El tiempo de Dios

Una crítica a la clase política, que con aspecto pos-moderno incide en su bondad, y en la necesaria espera. Es un decir esperar que todo vuelva, cuando más bien, no todo vuelve, o no debería.
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El tiempo de Dios es perfecto.

Hay quienes aún lo esperan con ansiedad, y se aferran con todas las fuerzas de su fe al tácito deseo de su inminente advenimiento, al estruendo de su llegada, al anuncio de su juicio final, de su “tarde o temprano”. Ello a pesar de que, desde el punto de vista estrictamente existencial, no figure, o por lo menos no se tenga constancia de su figuración, en el portaflio de la cotidianidad de tantos fieles atribulados, sometidos a la dureza de un tiempo que ha consumado hasta lo inimaginable la menesterosidad, vuelta desnudo instinto. No se ha presentado -por lo menos, hasta ahora- para hacer justicia divina. Tampoco para la humana, nisiquiera para ayudar a rendir los ya bastante depauperados salarios. Ni ha desplegado sus atributos inmaculados cuando se va la electricidad o cuando no sale agua del grifo, ni cuando la medicina requerida con urgencia ya no se consigue por ningún lado. Ni cuando la vida pierde todo valor, aunque se invoquen e intenten hacer valer, una y otra vez, derechos humanos inalienables, que son pisoteados de continuo por quienes usurpan el poder de un locus que en algún momento llegó a ser una Nación y un Estado. Tampoco da santas señales frente al tiempo real de un régimen de usurpación que ya parece infinito, ni ante los atropellos del tiempo de la administración del lumpen, de la ética y la estética perdidas, de la educación en bancarrota y de las ruinas del legado del cojo de Lepanto. Ser y existir ya no coinciden. Y sin embargo, aún con todo, se sigue invocando con predilección entre quienes, se supone, sean sus brazos ejecutores. Y los corifeos lo repiten una y otra vez, sin detenerse a pensar, porque -suponen- no hay ni qué pensarlo: “¡El tiempo de Dios es perfecto!”.

Es verdad que el tiempo sigue siendo un problema para la entera humanidad, un tremulante y exigente problema, tal vez el más vital de la ontología del ser social contemporáneo, y que la divina eternidad ha sido asumida como el juego de una fatigada esperanza. Decía Platón, que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad. Y justo ahí comienzan las dificultades. ¿Cómo puede tener temporalidad la eternidad? Y si todo lo divino es, por su propia condición, perfecto, ¿qué sentido y qué significado -qué alcance- puede llegar a tener una tautología en la que se afirma que lo perfecto es perfecto? De ser así, valdría entonces la pena preguntarse, por ejemplo, ¿es redondo lo redondo? En el denso entramado de las construcciones de un Heidegger quizá pudiese encontrarse alguna pista para descifrar el misterio oculto en medio del extravío de sus Holzwege. Pero tales incursiones por El Ávila resultan impensables en los ¡Ay, de mi! de los políticos de oficio, esos que, algunas veces, confunden las tarimas con los púlpitos y las protestas callejeras con terapias de grupo. Y sin embargo, conviene advertir a los fanáticos de la tautólogía -los “si me matan y me muero” o los que se proponen “ganar-ganar” ganando- que el ser en cuanto ser, es decir, como puro ser, como nada más que ser indeterminado, se revela, por su propia condición, como la nada.

En todo caso, la frase encierra una esencial aporía. Una aporía que sirve de sustrato intelectual para interpretar el alcance de sus reales propósitos. Si es verdad que -como supone buena parte de la tradición filosófica- historia sólo se tiene de lo que acaece, esto es, de lo que es para sí, en cuanto que lo que acaece se refleja para recontar lo acaecido, o, simplemente, memorea sobre lo que ya no es, entones, ¿cómo podría tener temporalidad la divina eternidad de Dios? Y es que, en efecto, para el entendimiento reflexivo, resulta natural pensar en la imposibilidad de historiar respecto de aquello que no tiene ni principio ni fin; materia que confirmaría un esfuerzo -en última instancia, inútil- por revelar los sagrados misterios de la posible temporalidad de lo divino. A menos que se pretenda suspender el juicio y entregarse al muy sublime sentimiento religioso, cuya traducción a la Realpolitik no pocas veces termina fundamentando dogmas bizantinos, más cercanos al fanatismo totalitario que a las ideas y valores republicanas, y cuya condición pasiva, dado que la libre voluntad se haya hipotecada,  siempre se encuentra a la espera de que sea alguien o algo superior lo que termine resolviendo un entuerto que fue creado y recreado no por Dios sino por diminutos entes que fueran hechos “a su imagen y semejanza”.

Por otro lado, ¿cómo puede ser perfecto aquello que se abstrae -se aparta- de las imperfecciones? Para que lo perfecto sea efectivamente perfecto tiene que contenerlo todo, porque justo en eso, en la completitud de su sustancia, consiste la perfección. Lo perfecto es la perfecta unidad de lo perfecto y lo imperfecto. Una perfección que deja por fuera de sí una de sus partes, ya no es una unidad perfecta en sí misma sino una parte. Con lo cual ya no es perfecta. En una expresión, lo que hace perfecta la temporalidad divina es, justamente, la autenticidad de cada imperfección temporal. Pero a la sombra de su representación axiomática, y encerrada sobre sí misma, se transforma en un bucle que gira indefinidamente sobre sí, con el fin de conservar la aparente pureza de su perfección. Y es de ahí de donde proviene la presuposición de su condición circular y repetitiva. De tal modo que aquello de “el tiempo de Dios es perfecto” bien podría traducirse como “la historia siempre se repite”, una y otra vez, de manera idéntica. Jorge Luis Borges lo ha explicado: “nacerás de un vientre, crecerá tu esqueleto, de nuevo arribará esta página a tus manos iguales, de nuevo cursarás todas las horas hasta la de tu muerte increíble. Un argumento -añade el escritor invidente- insípido, pero que sobre todo comporta un enorme desenlace amenazador”.

Nietzsche en Zaratustra: “La lenta araña arrastrándose a la luz de la luna, y la misma luz de la luna, y tú y yo cuchucheando en el portón, cuchucheando de eternas cosas, ¿no hemos coincidido ya en el pasado? ¿y no recurriremos otra vez en el largo camino, en ese largo y tembloroso camino, no recurriremos eternamente? Así hablaba yo, siempre con voz menos alta, porque me daban miedo mis pensamientos y mis traspensamientos”. Las mismas cosas volverán puntualmente, todo volverá a estar  junto, incluyendo las palabras que exponen esta doctrina. Curioso: el propulsor de la concepción de un tiempo divinamente perfecto aseguraba que Dios había muerto.

Nietzsche intenta fundamentar el secreto mecanismo del tiempo, concebido como una repetición continua de experiencias ya vividas y recordadas. Pero Borges afirma que si alguna vez nos deja pensativos la sensación de haber vivido este momento, no debe olvidarse que el recuerdo importaría una novedad que es la negación de dicha tesis y que el tiempo lo iría perfeccionando hasta el ciclo distante en el que el sujeto ya prevé su destino y prefiere obrar de otro modo. Una contradicción -dice- atraviesa esta visión de tiempo circular: “Nietzsche quería enamorarse minuciosamente de su destino. Y, con tal objetivo, desenterró la intolerable hipótesis griega de la eterna repetición, y procuró deducir de esa pesadilla mental una ocasión de júbilo. Buscó la idea más horrible del universo y la propuso a la delectación de los hombres. El optimista flojo -concluye Borges- imagina ser nietzscheano”.

Por José Rafael Herrera
@jrherreraucv

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