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Sol Invictus



Los magos de oriente


«Vinieron unos magos de Oriente a Jerusalén y preguntaron:
“¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?, porque
su estrella hemos visto en el Oriente”».
                                                                                     Mateo.

A Leandro


 La solemne celebración del nacimiento del Sol Invicto -Invicti Solis- tiene su origen en la Roma clásica. A partir de la llegada del solsticio de invierno, el 21 de Diciembre, el día más corto del año, la tierra recibe menos luz, todo se enfría, y enteras regiones del norte se cubren de nieve. A su paso, la oscuridad de la noche se va apropiando de las luces del día, cubriéndolas con su manto de sombras. Pero, justo a partir de ese momento, el sol renace en todo su esplendor. Y, sostenido por las invencibles luces de su renacer, se eleva ante el pueblo romano que, jubiloso, inicia la celebración de las fiestas en su honor. Saturno todo lo devora. Es el dios del tiempo que, antes del reinado de Júpiter, gobernó la edad de oro, también conocida como la era de los iguales. Las fiestas saturnales, proyectadas en su honra, culminaban el 25 de Diciembre. Una estrella, la más resplandeciente de todas, presidía las fiestas. Solo entonces los magos anunciaban el nacimiento del redentor y, con él, del final de la tiranía de las sombras. Era la proclama del inicio de un tiempo de emancipación, de una nueva era para la humanidad.      
 La palabra “mago” proviene de Persia y significa sacerdote o, más específicamente, seguidor de la antigua religión de Zoroastro o Zarathustra, fundador del mazdeísmo y autor de los cánticos sagrados compilados en el Avesta, que datan del siglo VI antes de Cristo. Los “magos” zoroastristas, al igual que los judíos, creían en la llegada de un Mesías, cuyo nacimiento, dado a luz por el vientre de una virgen, sería anunciado por una estrella. Estudiosos de las constelaciones, los sacerdotes o magos esperaron pacientemente el momento indicado por el firmamento para seguir el rumbo de la estrella, y así poder ser testigos presenciales del nacimiento del rey de reyes, como lo llamaron. Y es que se trataba, nada menos, que del alumbramiento del hijo de mismísimo Dios.
 A pesar de ser un devoto del más ortodoxo rigor, Dionisio el Exiguo no se distinguió, precisamente, por señirse a los detalles en la elaboración de sus cómputos matemáticos. Monje y erudito escita del primer siglo de la era cristiana, Dionisio tuvo el encargo oficial de calcular el año del nacimiento de Jesús de Nazareth, con el fin de establecer el Anno Domini (A.D.), el calendario sustitutivo de los calendarios paganos que le precedían, y al cual debía ajustarse el nuevo orden de las cosas. Para saber cuando nació Jesús, el monje basó sus cálculos en la cantidad de años que gobernó cada emperador romano, sumándolos de forma regresiva, hasta llegar al año del nacimiento de Cristo. En efecto, su nacimiento se produjo durante el reinado de Augusto, quien gobernó Roma desde el año 31 aC hasta el 14 dC. No obstante, durante los primeros cuatro años de su mandato, Augusto gobernó con su nombre verdadero, Octavio. Y cuando Dionisio estaba haciendo sus cálculos, tuvo un descuido: olvidó sumar esos primeros cuatro años. Pero, además, olvidó el 'año cero', pasando del año primero aC al año primero dC. En una expresión, al calendario de Dionisio le faltan cinco años, y desde entonces la era cristiana ha llevado a cuestas este descuido. La humanidad entera celebró el milenio en el año 2000, cuando debió haberlo celebrado cinco años antes, en 1995. Y por la misma causa, Jesús de Nazareth nació cinco antes de su propia era. 
