Spinoza y la libertad: necesidad, razón y potencia común
“Wenn man anfängt zu philosophieren, so muβ man zuerst Spinozist sein”
(“Cuando uno empieza a filosofar, debe ser primero spinozista”)
G.W.F. Hegel
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| Spinoza concibe la libertad no como libre albedrío, sino como consciencia de la necesidad y potencia racional. |
La idea de libertad en Spinoza es, quizá, una de las contribuciones más decisivas y radicales de la filosofía moderna, a pesar de que los apologetas del entendimiento abstracto presentan su filosofía como una forma de determinismo naturalista en el que no tiene cabida la libertad. No obstante, y más allá de los obsesos amantes de la quietud y la fijación, de los museos de cera y los cementerios, para Spinoza la libertad es una idea -y no un ideal, es decir, un desideratum- que nace del seno mismo de su concepción metafísica de la necesidad, la cual, lejos de anular la libertad humana, la depura, la redefine y, sobre todo, la sorprende en terreno más firme, lejos del sometimiento a la ilusión del llamado libre arbitrio. En efecto, para Spinoza, la libertad no es una prerrogativa caprichosa del individuo ni un atributo concedido por alguna autoridad trascendente; es, por el contrario, el nombre que recibe la comprensión de aquello que, siendo necesario, deja de dominar al sujeto porque lo piensa desde su causa. Por eso, hablar de libertad supone siempre un desplazamiento que va del mito del “poder hacer lo que se quiera” hasta la consciencia rigurosa de lo que se es. En una expresión, la libertad es concebida por Spinoza como la “consciencia de la necesidad”.
Desde la Ética, en la que la arquitectura conceptual del sistema se muestra en su forma más rigurosa, Spinoza enuncia un argumento que trastoca los presupuestos de la tradición: solo es libre aquello que actúa desde la necesidad de su propia esencia. Dios -sive Natura- es absolutamente libre porque actúa por la sola necesidad de ser lo que es. Pero si esto es así, la libertad, a diferencia del arbitrio, no se opone a la necesidad sino que la expresa en su forma más elevada. Solo es autónomo lo que no depende de otra cosa, de un algo externo, para existir y actuar. Se trata de una afirmación crucial que, si se traslada al quehacer social y político, implica que la libertad no nace de la indeterminación sino, precisamente, del grado de comprensión que se tenga con las causas que configuran la existencia del ser social. Los hombres, en su estado habitual, son seres llevados -o traídos- por afectos que no comprenden del todo. Viven más movidos por la inmediatez que por la propia potencia interna. Esa es la servidumbre, no solo moral sino ontológica, que Spinoza expone con una sinceridad que aún hoy incomoda: eres esclavo no porque alguien te domine, sino porque no comprendes lo que te determina.
Y sin embargo, es justo ahí donde emerge la posibilidad de la libertad. Cuando la razón interviene -cuando se es capaz de concebir una pasión como efecto de causas que pueden ser pensadas adecuadamente-, el afecto pasivo se transforma en actividad sensitiva humana, es decir, en expresión activa del conatus, ese esfuerzo esencial por perseverar en el ser. La libertad, en este sentido, no consiste en negar la determinación, sino en integrarla en su comprensión: cuanto más se comprende menos se padece; cuanto menos se padece más se produce, y cuanto más se produce mayor es la confirmación de las determinaciones inmanentes a la propia condición racional. Spinoza identifica así la libertad con una forma de lucidez que no se limita a esclarecer la vida interior, sino que la orienta hacia la recíproca cooperación, la confraternidad y la concordia civil. Lejos de aislar, la razón vincula, relaciona o, como dice Spinoza, adecúa. A pesar de las observaciones de Hegel, en Spinoza la sustancia también es comprendida como sujeto. Quien se sumerge en las páginas de su Ética comprende que no se es libre porque se domine a los otros, sino porque se ha logrado conquistar el señorío de sí mismo como resultado -diría Schelling- de la autocomprensión del mundo.
