Pandora

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Por José Rafael Herrera

@jrherreraucv

Hesiodo obra


 La obra de Hesíodo da cuenta de buena parte de los mitos fundacionales sobre los cuales se edificó la cultura de Occidente. Uno de ellos es el mito de Pandora, “la que todo lo da”. Creada por órdenes de Zeus, Hefesto moldeó la arcilla a imagen y semejanza de Afrodita y, una vez terminada, cada dios del Olimpo la fue dotando con el esplendor de sus maravillosos atributos. La decisión fue tomada por Zeus después del encuentro de los olímpicos con los humanos en Mecone, un lugar de diálogo y negociación, en el que se tomarían decisiones determinantes para la repartición de los sacrificios. Prometeo sacrificó un gran buey y lo dividió en dos mitades. En una de ellas estaba toda la carne, revestida con huesos y grasa, y en la otra todo el pellejo, recubierto con el enorme vientre de la bestia. Prometeo invitó a Zeus a elegir. El Dios escogió la pila de huesos. No obstante,, molesto por el ardid, dejó a los humanos sin fuego. Entonces Prometeo, irreverente como era y conmovido por la venganza de Zeus, decidió robarse el fuego y entregárselo a los humanos. Prometeo terminó siendo capturado, encadenado y condenado a morir todos los días. Un buitre destrozaba sus entrañas cada vez que revivía. Heracles, viendo la desdicha de Prometeo, mató al buitre, liberando al héroe de semejante martirio. Pero la venganza de Zeus no terminó ahí.

 El nuevo ajuste de cuentas contra la humanidad consistió en la creación de un “hermoso mal”, que compensara los beneficios adquiridos con el fuego que Prometeo les había entregado. Atenea la vistió con un traje plateado, un velo bordado, guirnaldas y una diadema de plata. Afrodita “derramó gracia sobre su cabeza y anhelo cruel y preocupaciones que fatigan las extremidades”. Hermes le dio “una mente desvergonzada, de naturaleza engañosa y puso mentiras en sus palabras”. Hombres y dioses quedaron maravillados por su belleza. Ella, Pandora, fue el nuevo regalo (Dora) de todos (Pan) los dioses. Zeus la envía acompañada de un ánfora que porta entre sus níveos y tersos brazos. El cántaro en cuestión contiene todos los males posibles, los cuales, una vez liberados, terminarán azotando a la entera la humanidad. Ya Prometeo había advertido a los hombres no aceptar regalo alguno de Zeus. Pero su hermano, Epimeteo, deslumbrado por la belleza de Pandora, la aceptó. De inmediato, la hermosa creación de los dioses abrió la “caja” y todas las pestes se desataron, con una sola excepción: la esperanza, que quedó atrapada dentro de los bordes de la vasija: “Y aquella mujer, levantando la tapa de un gran jarrón que tenía entre sus manos, esparció sobre los hombres todas las miserias horribles. Únicamente la esperanza quedó en el recipiente, detenida en los bordes, y no había vuelto a volar porque Pandora había vuelto a cerrar la tapa por mandato de Zeus, el tempestuoso que amontona las nubes”.

 Eso rezan los célebres versos de Los trabajos y los días de Hesíodo, los cuales, por cierto, no pocas veces han sido objeto de cuestionamientos y exhaustivas revisiones filológicas, etimológicas y hermenéuticas, dado su amplio espectro en -y para- la conformación del ser y de la conciencia social occidental, en general, sino, más específicamente, para la cabal comprensión de su discurrir estético y literario, histórico-religioso, político y cultural e, incluso, psico-social. Una fisura se abre, por ejemplo, en los límites de interpretación del papel de la esperanza en este mito fundacional. Se podría afirmar que, para el clasicismo greco-romano, la esperanza es el último de aquellos terribles males contenidos en “la caja” de Pandora y enviados por los dioses contra los hombres. Un mal que no se termina de escabullir del ánfora, precisamente porque cumple la función que Spinoza le atribuye al identificarla con el miedo. En una expresión, no es por simple casualidad que la esperanza no se escape y, más bien, se aferre a los bordes del recipiente. Se queda ahí, en el borderline, como expresión de la naturaleza de su doble condición: el temor que siente quien espera que se de lo que se espera y la espera que siente quien teme que no se de lo que se teme. En cambio, para la representación cristiano-burguesa de la obra, la “caja” no contenía males sino bienes, y la prueba de ello es que su interior portaba, justamente, a la esperanza.

 En tiempos de insípidas mitologías gansteriles, de alados demonios de ultratumba, vampiros llaneros, informes Krampus cucuteños y Pandoras italianas -quienes se autoproclaman “custodios” de un país saqueado, en ruinas, deforestado, contaminado y sometido a la más recia de las pobrezas de su espíritu-, quizá convenga reconsiderar la plasticidad del mito clásico, del original, a los efectos de tomar distancia de las trapisondas dialógicas y las “negociaciones” que, esta vez, no se dan entre dioses y humanos sino entre quienes se autoproclaman dioses y quienes, a diferencia de Prometeo, ofrecen cual fámulos, sumisamente, las mejores y más ricas carnes del buey venezolano, como ofrenda ante los pies de truhanes y farsantes, en nombre de una institucionalidad inexistente, ficticia. México no debe confundirse con Mecone. Llenos de esperanza, y en nombre de ella, una vez más las dudas afloran y vuelven a poner en evidencia el cierre del universo del discurso de una “humanidad” desgastada, temerosa y sin objetivos definidos, presos en el vicio de sus eternos retornos. Sus “esta vez sí” dan pena. Son los gemidos, transmutados en promesas, del borrachín del pueblo, los “juramentos” del fumador empedernido o del drogadicto “arrepentido”. Son la expresión misma de lo insustancial e intrascendente. Ante los cuales aun retumban las palabras de Prometeo -citadas por el joven Marx en su tesis doctoral-, quien ya encadenado en la roca exclama con firmeza ante Hermes: “Has de saber que yo no cambiaría mi mísera suerte por tu servidumbre”. Tal vez sea esa la razón por la cual “Prometeo ocupa el lugar más distinguido entre los santos y los mártires” del calendario filosófico.


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