psicólogos comenzaron a desarrollar métodos concretos para sanar la mente y mejorar la vida. Un ejemplo brillante es la terapia cognitivo-conductual (TCC), creada en los años 60 por figuras como Aaron Beck y Albert Ellis. La TCC bebe directamente de los estoicos: te enseña a identificar pensamientos negativos —esas ideas automáticas como “no valgo nada” o “todo saldrá mal”— y a desafiarlas con la razón, reemplazándolas por perspectivas más realistas y positivas. Si Séneca te diría “no te enfades por lo que no controlas”, la TCC te da pasos prácticos: anota tus pensamientos, evalúa su verdad, cámbialos para calmar tu ansiedad. Estudios han mostrado que esta terapia, desde los años 70, ha ayudado a millones a superar la depresión, el estrés y las fobias, llevando la sabiduría antigua al consultorio moderno.

Hoy, la Psicología extiende su alcance más allá. Psicólogos trabajan en clínicas, escuelas, hospitales y hasta empresas, enfrentando los retos de nuestro tiempo. En sesiones individuales, ayudan a personas a aliviar la ansiedad que acelera el corazón en una ciudad caótica, a sanar la depresión que oscurece los días, o a manejar el estrés de un mundo conectado 24/7. En escuelas, apoyan a niños para que enfrenten miedos o mejoren su confianza; en hospitales, acompañan a pacientes que lidian con traumas o enfermedades crónicas. Técnicas como la terapia de aceptación y compromiso, influida por ideas filosóficas de vivir en el presente, o la psicología positiva, que explora cómo cultivar la gratitud y el propósito, muestran cómo la Psicología transforma ideas antiguas en herramientas prácticas para el bienestar. Solo hay que fijarse en el directo de esta revista de filosofía: Esteban Higueras Galán, que es psicólogo terapeuta especializado en problemas de personalidad, que son los que más tienen que ver con las ideas, y cómo estas influyen en el comportamiento humano.

Aunque sus enfoques difieren, la Filosofía y la Psicología persiguen el mismo sueño: una existencia más plena y consciente. La Filosofía te da un mapa, una visión amplia para vivir con virtud y sentido. Escuelas como el Estoicismo o el Epicureísmo te invitan a reflexionar: ¿Qué vida vale la pena vivir? ¿Cómo enfrento el dolor o la pérdida? La Psicología, en cambio, te entrega un kit de herramientas: ejercicios, estrategias, terapias para calmar la mente, reparar heridas emocionales y construir resiliencia. Juntas, se complementan. Piensa en un estoico que te susurra “acepta la vida como viene” y un psicólogo que te dice “prueba esta técnica de respiración para calmarte ahora”. En este propósito compartido, ambas disciplinas nos guían, desde la antigüedad hasta hoy, hacia un horizonte donde la vida sea no solo vivida, sino vivida bien.

6. Diferencias que Enriquecen: Dos Caminos, Un Destino

Imagina a la Filosofía y la Psicología como dos viajeros que recorren un vasto paisaje, el territorio complejo de la mente y la existencia humana. A primera vista, parecen avanzar en armonía, unidas por su curiosidad por lo que nos hace humanos. Pero no todo es un camino tranquilo. A veces, sus senderos divergen, chocan, se enfrentan, porque cada una lleva un mapa diferente y usa herramientas distintas para explorar el mundo. La Filosofía se aventura por rutas de especulación y grandes preguntas; la Psicología prefiere senderos pavimentados con datos y mediciones. Sin embargo, estas diferencias, lejos de ser un obstáculo, son un regalo, una fuente de riqueza que las impulsa a complementarse, como dos alas de un pájaro que, juntas, alzan el vuelo hacia una comprensión más profunda de quiénes somos.

Empecemos con la Filosofía, esa exploradora audaz que se sumerge en las aguas profundas de la especulación. Desde sus orígenes en la Antigua Grecia, ha planteado preguntas que desafían los límites de lo pensable: ¿Qué es la realidad? ¿Es el mundo que vemos un reflejo verdadero o una ilusión, como sugirió Platón en su mito de la caverna? ¿Existe el libre albedrío, o estamos atados por un destino que no controlamos? Filósofos como Baruch Spinoza, en el siglo XVII, imaginaron que todo sigue un orden racional, mientras que existencialistas como Jean-Paul Sartre, en el siglo XX, defendieron que somos radicalmente libres, condenados a crear nuestro propio sentido. La Filosofía usa la lógica, el debate y la reflexión pura como sus brújulas, construyendo argumentos que no siempre necesitan pruebas tangibles, sino que buscan iluminar las grandes incógnitas de la existencia, esas que nos mantienen despiertos por la noche.

La Psicología, por otro lado, elige un enfoque más terrenal, un sendero marcado por lo concreto y lo medible. Desde que se separó de la Filosofía en el siglo XIX, con figuras como Wilhelm Wundt y su laboratorio en Leipzig, adoptó el método científico como su linterna. En lugar de especular, mide: ¿Cuánto tardas en reaccionar a un sonido? ¿Cómo cambia tu ritmo cardíaco bajo estrés? Analiza datos, diseña experimentos, recolecta respuestas de encuestas. En el siglo XX, psicólogos como B.F. Skinner estudiaron el comportamiento con experimentos en ratones y palomas, mostrando cómo los estímulos moldean nuestras acciones. Hoy, con herramientas como la resonancia magnética, la Psicología explora el cerebro, rastreando cómo las neuronas se encienden para crear un recuerdo o una emoción. Su meta es anclar la mente en hechos, en resultados que puedan verse, contarse, comprobarse.