 Cuando Dionisio elaboró su calendario, la fecha exacta del nacimiento de Jesús ya había desaparecido del recuerdo de sus seguidores. Tuvo la Iglesia que adoptar una fecha cercana al solsticio de Invierno, que el emperador Aureliano había hecho oficial en el año 274: la del nacimiento del dios Sol Invictus, es decir, el 25 de diciembre, sustituyendo así la celebración pagana por la cristiana, porque, -argumentaban- así como la claridad del sol termina venciendo las tinieblas, la bondadosa luz de Jesús termina venciendo la oscuridad del mal. En todo caso, y más allá de los solapamientos cronológicos, litúrgicos o de los sincretismos religiosos, a los efectos de poder precisar la fecha del nacimiento de Jesús, resulta necesario tener certeza del paso de la estrella de Belén sobre el firmamento, es decir, reconocer, más en detalle, el periplo de la estrella que seguían los magos, sacerdotes de la doctrina de Zoroastro.
 Según Michael Molnar, astrónomo y especialista en historia de la astrología antigua, profesor de la Universidad de Rutgers, en New Jersey, el día 17 de Abril del año seis antes de Cristo -“la noche en la que los pastores vigilaban sus rebaños”, como dice Lucas, el evangelista-, Júpiter, “la estrella de los nuevos reyes”, iluminaba el cielo de Belén. Tómese en cuenta el hecho de que en esa ciudad, enclavada en los montes de Judea, los rebaños salen por la noche sólo seis meses al año, de abril a septiembre. No salen en diciembre, porque hace demasiado frío. De modo que, según la descripción dada por los evangelistas y estudiada por los expertos, si Jesús nació en Diciembre lo hizo sin la presencia de la “estrella” de Belén y sin ovejas pastando cerca de su pesebre. Pero si hubo “estrella” y ovejas, entonces la fecha no fue en diciembre, sino en abril. Por siglos, la cultura occidental ha celebrado, con los antiguos césares romanos, el nacimiento del Sol Invictus en nombre del adventus Redemptoris. A lo cual se han ido sumando algunas otras festividades tradicionales del norte de Europa, como la fiesta del Yule o celebración pagana del solsticio de invierno, en la cual la noche más larga del año guardaba consigo la promesa de que, a partir de ese momento, los días irían creciendo y, con ellos, mejoraría la cosecha. Para celebrarlo, las tribus festejaban durante doce días continuos con abundante carne y cerveza. Un gran tronco de yute, que hacían arder, presidía las festividades. Anunciaba el nacimiento de dios. En las casas se colocaban troncos de yute -abeto o pino- que simbolizaban el árbol de la vida, especialmente para la protección de los hogares contra los espíritus de la oscuridad. Pues bien, ese es el origen del árbol de Navidad que la cultura cristiana terminaría haciendo suyo.
 Y sin embargo, muy a pesar de los entendidos -o de los malentendidos-, sobre los cuales se han elevado tantas reliquias de piedra, de yeso, de cartón o de silicona -tantos dogmas, tantos prejuicios, condenas e imposiciones encubiertas o abiertas-, la historia de la celebración de la Natividad confirma su grandeza por sí misma. El espíritu de humanidad (Weltgeist) la anima. Es lo extraordinario y sorprendente de su encanto. Cada celebración de la Natividad representa un nuevo comienzo, una nueva oportunidad que no depende ni de las estrellas ni de los árboles, sino de la fe en sí mismo, en el deseo de cambio, la libre voluntad y el propio esfuerzo. Es la promesa del renacimiento de los valores fundacionales de Occidente, tan maltrechos por estos días que corren. Pero precisamente por eso, conviene tener presente que es tiempo de rectificación. Rectificar significa reconocer los errores cometidos a fin de enfrentar el mal del que también se es responsable. Es el deseo consciente de luchar para vencer las tinieblas de la tiranía y la tiranía de las tinieblas. “Ten el valor de equivocarte”, decía Hegel. Para lo cual es imprescindible enmendarse. Ese es el significado real de la Navidad: es el Sol Invictus en el que siempre brilla una nueva oportunidad para poder comprender y superar. Y es en esto consiste la “revolución copernicana” llevada a cabo por Jesús de Nazareth. La Navidad exhala el aroma de la libertad. Por eso Hegel llamaba al cristianismo “la religión de la libertad”. En la conciencia, que con cada año vuelve a nacer, la fe y el saber se reúnen para celebrar el triunfo de la humanidad libre. Afirmaba Spinoza que Jesús ha sido siempre “la verdad esencial del humanismo” y “el mayor ejemplo de serenidad racional”.     



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