Esta noción general expuesta en la Ética, se extiende casi naturalmente hacia el terreno político en el Tratado teológico-político, en el que Spinoza examina cómo es posible asegurar un espacio de libertad en una comunidad regida por leyes y por el poder soberano. La respuesta no se formula desde la presuposición de derechos individuales abstractos, sino desde la estructura misma de la vida común: la libertad civil se funda en la libertad de pensar, de opinar y de expresar públicamente el propio juicio, no como un lujo intelectual, sino como conditio sine qua non para la estabilidad del Estado. Un pueblo obligado a callar es, tarde o temprano, un pueblo empujado a la violencia. Un Estado que pretende regular las conciencias se destruye a sí mismo por la vía de la superstición y del miedo. En cambio, el Estado que permite que cada uno piense lo que considera verdadero, que pueda expresar su desacuerdo sin temor, consolida una forma superior de obediencia, concebida como un acatamiento racional que es totalmente distinto a la servidumbre.
Por eso mismo, Spinoza insiste en diferenciar la fe de la filosofía. Es verdad que la fe -orientada al amor al prójimo- es útil y necesaria para la vida común. Pero la filosofía, cuyo ámbito es el de la verdad, no debe estar sometida a autoridad alguna. Cuando la religión se hace poder político, no solo se corrompe, sino que corrompe al Estado. De allí que la libertas philosophandi no sea, para Spinoza, un principio meramente intelectual, sino la garantía de una comunidad auténticamente política. Y es también la antesala natural de la democracia, que concibe como la forma de Estado más cercana a la razón, no por sentimentalismos igualitarios, sino porque en democracia los ciudadanos participan de la vida pública de un modo que fortalece la potencia colectiva. En un Estado democrático, la libertad de pensamiento no es una concesión sino el fundamento mismo del orden civil.
También en el Tratado político, su profunda y sobria obra final, Spinoza muestra su concepto de libertad con mayor nitidez. De hecho, abandona toda tentación de precepto político para presentar una concepción de la libertad como potencia colectiva, es decir, como capacidad del Estado para organizar y potenciar el esfuerzo común de los individuos que lo componen. El término potentia es la clave: cada individuo posee una potencia natural, pero cuando los seres humanos se asocian, esa potencia crece de manera cualitativa. El Estado, lejos de limitar la libertad, la hace posible: sin Estado no hay seguridad, sin seguridad no hay razón, sin razón no hay praxis libertaria. La paradoja es absolutamente pertinente: obedecer las leyes no es perder libertad sino, más bien, ganarla, siempre que la obediencia no sea sumisión, es decir, sea una expresión de racionalidad y no un fruto del temor.
Spinoza sostiene, en esta etapa final de su pensamiento, que cuanto más racional es el Estado más libres son sus ciudadanos, y que, por el contrario, cuanto más se gobierna a través del miedo, más se aproxima su propia ruina. Un pueblo que obedece porque comprende es un pueblo libre; un pueblo que obedece porque teme es un pueblo esclavo. La libertad política, entonces, es la coincidencia entre la potencia del Estado y la potencia racional de sus ciudadanos. Cuando el Estado estimula la cooperación, la confianza y el libre examen de las ideas, produce libertad. Cuando, por el contrario, estimula la superstición, la desconfianza y la obediencia ciega, produce servidumbre.
Para Spinoza, la libertad es un acto de comprensión, una forma de convertir la necesidad en potencia y la determinación en claridad. Pero también es un proyecto político, un esfuerzo por construir un orden común que no sofoque la razón, sino que la impulse; que no reduzca la vida a obediencia mecánica, sino que la organice en función de su máxima capacidad de afirmación. Ser libre, en su sentido más pleno, significa comprender, actuar y vivir con otros sin renunciar a la sensatez de la razón que los constituye. Spinoza se adelanta a Hegel: descubre que dentro del yo está el nosotros. Y en esa doble afirmación —ética y política—, construye una de las teorías críticas más coherentes y más exigentes de la libertad, una que no pide permiso a la trascendencia, porque se funda en la simple y poderosa evidencia inmanente de ser lo que se es.

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