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Karl Marx el dialéctico incomprendido

Karl Marx el dialéctico incomprendido



Federico Engels cuenta, entre sus méritos, con el hecho de haber sido un hombre de bien. Sin duda, enalteciendo su propio apellido, Engels fue un gentiluomo sensible y educado, culto y honesto, pero, sobre todo, portador de un gran corazón, con un sentido de la solidaridad humana y de la amistad como pocos y quizá contados casos. Lo que desde el punto de vista estrictamente especulativo -es decir, teorético-conceptual- no llegó a tener, no obsta para no reconocer y valorar su talante profundamente humano, en el estricto significado del término. Quizá porque, al igual que el resto de sus condiscípulos, obsesionados por dar el combate contra el anti-hegelismo imperante, prestaron demasiado interés a las calumnias del viejo Schelling o del resentido Schopenhauer contra Hegel, en cuyas interpretaciones se puede hoy -a la luz de la perspectiva histórico-hermenéutica que ofrece el presente- descubrir, con relativa facilidad, la trampa -no exenta de mala fe- de querer contrabandear “el gato” de la dialéctica por “la liebre” de la lógica de la identidad, propia del entendimiento reflexivo y, por eso mismo, abstracto. El hecho de que en alguna de sus cartas le reconociera a Marx lo difícil que le resultaba lograr comprender sus “giros dialécticos”, especialmente en el capítulo dedicado a la teoría del valor, da cuenta del handicap ontológico que pautó el sendero de sus ensayos. Como también permite adentrarse en las distinciones -más tarde, adulteradas y fijadas como vulgar propaganda por el stalinismo- entre un “socialismo utópico” y un “socialismo científico”, a pesar de que en él todavía el término distaba mucho de las ciencias particulares de hoy, aproximándose, más bien, a la Wissenschaft en sentido filosófico.

En su extraordinaria biografía de Hegel, Jacques D’Hondt -uno de esos franceses excepcionales y, por eso mismo, término opuesto del more liliputiensis de algunos otros- da cuenta del respeto y la admiración que sentían Hegel y sus discípulos por las ideas de Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon, quien, por cierto, tuvo una importante influencia sobre las ideas del maestro de Simón Bolívar, Don Simón Rodriguez. Saint-Simon no pretendía el establecimiento de un mundo social y políticamente “perfecto”, que es lo que se desprende de los grandes sueños utópicos, desde Platón, pasando por Moro y Campanella, hasta la Icaria de Cabet. Más bien, retoma el juicio de los primeros críticos de la naciente sociedad liberal-burguesa, no tanto por los excesos formales en la proclamación de la libertad como por los defectos prácticos que la miseria va poniendo en evidencia. En este sentido, sigue a Babeuf, quien, no sin vehemencia, señalaba: “No queremos la igualdad escrita en una tabla de madera, la queremos en nuestras casas, bajo nuestros techos”.

De hecho, la tan anhelada sociedad que surgió de la Revolución francesa no fue, como muchos esperaban, el fin de las injusticias sociales o de las desigualdades ya denunciadas por Rousseau. No era, pues, que los socialistas se opusieran a la sociedad liberal sino al hecho de que su puesta en escena  debía asumir conciencia de sus fallas y corregirlas, porque, como afirmaba Saint-Simon, la función de quien gobierna consiste en mejorar la situación material y espiritual de quienes trabajan, a objeto de poner fin a la pobreza. Más concretamente, su propuesta consistía en el desplazamiento de los sectores parasitarios e improductivos de la sociedad, en la organización de un Estado mínimo y en el incentivo de los sectores productivos, quienes estaban llamados a dirigir la nación, restándole cada vez más peso a la burocracia gubernamental y aumentando las dimensiones de quienes producen la riqueza y el bienestar de todos. Ese es el socialismo de Saint-Simon. Un socialismo guiado por los preceptos del cristianismo, que no sólo no se opone a la propiedad privada sino que auspicia el mérito y el esfuerzo de quienes contribuyen con el desarrollo de la industria en el sentido amplio del término, que es, a su juicio, el gran centro, el motor inmóvil, de la sociedad, dado que sólo sus frutos pueden satisfacer las necesidades de todos, generar equidad, superando así la pobreza y evitando las injusticias, que son la fuente de los enfrentamientos, las confrontaciones y la guerra. 

A medida que el joven Marx, hegeliano y propulsor de un liberalismo radical, desde sus artículos en la Rheinische Zeitung, iba denunciando las injusticias cometidas por el despotismo de la aristocracia y la monarquía alemanas, e incluso, mientras iba profundizando en una concepción cada vez más histórica y menos normativa del quehacer social, que lo condujo a romper con la cartografía de los socialismos húmedos, en esa misma medida, su filosofía reivindicaba la condición esencial de las fuerzas productivas de la sociedad frente a las desgastadas relaciones jurídico-políticas que pretenden cercar de continuo las fuerzas creadoras de la historia. El problema, a su juicio, consiste en la superación de las relaciones “positivas” que justifican el asalto, la explotación, a la que son sometidos los verdaderos demiurgos, los profesionales, técnicos, especialistas y obreros que generan la riqueza y potencian el desarrollo económico y social. El capital no es algo personal, es un poder social. Y en la medida en que la estructura política sea cada vez más insignificante y la sociedad esté más y mejor educada, en esa misma medida será más libre. La restitución del ser social en su completitud no depende ni de las abstracciones ni de las simplezas que invocan la “igualdad por abajo” mediante la abolición o la destrucción de la propiedad privada, sino, simultáneamente, de su superación y conservación (Aufhebung des Privateigentums zusammenfasser).

Pero esta argumentación no es, por cierto, ni similar a la que fuera torcida y difundida por el stalinismo y por toda la inescrupulosa manualística de los “intelectuales comprometidos” en Occidente, que operaron como promotores a sueldo del gran fraude soviético que ha resultado ser el origen visible del actual gansterato que ha hecho de la praxis política un territorio de criminalidad. ¿Realmente, son semejantes delincuentes socialistas? Es verdad que el camino hacia el infierno está precedido por un empedrado de buenas intenciones. Pero el haber adulterado los viejos ideales hasta la torcedura y venderla como la “doctrina oficial” de una estatolatría despótica, al mejor estilo del modelo -Gramsci dixit– de los regímenes absolutistas asiáticos, esos por los que Marx sentía tanto desprecio, comporta algo más grueso que una simple canallada. La filosofía podrá ser muy amiga de Platón, pero es mucho más amiga de la verdad. Nada tiene en común el concepto clásico de socialismo con la actual representación de “socialismo” acuñada y estigmatizada desde la postguerra, como el trademark de un poderoso y amenazante cartel: la franquicia castrista -”forista”- del gansterato mundial


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