Esta diferencia en métodos ha provocado roces a lo largo de la historia. Cuando la Psicología se volvió científica en el siglo XIX, algunos filósofos alzaron la voz en crítica. Pensadores como Edmund Husserl, fundador de la fenomenología, argumentaban que la Psicología, al enfocarse en lo medible, se volvía demasiado estrecha, dejando de lado las grandes preguntas: ¿Qué significa sentir amor? ¿Cómo experimentamos el tiempo? Para ellos, la Psicología corría el riesgo de perderse en detalles, olvidando el panorama vasto de la existencia humana. Por su parte, los psicólogos a veces miraban a la Filosofía con escepticismo. En el siglo XX, durante el auge del conductismo, figuras como John B. Watson veían las especulaciones filosóficas como abstractas, lejanas de la vida real, casi como castillos en el aire que no ayudaban a resolver problemas prácticos como la ansiedad o el aprendizaje.

Pero aquí está la magia: estas diferencias no son un problema, sino una fortaleza, un motor de enriquecimiento mutuo. La Filosofía actúa como un faro, desafiando a la Psicología a no perder de vista lo profundo, lo inmenso. Cuando los psicólogos estudian la memoria, la Filosofía les pregunta: ¿Qué es un recuerdo, más allá de un patrón neuronal? ¿Es parte de nuestra identidad? Al mismo tiempo, la Psicología empuja a la Filosofía a anclarse en la realidad. Cuando los filósofos debaten el libre albedrío, la Psicología aporta datos: estudios que muestran cómo el cerebro toma decisiones antes de que “tú” lo sepas, desafiando nuestras ideas de libertad. En el siglo XXI, este diálogo brilla en campos como la neuroética, donde ambas exploran juntos: si alteramos el cerebro con tecnología, ¿cambiamos quiénes somos?

Juntas, la Filosofía y la Psicología se complementan como las dos alas de un pájaro, cada una esencial para el vuelo. La Filosofía eleva la mirada, soñando con lo posible, lo eterno; la Psicología mantiene los pies en la tierra, midiendo, probando, construyendo. Sus caminos son distintos, pero su destino es uno: una comprensión más rica, más completa, de la mente y la existencia humana. En este viaje, sus diferencias no las dividen, sino que las unen, tejiendo un tapiz vibrante que nos ayuda a descifrar el misterio de ser.

Conclusión: Hermanas en la Búsqueda de la Verdad

Piensa en la Psicología y la Filosofía como dos hermanas viajeras, nacidas del mismo hogar milenario, unidas por una chispa común: la curiosidad por descifrar el enigma de ser humanos. Hace más de dos mil años, partieron juntas desde las plazas soleadas de la Antigua Grecia, donde pensadores como Aristóteles y Platón se sentaban a reflexionar sobre el alma, la mente y la vida. Con el tiempo, sus caminos se separaron: la Filosofía tomó la ruta de la especulación, soñando con las grandes preguntas; la Psicología, la senda de la ciencia, midiendo y explorando lo tangible. Sin embargo, nunca dejaron de hablarse, de tenderse la mano, de compartir un diálogo vivo que ha cruzado siglos, culturas y revoluciones intelectuales, guiándonos siempre hacia una comprensión más profunda de nosotros mismos.

Desde aquellos días en Atenas, donde Aristóteles escribía Sobre el Alma para desentrañar cómo percibimos, recordamos y sentimos, hasta los laboratorios de neurociencia del siglo XXI, donde escáneres cerebrales iluminan los secretos de la conciencia, estas hermanas han compartido un terreno fértil. Han debatido las mismas incógnitas: ¿Qué es la mente? ¿Cómo se conecta con el cuerpo? ¿Qué nos mueve a actuar, a soñar, a amar? En la Edad Media, pensadores como Avicena y Santo Tomás de Aquino tejieron puentes entre el alma y lo físico, mientras la Ilustración trajo a Kant y Hume, que moldearon ideas sobre la razón y la experiencia. Luego, en el siglo XIX, la Psicología dio un salto con Wundt, abrazando experimentos, y en el XX, Freud y otros abrieron las puertas del inconsciente, dialogando siempre con las reflexiones filosóficas.

A lo largo de este viaje, han unido fuerzas no solo para preguntar, sino para transformar nuestras vidas. La Filosofía, con escuelas como el Estoicismo de Séneca y Marco Aurelio o el Epicureísmo de Epicuro, nos ha dado mapas para la felicidad: guías para vivir con virtud, controlar las pasiones y hallar paz en un mundo caótico. La Psicología, con terapias como la cognitivo-conductual o la psicología positiva, ha tomado esas ideas antiguas y las ha convertido en herramientas prácticas, ayudándonos a sanar la ansiedad, la depresión y el estrés, a construir una existencia más consciente y plena. Sus métodos difieren —la Filosofía sueña con la lógica y la especulación, la Psicología mide con datos y experimentos—, pero sus diferencias las enriquecen, como dos alas que impulsan el mismo vuelo.

La Filosofía es la soñadora, la que nos regala ideas para imaginar qué significa ser humanos: ¿Qué es la libertad? ¿Qué valor tiene nuestra existencia? Nos invita a mirar al cielo, a contemplar los misterios vastos del universo y nuestro lugar en él. La Psicología, en cambio, es la artesana, la que nos entrega instrumentos concretos: estudios del cerebro, técnicas terapéuticas, formas de medir y sanar nuestra mente. Juntas, nos llaman a mirar dentro de nosotros, a explorar las profundidades de nuestros pensamientos, emociones y deseos. Nos desafían a preguntarnos: ¿Quiénes somos? ¿Cómo podemos vivir mejor, con más sentido, con más calma? En este camino, no son rivales, ni siquiera compañeras distantes, sino hermanas cómplices que se apoyan, se desafían y se complementan.

A través de los siglos, desde las reflexiones de Aristóteles bajo el sol griego hasta los laboratorios modernos donde las máquinas destellan con imágenes del cerebro, la Psicología y la Filosofía han tejido una alianza única. Han enfrentado tormentas —críticas mutuas, senderos opuestos—, pero siempre han encontrado la forma de conversar, de aprender una de la otra. Hoy, en el siglo XXI, su diálogo sigue vivo, brillando en preguntas sobre la conciencia, la libertad y el bienestar. No prometen respuestas finales, porque el misterio ROS, el misterio de ser, es un rompecabezas sin fin. Pero, como hermanas en la búsqueda de la verdad, nos guían, nos inspiran y nos ayudan a descifrar, paso a paso, la maravilla y el enigma de ser.

