Hesse, Hermann. Relato sobre la gran guerra.

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EL IMPERIO (Diciembre de 1918)

Era un país grande y hermoso, aunque no rico precisamente; en él vivía un pueblo valiente, modesto, pero vigoroso y estaba contento con su suerte. La riqueza y la buena vida, la elegancia y la magnificencia no abundaban en verdad, y los ricos pueblos vecinos miraban a veces, no sin mofa o burlona compasión, al pueblo modesto que habitaba aquel gran país.
Sin embargo, en este pueblo poco afamado se daban bastante bien algunas cosas que no se pueden comprar con dinero y que, sin embargo, son bastante apreciadas por los hombres. Se daban tan bien que, con el tiempo, el pobre país, a pesar de su escaso poderío, fue famoso y apreciado. Allí prosperaban cosas como la música, la poesía y la ciencia del pensamiento, e igual que a un gran sabio, orador o poeta no se le pide que sea rico, elegante ni muy sociable y, sin embargo, se le honra en cierto modo, así hicieron los pueblos poderosos con este pobre y maravilloso país. Se encogieron de hombros ante su pobreza y su algo torpe y desmañada existencia en el mundo, pero hablaban con gusto y sin envidia de sus pensadores, poetas y músicos.
Y poco a poco, el país del pensamiento, aunque siguió siendo pobre y fue oprimido con frecuencia por sus vecinos, derramó sobre sus opresores y sobre todo el mundo un caudal continuo, sereno, fecundante, de calor e idealismo.

Pero había algo, una circunstancia antiquísima y sorprendente, por la que el pueblo no solo era escarnecido por los otros, sino que sufría y sentía pena: los numerosos y diversos renuevos de esta hermosa tierra no podían soportarse mutuamente desde tiempos antiguos. Continuamente se estaban suscitando querellas y rivalidades. Y aunque de cuando en cuando nacía la idea, y era expresada por los mejores hombres del pueblo, de que era necesario unirse y trabajar amistosamente y en común, surgía la sospecha de que uno de los muchos linajes, o su príncipe, se alzaría sobre los otros y llevaría la dirección, siendo esta la causa de que no se llegara a la unión.


La victoria sobre un príncipe extranjero o sobre un conquistador que hubiera oprimido duramente al país, parecía querer traer al fin esta unidad. Pero pronto volvían a pelearse; los pequeños príncipes se resistían a ello y los súbditos de estos príncipes habían recibido de ellos tantas gracias en forma de empleos, títulos y bandas policromas, que se sentían contentos en general y estaban poco dispuestos a cualquier novedad.


Entre tanto, el mundo sufrió aquella revolución, aquella notable mutación de personas y cosas, que se elevó como un fantasma o una enfermedad sobre el humo de la primera máquina de vapor y transformó la vida en todas partes. El mundo se llenó de trabajo y aplicación; la vida fue regida por las máquinas y espoleada hacia tareas siempre nuevas. Surgieron grandes naciones, y la parte del mundo que había inventado las máquinas se arrogó todavía más que antes el dominio del mundo, repartióse con los otros poderosos el resto de la Tierra, y el que no era fuerte se quedó sin nada.


También sobre el país del que estamos hablando pasó la oleada, pero su parte fue modesta, como correspondía a su papel. Los bienes de la Tierra fueron distribuidos una vez más, y el pobre país volvió a quedarse ayuno.


De pronto, todo tomó un nuevo rumbo. Las voces antiguas que pedían una unión de los linajes no habían enmudecido nunca. Un gran estadista, pictórico de fuerzas, surgió; una feliz y espléndida victoria sobre una gran nación fronteriza fortaleció y unió al país, cuyos troncos se fundieron y crearon un gran reino. El pobre país de soñadores, pensadores y músicos había despertado, era rico, era grande, estaba unido y avanzaba en su carrera con el mismo brío que sus viejos hermanos mayores. En el dilatado mundo ya no había mucho que pillar y heredar; en las remotas partes del mundo, la joven nación encontró ya echadas las suertes. Pero el espíritu de la máquina, que hasta entonces había vivido precariamente en este país, floreció asombrosamente. Toda la nación y el pueblo se transformaron rápidamente. Se hicieron grandes, ricos, poderosos y temidos. Se amontonaron riquezas y la nación se rodeó de una triple muralla de soldados, cañones y fortalezas. Pronto apareció en el pueblo vecino, al que el joven estado intranquilizaba, la desconfianza y el temor, y empezó también a levantar barreras y a aprestar sus cañones y barcos de guerra.


Sin embargo, esto no era lo peor. Había bastante dinero para pagar este enorme muro protector y nadie pensaba en una guerra; el país se preparaba ante cualquier eventualidad, además de que a los ricos les gusta ver una coraza de hierro en torno a su dinero.


