La historia como aparato del estado.

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El desgarramiento del estado por @jrherreraucv

El conocimiento sin historia es vacío. La historia sin conocimiento es ciega. La descontextualización del conocimiento se identifica con el prejuicio, el dogma y la ignorancia. Aprender frases ortodoxas de memoria y repetirlas una y otra vez, hasta la saciedad -pues se cree que mientras más se repitan se harán más y más verdaderas-, es el “modelo teórico” por excelencia del dogmático, porque con él siembra en la muchedumbre desprevenida el autoconvencimiento, la convicción, la base de quiebre del pensamiento y, consecuentemente, de la libertad.


Historia aparato del estado de los individuos.
Es el que sin por qué, el desplegarse del culto, de la “verdad revelada” y de la resolución del “misterio”. Es la “fe positiva” de la que habla Hegel, el encuentro ideal, el entrelazamiento definitivo de la reflexión del entendimiento con “el suspiro de la creatura agobiada”.

El editor de la revista Der Angriff –El Ataque– y ministro de educación del régimen nacionalsocialista alemán, Joseph Goebbels, lo comprendió muy bien: una mentira repetida mil veces, tarde o temprano, se convierte en la verdad. De pronto, y gracias a la intermediación del vulgar “caletre”, lo falso deviene verdad incuestionable, la parte -el partido- deviene totalidad, lo finito se hace infinito, lo relativo se hace absoluto. Suspendida la historicidad del saber, el vacío y la ceguera se apoderan de la fiel y creyente militancia, que ahora está en capacidad de representarse -¡oh, maravilla!- la conversión de centros de votación desolados nada menos que en ocho millones de votos. ¡Milagro! Las “ángeles” de Jorge han revelado el mensaje oculto, el criptograma sagrado del templo -cuartel- de la montaña.

En estos difíciles días que transcurren, la relectura de Orwell parece hacerse imprescindible, si es que se quiere tener clara conciencia y comprensión de la compleja transmutación de un Estado de cánones modernos en un Estado autocrático, militar y militarista, totalitario, al servicio de una falange -tal vez, “la mano roja” por lo ensangrentada- devenida cartel que, a su vez, se encuentra al servicio de intereses ajenos -auténtica satrapía-, abierta y directamente criminales. Lo cierto es que el Estado, a la luz de su comprensión del modo de vida occidental, ha sido sometido a un doloroso desgarramiento, a expensas de una falaz presuposición, insuficiente -dada su carga irracional-, dogmática y mecanicista, que, por lo demás, ha sido sacada -abstraída- de su contexto histórico concreto. Y no se trata de una cuestión que puedan resolver únicamente “los técnicos” o los “especialistas”. Como tampoco se trata de un asunto de mera cuantificación estadística. No es cosa del mero entendimiento reflexivo. Es cosa nada menos que de la sustancia.

Fue Lenin quien promovió la figura del Estado como un instrumento -o más bien, un garrote- de dominación. Su estrecha visión del Estado -que se origina en el modelo tiránico característico de las sociedades asiáticas- lo conduce a definirlo como una máquina que somete y hace que la clase opresora reprima a la clase oprimida: “El Estado es, en realidad, un aparato de gobierno, separado de la sociedad humana. Un aparato especial de coerción para someter la voluntad de otros por la fuerza”. El medio propio del Estado es interpretado, únicamente, como sociedad política, como el exclusivo uso de la fuerza, y es solo por la fuerza que ejerce su poder. Importa solo la “legalidad”, no la legitimidad. En fin, el propósito de Lenin -y más aún el de sus feligreses- no consiste en romper el instrumento de represión en aras de la convivencia, la equidad o la paz social, sino en tomar posesión de él. La exhortación es a apoderarse de la máquina –del “aparato”–, pero no para destruirlo, sino para que cambie de operador. Y es así como se sustituye a Nicolai -el segundo- por “Bola de Nieve”, según la descripción orwelliana de la Rebelión en la granja.

Para la casta militar, el argumento leninista resulta impecable, atávicamente absoluto y verdadero, pues, como casta nacida en el medioevo, nada conoce de la sociedad civil, de la Bürgerliche Gesellschaft, de los Burgos, gestados en Occidente, en pleno Renacimiento, de los que Marx –a diferencia de Lenin– habla con tanto halago en su Manifiesto. Y es que, a diferencia del Estado tiránico oriental, el Estado republicano moderno occidental es el resultado de la proyección especulativa constituida por la relación -compleja y contradictoria, en sentido dialéctico- de la sociedad civil con la sociedad política. Se trata, como dice Gramsci, de la síntesis de consenso y coerción. En efecto, la sociedad civil es el elemento social que posibilita la concreción de la hegemonía cultural, el contenido ético del Estado, o el “Estado ético”, como el momento de la recíproca compenetración de la estructura y la sobrestructura. Cosa que la distingue de la sociedad política, o cuerpo jurídico-político-burocrático-militar del tejido estatal. Cuando entre ambos términos existe una relación de recíproco reconocimiento, se dice que conforman lo que se conoce como un “bloque histórico”. Pero cuando entre dichos vocablos, es decir, entre lo constituyente y lo constituido, no existe relación sino alejamiento, indiferencia y creciente hostilidad, se puede afirmar que la tensión los convierte en extraños, hasta el punto en el cual se produce el desgarramiento definitivo.

La sociedad contemporánea es testigo de excepción de la transmutación de un Estado moderno republicano en un Estado tiránico oriental. No es casual el hecho de que en la “Lista Clinton” se incluya por vez primera a un presidente del hemisferio no oriental del mundo. El conocimiento y la historia se han desvanecido. Su lugar lo ocupa un anacronismo que solo puede vivir de las miserias del crimen y la corrupción. La instrumentalización del conocimiento es la fe en el dogma y su consecuencia directa es la barbarie. La ignorancia de lo uno y de lo otro, es decir, del conocimiento y de la historia, llega a producir monstruosidades, “bestiones”, los llama Vico, entes disformes, sin cultura y sin tiempo. A la larga, pesa más la civilidad, el “optimismo de la voluntad”. Y no es, como dice algún político -vástago de la triste flacidez del pragmatismo-, que “el bien siempre triunfa sobre el mal”, porque no se trata de un western-spaghetti. Se trata, una vez más, de una cuestión objetiva, de la relación de individuo y sociedad, de su conocimiento e historicidad: se trata de la verdad como “norma de sí misma y de lo falso”.

http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/desgarramiento-del-estado_196793
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