La crisis de la concepción clásica del saber

La crisis de la concepción clásica del saber

Dentro de la tradición occidental siempre se ha considerado la unidad del saber como algo positivo. Esta idea se habría reflejado en la metáfora del saber como un árbol: el conocimiento como un ser vivo con cierta estabilidad, solidez y fijeza dividida por partes. Pero ¿sobre qué se asienta esta metáfora?


De los modernos que han utilizado esta metáfora destaca Descartes. La raíz del árbol es la metafísica, el tronco es la física y las ramas son las ciencias experimentales hasta llegar a la copa de la moral. Se trata de un saber que implica lo teórico y lo práctico. En el caso de Descartes no habla de lógica, sino de conversión matemática del método como aquello que va a permitir dotar de base al saber. Saber propedéutico, extensión matemática. Lo cual supone un giro completo de Aristóteles. Éste, en cambio, no utiliza esta metáfora sino que habla de tres ejes: matemática, física y "metafísica". Aquí hay jerarquía, aunque según abstracción, teniendo en cuenta una concepción global de conocimiento. Mas que despliegue hay un camino ascendente y profundo de la realidad. Esto es en el campo sustantivo, aunque también hay otros órganos como la lógica que después nos permitiría elaborar un saber con contenido.

Sin embargo, antes y después de ellos se había puesto en duda esa manera de entender el saber. Ya los presocráticos consideraron que más que de un árbol habría que hablar de arboleda en el que crecen distintos tipos de teorías. Así como Tales consiguió poner en el recto camino a la matemática estableciendo puntos de partida que todos aceptaran, esto no sucedió en la filosofía. Es por ello que pronto apareció la sofística. Ésta supondría la primera gran escisión de la filosofía que renuncia al saber teórico por el práctico, que renuncia, en definitiva, a la búsqueda de la verdad porque parece que alcanzarla es un imposible.

Quizá sea demasiado aventurado pero me atrevería a afirmar que algo así ocurre también en nuestra época. Como hace dos mil quinientos años la objetividad científica nos deslumbra y en ocasiones puede llegar a humillar al pensamiento filosófico. Por otro lado, la proliferación continua de teorías contrapuestas que intentan acabar con la anterior (nuestra tradición es ser revolucionarios) no facilita la comprensión adecuada de los problemas y, mucho menos, nos acerca a sus soluciones. Además, en el pensamiento postmoderno algunos vieron en esa metáfora del conocimiento como un árbol el intento de la filosofía occidental de imponer sus esquemas jerárquicos a la realidad y el pensamiento. Los principales formuladores de la teoría del pensamiento rizomático fueron Deleuze y Guattari.

¿Por qué hemos llegado hasta aquí? A partir del siglo XVIII, con Kant, puede decirse que la filosofía comienza a girar de manera equivocada. Resumiendo ilegítimamente la filosofía kantiana podríamos decir que todo su intento es establecer los juicios sintéticos a priori de la matemática, de la física y de la metafísica. Aunque esto fue asumido mayoritariamente se ha demostrado que los juicios de la física no eran tan absolutos y necesarios como Kant pensaba. Sin embargo, a la metafísica se le siguió exigiendo el intento de asentar todas sus aserciones. Además la escisión total entre lo fenoménico y lo nouménico habría conllevado, por un lado, poner un límite a la explicación científica. Por otro, la explicación metafísica sería imposible.

De esta manera tras él se exigió que la metafísica hiciera un ejercicio titánico que en realidad no se dan en matemática ni en física. Todos aceptaron el planteamiento kantiano de que el rigor que se impuso no se rebajara. Pero después de muchos intentos se tiró la toalla, quizá también, ilegítimamente.

Ahora es el momento de volver a recordar que la filosofía es una tarea que busca la verdad, pero que la busque no significa que ya la tenga. Estamos en el camino de alcanzarla, estamos en una tradición que, aunque parezca lo contrario, avanza. Esto queda resumido en la famosa frase: “Somos enanos a hombros de gigantes”. El avance en filosofía es muy pequeño, pero si conseguimos encaramarnos a todos los que nos han precedido conseguiremos que, al menos, nuestra mirada llegue un poco más lejos.

Sólo el filósofo, con su capacidad de síntesis, es capaz de ejercer la interdisciplinariedad y, por tanto, de establecer la integridad del saber, es capaz de coger las ramas y el tronco y las integra. Pero para que avancemos de verdad debemos ser muy humildes, no dejar de ser discípulos y no cansarnos nunca de caminar.

De la Heteronomía: La Dominación del Ser en la Sociedad Contemporánea

Imagen conceptual de un pastor guiando a un rebaño de ovejas sobre una montaña, simbolizando la heteronomía y la sujeción en la filosofía social






A mi querida sobrina Jeli Herrera, violista,


concertista y amante de la libertad





“Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional -o más


bien de abuso-, son los grilletes de una permanente minoría de edad”


                                                    Immanuel Kant, ¿Qué es la Ilustración?





En el campo de la filosofía práctica, el fenómeno de la heteronomía se comprende como la experiencia de la conciencia de un sujeto dependiente, sometido a un poder que -se presupone- lo sobrepasa y lo abruma. Se trata de un poder que le ha sido impuesto desde afuera, ubicado por encima de la autenticidad de su ser social. Un poder que, abstractamente, le dicta conductas, normas o reglas que obligatoriamente debe cumplir y que le impiden desarrollarse como ser autónomo, libre, activo, racional, reduciéndolo a cosa o, en todo caso, a un ser genérico, subalterno e indeterminado. Heteronomía es, en consecuencia, la condición sine qua non que impone la voluntad de uno -o de algunos- sobre la libre iniciativa del resto de la ciudadanía. Al aceptar su dominio, el “yo quiero” queda sometido a una fuerza imperativa que le resulta impuesta, ajena y hostil, transmutándolo, como dice Marx, en la más nítida expresión del ser enajenado, extrañado de sí mismo.  