Mucho peor era lo que sucedía dentro del joven reino. Este pueblo, que durante todo tiempo había sido medio escarnecido, medio venerado por el mundo, que había poseído tanto espíritu y tan poco dinero, este pueblo comprobó ahora que era linda cosa el dinero y el poder. Construyó y ahorró, fomentó el comercio y prestó dinero; nadie pedía hacerse rico con la rapidez deseada y quien tenía un molino o una fragua levantó una fábrica, y quien había tenido tres empleados, necesitó ahora diez o veinte, y muchos llegaron a tener pronto ciento y mil. Y cuanto más de prisa trabajaban todas aquellas manos y máquinas, tanto más rápidamente se amontonaba el dinero - solo en las arcas de aquellos que habían tenido habilidad para amontonarlo -. Pero los numerosos trabajadores no eran oficiales y colaboradores de un maestro, sino que caían pronto en la esclavitud.


Así sucedía también en los demás países, allí también se convirtió el taller en fábrica, el patrón en soberano, el trabajador en esclavo. Ningún país del mundo pudo sustraerse a este destino. Pero el joven reino tuvo la suerte de que este nuevo espíritu, el impulso que ahora sacudía al mundo, coincidiera con su nacimiento. No tenía ningún pasado tras sí, ninguna riqueza antigua; se lanzó a este tiempo nuevo y vertiginoso como un niño impaciente; tenía las manos llenas de trabajo y llenas de oro.


Es cierto que los monitores y advertidores dijeron al pueblo que iba descarriado. Recordaron los tiempos pasados, la fama tranquila e íntima del país, la misión espiritual que en otro tiempo le estaba encomendada, la noble y sólida corriente de pensamientos, de música y de poesía con que en otro tiempo inundara al mundo. Pero todos se rieron de estas advertencias, sumidos como estaban en las delicias de la joven riqueza. El mundo era redondo y giraba, y que los abuelos hubieran escrito poesías y teorías filosóficas estaba bastante bien, pero los nietos querían demostrar que en este país se podía y se sabía hacer también otras cosas. Y de esta manera martillaron y remacharon en sus mil fábricas nuevas máquinas, nuevos ferrocarriles, nuevas mercancías y nuevas armas y cañones en previsión de cualquier contingencia. Los ricos se apartaron del pueblo, los pobres trabajadores se vieron abandonados y no pensaron tampoco en su pueblo, del que eran parte, sino que se preocuparon y pensaron en sí solos. Y los ricos y los poderosos que habían fabricado los cañones y fusiles para emplearlos contra un enemigo exterior se alegraron de sus previsiones, pues ahora tenían enemigos internos que quizá fueran más peligrosos.


Todo esto vino a dar en la Gran Guerra, que asoló tan terriblemente al mundo durante años y entre cuyas ruinas vivimos aún, sordos por su estruendo, amargados por su desatino, enfermos por tantos torrentes de sangre que siguen corriendo a través de todos nuestros sueños.
Y la guerra hizo que aquella nación joven y floreciente, cuyos hijos habían ido a la lucha con .entusiasmo y hasta con orgullo, se derrumbara. Fue vencida, terriblemente vencida. Pero los vencedores, antes de hablar de paz, exigieron onerosos tributos al pueblo vencido. Y sucedió que durante días y días, mientras huía el ejército destrozado, los símbolos del poderío que hasta entonces había ostentado la nación salieron de ella en largos comboyes para ser entregados al enemigo victorioso. Maquinaria y dinero fluyeron en ríos caudalosos desde la patria vencida hasta las manos del enemigo.


Pero entre tanto, el pueblo vencido reflexionó en el instante de mayor necesidad. Había arrojado de sí a sus caudillos y príncipes y se había declarado mayor de edad. Había buscado remedio y había manifestado su voluntad de encontrarse a sí mismo en su desgracia, con sus propias fuerzas y con su propio espíritu.
Este pueblo, que ha llegado a su mayoría de edad a través de tan difíciles pruebas, no sabe hoy todavía adónde conduce su camino y quién ha de ser su guía y mentor.
Pero los cielos sí lo saben, y saben por qué han enviado sobre este pueblo y sobre todo el mundo el azote de la guerra.


Y en las tinieblas de estos días brilla un camino, el camino que debe seguir el pueblo desangrado.
No puede volver a ser niño. Nadie puede hacerlo. No puede devolver simplemente sus cañones, sus máquinas y su dinero y dedicarse otra vez a hacer poesías y a tocar sonatas en sus pequeñas y tranquilas ciudades. Pero debe hacer su camino, y deberá recorrerlo solitario, pues su vida le ha llevado a caer en graves faltas y en horribles tormentos. Puede recordar los caminos recorridos hasta el presente, puede recordar su origen e infancia, su engrandecimiento, su esplendor y su decadencia, y puede encontrar en el camino de estos recuerdos las fuerzas que le pertenecen esencialmente y que no pueden ser perdidas. Debe entrar dentro de sí, como dicen los creyentes. Y en sí, en lo más íntimo, encontrará su propio ser indestructible, y este ser no querrá sustraerse a su destino, sino aprobarlo y empezar de nuevo con sus virtudes mejores y más íntimas, recuperadas otra vez.


Y si esto es así, y si el pueblo humillado emprende el camino del destino con voluntad y decisión, podrá recuperar algo de lo que fue en otro tiempo. Volverá a fluir de él una corriente tranquila y continua que inundará el mundo, y los que hoy son todavía sus enemigos volverán a escuchar conmovidos el murmullo de esta corriente serena. 
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