El presupuesto del cual surge la heteronomía tiene su punto de partida en la figuración de que los individuos que componen todo posible cuerpo social, en general, no son lo suficientemente maduros para tomar decisiones por cuenta propia, por lo que deben necesariamente ser guiados, orientados y conducidos por quienes se autoperciben como los más ladinos y osados, aunque no siempre sean los mejor preparados -pero sí los más fuertes- y afirmen saber más del discurrir moral, social y político que el resto de la población de “niños grandes”, de “enanos mentales”, de eternos “menores de edad”, incapaces de decidir y valerse por sí mismos. Son ellos, los muy “maduros”, los “robustos gigantes” descritos por Vico, los “guías materiales y espirituales” de aquellos que actúan como críos, carentes como son de adultez y, en consecuencia, de toda eventual responsabilidad. Son los “pastores” de un numeroso rebaño de ovejas que, sin ellos, quedarían descarriadas y sin rumbo. Son los profetas iluminados, las muletas de los inválidos, los llamados a canalizar las desbordadas pasiones de los menos formados y más inconscientes, a fin de que no se desvíen el camino recto, del orden establecido, y acepten el régimen de obediencia y sumisión que se les ha implantado. Porque el “orden” no puede ser otro que el que ellos han sancionado. Ellos, los padres de la manada, los caciques de la tribu, quienes sabiamente han definido y colocando, además, los controles de rigor. De ahí que las sociedades donde impera la heteronomía sean, justamente, sociedades caracterizadas por el imperio de los controles. 


Frente a la conocida expresión: el cielo es el límite, cuya sola idea exhorta al sujeto a llevar sus conquistas más allá de toda posibilidad, el promotor de la heteronomía responderá, no sin cierta -y siempre sentenciosa- solemnidad, que, más bien, el límite es el único cielo permitido. Cuestiones del poner, del fijar (Setzen). Una característica esencial de la mera 'reflexión del entendimiento abstracto', como la denominara Hegel. De este modo, los miembros de las sociedades heterónomas terminan atribuyéndole su propia institucionalidad, su ordenamiento social y hasta su propia existencia, a una incuestionable autoridad: el Comandante supremo, esté vivo o muerto, pero siempre ubicado por encima del resto del ser social. No importa el nombre que reciba este ser “superior”, tampoco el nombre que reciba, a lo largo de la historia, esa formación social. Los resultados siempre serán los mismos: el autoritarismo, la dependencia, la manipulación, la explotación, la degradación, la corrupción, la impotencia.


Las sociedades sometidas al imperio heterónomo son, pues, sociedades barbáricas. Los griegos empleaban la expresión “bárbaro” para definir a todo aquel que “balbucea” como un “menor de edad”, como un niño “mal educado”. Decía Aristóteles que bárbaro es el que se encuentra gobernado por tiranías o despotismos en sentido estricto, lo que lo convierte en un esclavo. De hecho, según Aristóteles, el bárbaro erige a sus gobernantes con el fin de cubrir sus necesidades básicas, a diferencia de las sociedades maduras, constituidas por ciudadanos libres, cuya meta es la de vivir en y para la autonomía y el consecuente desarrollo.


Es cuestión de vocación militarista la obsesiva promoción de la heteronomía. No hay un fenómeno más afín a los regímenes totalitarios o autocráticos que la institucionalización de la heteronomía. “No razones: adiéstrate”. Pronto las sociedades se transforman en inmensos cuarteles o en gigantescos campos de concentración en los cuales se “administran” o “controlan” la alimentación, la salud, la educación y la cultura, la vivienda, las finanzas y la industria, pero, sobre todo, la violencia, por un lado, y los medios informativos y comunicacionales, por el otro. En fin, todo tiene que ser controlado, siempre en función de garantizar  “el orden”, “la paz” y “el progreso” en sentido orwelliano. La humillación llega, de este modo, al máximo. La objeción, la duda, el juicio, el pensamiento en cuanto tal, el derecho a la diferencia o a la protesta, quedan fuera de la ley, están sancionados, y son concebidos como claras manifestaciones de “terrorismo” y alta “traición a la patria” y a los intereses del llamado “colectivo”, es decir, del cártel que sostiene los hilos del poder. 


La consigna y la etiqueta -o como dice Kant, los “principios y las fórmulas”- sustituyen al pensamiento para dar paso al servilismo, al ser pasivo y resignado que espera pacientemente el crucial momento de la llegada de la electricidad o del agua potable, de la leche, del papel higiénico o del aceite al centro debidamente “controlado” de suministros. La educación abandona los contenidos para dar paso a las formas vacías, a las búsquedas formales, a los “métodos” que trastocan la construcción de la verdad en banal instrumento de medición. El lenguaje se entumece. La salud deviene ejemplo de la más indigna de las miserias humanas. Las empresas no producen, porque lo importante no es producir -¡oh, contradicción!- sino obtener un ruin aumento salarial. Entre tanto, las calles se cubren de la más salvaje violencia en manos de las squadre o falanges o comités de defensa -es igual- de un 'proceso' que ni lo es ni puede llegar a serlo. El objetivo sigue siendo el mismo: mantenerse en el poder por el poder, única fuente posible para el triste y grotesco espectáculo del enriquecimiento ilícito. Entre tanto, la heteronomía se hace carne y sangre de las mayorías, pues “el modelo” comporta mecanismos para su reproducción continua: no se educa para la libertad y la autonomía, se “educa” para la vil sumisión.


Kant fue el primero de los filósofos modernos en advertir acerca de los perjuicios de una sociedad heterónoma, carente de autonomía: “Es difícil para todo individuo lograr salir de esa minoría de edad, casi convertida ya en naturaleza suya. Incluso le ha tomado afición y se siente realmente incapaz de valerse por su propio intelecto, porque nunca se le ha dejado hacer dicho ensayo. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional -o más bien abuso- de sus dotes naturales, son los grilletes de una permanente minoría de edad”.


“¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!”, afirmaba el gran pensador de Königsberg en su tratado explicativo de la Ilustración. Para salir de la heteronomía Kant recomendaba tan sólo una exigencia: la libertad de hacer siempre y en todo lugar uso público de la propia razón.

La utilidad de la filosofía en la era del consumismo: ¿Es necesaria hoy más que nunca?



¿Hacer filosofía es una utilidad?
Creo que la mayoría de la gente nunca entendió que es, y para qué sirve la filosofía, así, pretendo exponer la necesidad primaria constituida en el acto de hacer filosofía. Ya que parece aceptado: que los filósofos eran útiles hace dos mil años y no ahora, o hace 500 y no ahora. Cuando yo creo, desde mi pequeño y flexible punto de vista, que es esta la época donde más filosofía se hace y donde más se necesita de su acto.

Ilustración de una persona con una idea de bombilla iluminada en medio de una avalancha de conceptos comerciales, que simboliza la búsqueda de una auténtica comprensión filosófica en un mundo impulsado por el consumo.

Lo que pasa —martillo en mano— es que nuestras cabezas se parecen más a cajas de MCDonalds que a cuerpos sensibles palpitantes y acechantes. La idea siempre ha sido dominio del hombre individual y la sociedad el refugio de conceptos débiles y demás personas sin ambición o identidad. Ya que, solo tras el paso de cientos de años ideas de grandes hombres que dominaban circunstancias y lugares, pasaron a dominio “del pueblo” —o de esa densidad de personas guiadas- ya debilitadas, carentes de fuerza y solo relevantes como reducto histórico. En este sentido, lo actual nunca a sido dominio de muchos. Y ahora, en nuestra época vivimos más sociales que nunca, la información social es muy abundante y nos llega por todos lados, ya está en la televisión, radio, internet, prensa, etc. Todo está mediatizado con las primeras marcas, los conceptos principales a entender —esos que están en todas partes— forman parte del marketing de un nuevo móvil, un coche, una idea de negocio, y, ¿dónde queda el concepto que activa al hombre y lo sube sobre sus hombros?. Este es el concepto que interesa y el más difícil de encontrar. Son todo productos a la venta. Conceptos a la venta. Y necesidades inventadas para generar ventas sobre un producto.

No amigo, es solo una apariencia poderosa, pero no es alguna. ¿Sabes que todos los conceptos que llegan a ti por canales mercantiles son conceptos de pago?, esos conceptos llegan a ti porque alguien ha pagado para que entren en tu cabeza, en este sentido, hay un interés en que pienses eso que quieren que pienses. Por otra parte, un interés tan notable como cualquier otro. Pero de pago, eso sí.

El concepto útil nunca fue fácil de encontrar, Maquiavelo no regaló su libro “el Príncipe”, ni expuso públicamente alguna idea contenida en él, hasta el día en que fue apresado por objeto de traición a la orden de Lorenzo de Medici, en Florencia. Fue entonces cuando desveló su secreto al Gobernante, solo a la espera de cierta gratitud que le valiese para escapar de tal mazmorra. Se ha de tener en cuenta que el libro de Maquiavelo cambio una época. Así como los libros de Sade, de la clase rica y “pudiente” de esta época tan cristiana, asentada en los altos placeres de la sociedad, y sabedores de la impenitencia del Cristianismo, que guardaron su secreto celosamente. O Spinoza, que no desveló su secreto hasta después de muerto, este si, sabedor de que podía ser perseguido por todas las religiones pudientes de Ámsterdam, y quizás también, de que su libro no iba a ser comprendido hasta cientos de años después de su muerte.

Hubo épocas donde la filosofía de los grandes nombres brotaba como publicidad verdadera para el autodominio y el saber. Pero estos eran años en los que los filósofos gozaban de buena salud: Deleuze, Foucault, Heidegger, Wittgenstein, Schopenhauer, Kant, etc. ¿Quién había más famosos que ellos?, ni un futbolista, ni un tertuliano, ni un “famosillo de su casa” como los de ahora. Pero aun en esta época no se conocían en profundidad las ideas de estos grandes filósofos tanto como sus nombres, salían en las noticias, los dictadores de uno y otro bando hablaban y apoyaban a unos u otros, en el diario se decía del orgullo que ofrecía tal pensador para el pueblo que fuere, etc. ¿Y la idea?, en realidad pocos accedían a ella. Siempre ha sido trabajo de pocos.

Ahora, que decir de nuestra época, ¿se hace filosofía?, más que nunca. La filosofía está en todos lados, el hombre que piensa por sí mismo, el que inventa su idea en su concepto como una tela de araña, hace filosofía. Y el gran pensador existe, no muy conocido por su nombre, pero no cesa. Y ya no es ese catedrático de filosofía, ni el profesor de universidad, y si lo es, no lo es por su labor en el aula. Si no por su labor de inventar la idea, la forma, y el acoplamiento.

Parece que el hombre que piensa y descubre tiene una especie de colchón invisible que ahuyenta el ruido mediático y el concepto de pago.

Microensayo sobre la filosofía del lenguaje de Saul Kripke


Microensayo sobre la filosofía del lenguaje de Saul Kripke

Microensayo sobre la filosofía del lenguaje de Saul Kripke
El presente microensayo tiene el objetivo de dilucidar, aclarar y comentar algunas cuestiones relativas a la filosofía del lenguaje de Saul Kripke.

El objetivo básico de Kripke es hacer una crítica de las teorías descriptivistas y del sentido de los nombres propios. Para el filósofo estadounidense, el significado de los nombres propios no va más allá de su referencia. En la Segunda Conferencia sobre “El nombrar y la necesidad”, del año 1970, Kripke formula seis tesis más una condición de no circularidad en las que cree recoger las ideas fundamentales de las teorías descriptivistas, para, tras toda una contra-argumentación abundante en ejemplos, proponer un esbozo de la “teoría de la referencia directa”. 

(1)   A cada nombre o expresión designadora “X”, le corresponde un cúmulo de propiedades, a saber, la familia de aquellas propiedades φ tales que A cree “φ X”.
(2)   A cree que una de las propiedades, o algunas tomadas conjuntamente, seleccionan únicamente a un individuo.
(3)   Si la mayor parte, o una mayoría ponderada, de las φs son satisfechas por un único objeto y, entonces y es el referente de “X”.
(4)    Si el voto no arroja un único objeto, “X” no refiere.
(5)    El enunciado “Si X existe, entonces X tiene la mayor parte de las φs” es conocido a priori por el hablante.
(6)   El enunciado “Si X existe, entonces X tiene la mayor parte de las φs” expresa una verdad necesaria (en el idiolecto del hablante).
(C) Para que una teoría tenga éxito, la explicación no ha de ser circular. Las propiedades usadas en la votación no deben suponer ellas mismas la noción de referencia del tal manera que ésta resulte en último término imposible de eliminar. 

En las primeras páginas del texto, Kripke se centrará en refutar la tesis 6. Aquí es donde el filósofo estadounidense introduce las nociones de “designador rígido” y de contingente a priori. En una posible división del texto podríamos decir que una parte, la primera y más extensa, es un desarrollo de estas nociones, y que otra parte, la segunda y última, versa sobre otra de las cuestiones fundamentales de la filosofía de Kripke, a saber, la necesidad de los enunciados de identidad.


Analicemos, pues, los argumentos que esgrime Kripke para defender estas tesis con el fin de aclarar su postura filosófica y, paralelamente, destapar los presupuestos en los que ésta se fundamenta.El autor nos dice que tomemos un nombre propio cualquiera, “Hitler”, por ejemplo. Una manera de referirnos a “Hitler” es remarcando una propiedad de peso que tenga mediante una descripción definida, como por ejemplo que fue quien mandó exterminar 6 millones de judíos. ¿Qué dice la tesis 6? Que el enunciado “Si X existe, entonces X tiene la mayor parte de las φs” expresa una verdad necesaria. Pero esto, dice nuestro filósofo, es falso. ¿Por qué? Porque en una situación contrafáctica, y aquí entra la noción de “posibilidad”, podría haber ocurrido que alguien más hubiese hecho eso mismo, a saber, mandar exterminar 6 millones de judíos. En este último caso, al decir el nombre de “Hitler” nos referimos a Hitler, y no a esa otra persona que tiene esa misma propiedad. Por otro lado, es posible también que todo lo que sepamos sobre Hitler sea falso, o que la persona que mandó exterminar 6 millones de judíos no fuese realmente Hitler, sino Goebbels o Bormann, lo cual no cambia absolutamente nada, pues seguimos refiriéndonos a Hitler. ¿Qué pretende Kripke con todo esto? Mostrarnos que cuando hacemos referencia a un individuo mediante un nombre propio, lo hacemos de manera “rígida”, es decir, no usamos una descripción definida. Un nombre propio es un “designador rígido” aquí y en todos los mundos posibles.


Cuando numerosos científicos del mundo se reunieron en París para establecer la unidad de medida “metro”, usaron una barra con unas dimensiones físicas concretas. Pues bien, si leemos una descripción definida de “metro” que diga “es esta barra que tiene tales características físicas de longitud” de re, entonces estamos diciendo “un metro es un metro”, lo cual es necesario y a priori, pero de este modo estamos violando la condición de no circularidad antes mencionada; pero si la leemos de dicto, entonces estamos usando una descripción definida para introducir un nombre propio, el nombre propio “metro”, que mediante una cadena causal lingüística se transmite por toda la comunidad de hablantes; y esto es contingente, dado que la barra podría haber tenido otras dimensiones físicas, pero es conocido a priori, porque antes de esa determinación del nombre propio no existía algo así como un “metro”.


Kripke utiliza varios ejemplos a lo largo del texto para seguir defendiendo la idea de contingente a priori. No vamos a repetirlos aquí. Así que nos centraremos ahora en explicar la segunda noción fundamental de su filosofía del lenguaje: la necesidad de los enunciados de identidad. ¿Qué dice el filósofo estadounidense acerca de los enunciados de identidad? La argumentación es muy sencilla: tomemos por ejemplo el nombre propio “Newton”, y digamos que fue “quien formuló la ley de la gravitación universal”. Supongamos ahora que descubrimos que “Newton”, el mismo físico que formuló la ley de la gravitación universal, fue también el líder de la francmasonería. ¿Qué ocurre aquí? Pues ocurre que tenemos un enunciado necesario y conocido a posteriori. El enunciado es necesario porque cada objeto es idéntico a sí mismo, es decir, la relación de identidad es una relación que cada cosa o cada individuo tiene consigo mismo. Y es a posteriori porque es un descubrimiento, porque no llegamos a conocer dicha relación de identidad hasta que tenemos experiencia de ello; podríamos no haber descubierto que Newton fue el líder de la francmasonería. De aquí deriva Kripke su concepción sobre la ciencia. La ciencia, operando de modo análogo al conocimiento de la identidad, puede descubrir verdades necesarias en el mundo.

¿Cuáles son los presupuestos que esconde la filosofía del lenguaje de Kripke? El presupuesto o supuesto básico en el que se fundamenta toda la filosofía del lenguaje de Kripke es una ontología realista-aristotélica contraria al idealismo kantiano. Según Kripke, Kant está confundiendo metafísica y epistemología. A priori y necesario no son lo mismo, como pretendió el filósofo alemán. La disparidad entre ambos filósofos tiene su raíz en una diferenciación metodológica. La metafísica de Kant es gnoseo-dependiente; esto significa que nuestra concepción de la realidad estará fuertemente condicionada por nuestro aparato cognoscitivo, cuya estructura conoceremos mediante una investigación trascendental. El resultado es un mundo espacio-temporal en el que las cosas están causalmente relacionadas. Para Kripke, sin embargo, realidad y lenguaje son dos cosas totalmente separadas. Las cosas tienen un modo de ser independiente del sujeto de conocimiento, y nuestro lenguaje tiene la capacidad de mostrarnos esa realidad. No voy a criticar aquí la metafísica de Kripke, pero baste con decir que es un punto más que discutible de su filosofía. En cualquier caso, Kripke supone toda una revolución en la clásica división de juicios o enunciados en filosofía.También hay un paralelismo, a mi juicio, entre la división sustancia/atributo y nombre propio/descripción definida. Aquí subyace Aristóteles. Mi planteamiento es el siguiente: para Aristóteles la sustancia es el soporte de los atributos, algo distinto que no puede identificarse con los atributos; para Kripke, análogamente, el nombre propio (designador rígido) es el soporte de las cualidades o propiedades (expresadas en la descripción definida). Si los atributos necesitan un sujeto de determinaciones, un soporte, la descripción definida necesita igualmente algo distinto de las cualidades o propiedades, algo de donde se predican dichas cualidades o propiedades.

La presencia virtual

Realidad e interpretación en las redes

Imagen resumen de: Realidad e interpretación en redes


El ciberespacio: ¿evasión de la realidad o más bien una nueva versión de lo real?

El hombre es un dios cuando sueña
y un mendigo cuando reflexiona.
F. Holderlin.

Tal vez esta vida ausente que llevamos, donde lo virtual le gana terreno a la realidad, no esté tan mal, en el fondo. Perdemos una dimensión, sí, pero ganamos otra. Quizá no estemos muy presentes en el lugar donde estamos, pero las fotos y los comentarios que colgamos sobre él construyen otro que se le parece. ¿No es eso, para bien o para mal, lo que hemos hecho siempre? Creamos nuestro propio mundo imaginario construido con nuestras percepciones, nuestras impresiones, nuestras expectativas… y nos desenvolvemos en él como si fuera real. En ese juego del “como si…” reside el sentido, que es completo en sí mismo, y nos queda más cerca que la siempre fragmentaria realidad.
Muchas veces, cuando voy de excursión, me descubro a mí mismo contemplando, en lugar de los bosques, los riscos o las flores, estampas para fotos interesantes. ¿Me aíslo del paisaje, o más bien lo estoy recreando? La pasión fotográfica limita, sí, mi presencia en la naturaleza, la recorta por los límites de un determinado encuadre. Pero, ¿no demostró Kant que es siempre así nuestra aproximación a las cosas?
¿Quién puede abarcar la infinitud de un lugar, de un solo instante? Vemos lo que queremos (o lo que no queremos) ver, vemos lo que sabemos ver. Con ese concepto (encuadre o marco, "frame"), es como algunos estudiosos denominan nuestra peculiar ordenación de las percepciones: todo nos llega a través de nuestros marcos personales. Es el modo de hacer las cosas nuestras, de adentrarnos en ellas, de incorporarlas a nuestra particular construcción del mundo. Un mundo al que accedemos haciéndolo propio, con la esperanza de que la versión de él que concibe nuestra mente no se aleje demasiado del modelo que suponemos existe “ahí fuera”. Los ignorantes y los locos, ¿son exiliados del mundo o de la visión que se admite convencionalmente sobre él?
¿Acaso no estamos todos un poco locos? ¿Acaso no somos todos ignorantes? Aprender es, quiere ser, afinar nuestra visión para que gane en fidelidad a lo real. “Alta fidelidad”: nuestras pantallas ganan en precisión, nuestros altavoces reproducen con exactitud los sonidos originales. La tecnología es un mundo que imita al mundo cada vez mejor. Pero la mente no imita: interpreta. Imprime significado. Lo que vemos en la pared de la caverna platónica no son sombras, sino proyecciones. 

Antes, los viajeros escribían cartas o postales, pintaban cuadros o se llevaban objetos de recuerdo para adornar sus salones. Bartolomé de las Casas retrató la crueldad de los conquistadores. Montaigne glosó sus viajes como ejemplo de la diversidad de modos de vida. Darwin siguió una larga tradición de expediciones científicas, y de sus notas y sus dibujos surgiría un giro copernicano para la biología. Montesquieu imitó el epistolario del viajero en sus Cartas persas, y Cadalso le imitó a él en sus Cartas marruecas. Los diarios de viaje integran un verdadero género literario, que no busca tanto retratar lo que se ve como las impresiones de uno ante lo que ve.
También hoy usamos los lugares que visitamos para encontrar en ellos algo de nosotros. Por eso les hacemos fotos, los grabamos en vídeo, los narramos por escrito, con la intención de apropiarnos de ellos, además de hacerlos perdurar en la memoria y atenuar así la insoportable levedad del ser. Pero lo que no se comunica es como si no existiera, es como si nos perteneciera menos. Nuestro mundo interior anhela verterse en el exterior. Por eso lo exponemos todo en ese gran escaparate de la vida (tal como la queremos enseñar) que es internet. Allí lo encontrarán, sin duda, muchas más personas que las que verían un álbum que guardamos en casa, y cientos, tal vez miles de “amigos” desconocidos conocerán nuestras impresiones en blogs o webs, en Twitter o en Facebook, y quizá nos dejen sus opiniones como estelas congeladas de su paso…
Porque en internet todo queda (y quizá más tiempo que nosotros). Es cierto que, a la vez, todo pasa, arrastrado bajo el imparable aluvión de la permanente novedad, pero, ¿no fue siempre así? Lo único que ha hecho la tecnología ha sido intensificar lo que ya sucedía: acelera el tiempo (nuestro testimonio es inmediato, y a la vez se disipa casi al instante), multiplica la cantidad al infinito (y comunicamos más y a más, pero al mismo tiempo nuestros mensajes se arrumban en el gigantesco depósito de remotos almacenes de información). Si todo eso desborda nuestra medida es porque ha alcanzado la medida de nuestra imaginación: el Big Data es ya una monstruosa avalancha de información que nos engulle si pretendemos abarcarla.

Confieso que a mí Facebook no me gusta. Me incomoda ir dejando cada día huellas de mi rastro vital, y estar pendiente de lo que hacen los otros. Quizá simplemente me aburra, o no me guste porque soy un solitario (también cibernético), y en tal caso no puedo reprocharle nada. Pero de entrada me parece que consume buena parte del tiempo libre, y se lo escatima a la presencia.
Sin embargo, a veces me pregunto si no se tratará, más bien, de otro tipo de presencia. Porque no deja de ser un modo de acompañarnos, de saber unos de otros, de escabullirnos un poco del aislamiento que nos impone la sociedad de la producción. Mejor Facebook, supongo, que ver la televisión, aunque a veces parezca que es como una televisión que habla de gente conocida. Mejor Facebook, a veces, que estar solo, aunque estemos solos cuando entramos en él, aunque consista en una vida postiza. Porque hay presencias que parecen virtuales, y virtualidades que quizá tengan más solidez que algunas presencias. Claro que nada podrá sustituir al gesto, a la mirada, al contacto físico, pero es evidente que no se trata de sustituir, sino de complementar, incluso de interpretar, como las cartas y los libros, como las fotos y los diarios.
Siempre hemos vivido en un mundo paralelo: el de nuestras fantasías, nuestros temores y nuestras esperanzas. Ahora lo hemos hecho más rápido y más grande. Si eso acaba arrastrando nuestra vida, y convirtiéndola en “líquida”, como reflexiona Zygmunt Bauman, tal vez sea porque no queremos estar en ella, porque no nos atrevemos a quedarnos y preferimos correr y correr, ciberesfera adentro… La vida ya era ilusión, a veces feliz y otras terrible. Allá donde vayamos (también en internet) no encontraremos más que nuestros ángeles y nuestros demonios. Esos son nuestros testimonios de viaje. Ni más ni menos.

Existencia y trascendencia en Heidegger



La existencia y trascendencia en Heidegger.
Es muy común que veamos en el autor alemán cuestiones como iniciación a un tema, lo más significativo es el título de uno de sus cursos ¿Qué es metafísica? a lo que nos vamos a referir aquí para explicar lo relacionado con la trascendencia y la existencia.

Representación visual de la filosofía existencial de Martin Heidegger y Søren Kierkegaard, enfocando en la trascendencia y la existencia humana, con elementos que simbolizan el Dasein, la angustia (Angst), y la relación hombre-Dios en el contexto del existencialismo.

Para empezar debemos saber que Heidegger es un autor muy influenciado por muchos otros, en especial Søren Kierkegaard (1813-1855) con su Teología de la crisis donde nos dice que la religión es el drama del hombre y su destino. La exasperación de la trascendencia compromete la relación hombre-Dios que es fundamental ya que sin eso no puede ser una religión verdaderamente. Este existencialismo es un drama del hombre para el hombre pues a él le pertenece la trascendencia, que en el sentido kantiano es a lo que se tiende pero que apenas se alcanza. Según el propio autor alemán, la trascendencia es condición de fundamentación del existir mediante el Dasein; su discípulo Karl Jaspers dirá del mismo concepto que es el ser puro que experimentamos como fundamento del existir, así que ambas posiciones no serán demasiado alejadas. En cualquier caso, aquí lo importante, la existencia está fundada por el Dasein. No hay que olvidar que prácticamente son lo mismo, en Ser y tiempo Heidegger los usa indistintamente en muchas partes de su obra (a veces como Dasein otras como Existenz). La existencia es finita y limitada así que el existir poner lo absoluto fuera de sí para comprenderse a sí mismo ya que la existencia no es absoluta y lo absoluto es el término trascendental con el que la existencia se funda a sí misma. La trascendencia es el único modo por el que la existencia garantiza libertad. Por tanto, el existencialismo plantea las antinomias que llevan a los problemas de religión; las antinomias son el descubrimiento de un plano del ser donde el hombre busca en vano la explicación del misterio del propio ser. Aquí, en definitiva, hallamos la solución al drama del hombre.

El existencialismo descubre la existencia como un momento en sí autónomo, como problema que ahonda en sí y no quiere ayuda. Esto se puede confundir con la experiencia religiosa o la vida moral pero el momento de inquietud pasa, en el arte o en el pensamiento filosófico también. La existencia no es esa forma concreta sino su anterior inquietud, es la vida que no ha sido expresada en ninguna de sus formas. Es la Nada. ¿Qué es? Básicamente lo que impide que lo real se realice, lo negativo que toda forma de ser lleva en sí o el vacío que cada forma de ser lleve llenar, lo que falta, lo que no es. Esa negatividad, ¿cómo está causada? Lo que no puede ser es una forma del espíritu en la distinción de sus formas y lo que corresponde a lo que no es es la forma económica del espíritu. Esta forma es la vida, la existencia que es un drama vivido en la inmediatez de lo que ocurre, es inquietud y angustia que nos lleva a la exaltación del egoísmo, es una continuación sin razón de nuestra vida económica. A todo esto lo llama existencia trivial. Eso es existir en el mundo, una existencia trivial. El mundo es un conjunto de objetos determinados por su manejabilidad (Zuhandenheit) de los que tratamos de huir, nos preocupa más la utilidad de nuestra vida y por eso la existencia se revela en la Sorge o el cuidado. De este modo llegamos a la indecisión: la totalidad del ser parece escaparse y abismarse, por ello nos sentimos más presentes a nosotros mismos. Entonces, se revela la angustia o Angst, ¿por qué ser en vez de no ser? ¿Por qué ser y no más bien nada? Así cerramos esta breve disyuntiva, la existencia trasciende cuando se transforma en interrogante.