El comunismo y la religión cristiana.

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Jesus y Marx.

Marx: la progresiva deformación de un pensamiento

Ludovico Silva, hidalgo caballero de cuya inteligencia filosófica y formación clásica nadie puede sospechar, afirma en su Anti-Manual para uso de marxistas, marxólogos y marxianos que la historia de la fortuna de Cristo es similar, en muchos aspectos, a la de Marx, porque así como los discípulos del primero “traicionaron y desfiguraron” sus enseñanzas, haciendo de su religión natural una religión positiva, del mismo modo, los seguidores del segundo deformaron su pensamiento –crítico e histórico– para convertirlo en una suerte de catecúmeno, propicio para el adoctrinamiento en los “misterios” de la “fe sagrada”.


Cristo y Marx fueron trastocados, manipulados, vueltos, respectivamente, catecismos e iglesias, cuyos dogmas poco –o nada– tienen que ver con lo que tanto el uno como el otro sostuvieron: “En Engels se inspiraron Lenin y Stalin.. Ya tuvieron su Dios sacrificado: Marx. Tan sólo les bastaba traicionarlo y desfigurarlo, tal como hicieron los ministros de Cristo”.

Como, según Silva, le sucediera a Cristo en las manos de Pablo, en las de Engels se dio inicio a una cada vez mayor deformación de la filosofía de Marx, al punto de que bajo la condición de doctrina oficial del llamado “comunismo internacional”, su pensamiento aparece como un burdo y grotesco bosquejo de “leyes” y sentencias descontextualizadas y absolutamente ajenas a sus propósitos originales. De hecho, aquello que Marcuse denunciara como “el marxismo soviético”, desde los tiempos de Stalin hasta el presente, no ha sido más que una ideología del poder omnímodo, reaccionaria, acrítica, militarista, corrupta y totalitaria, que coincide de plano, in der praktischen, con el fascismo y el nacional-socialismo. Para decirlo con todas sus letras, Marx sentiría vergüenza de que un tipo como Fidel Castro o como Kim Jong-un tan siquiera pronunciaran su nombre. Y no se diga de la “selectísima” membresía que, teniendo más en cuenta sus intereses personales que los del manoseado “bravo pueblo”, se dio a la tarea de transformar todo un continente en un inmenso narco-cartel. No hay mal que dure cien años. La historia tiene sus cursos y sus re-cursos: no sin virtud y fortuna, la prepotente membresía ya se encuentra –para citar a Marx– “en pleno proceso de descomposición”. El derrumbe es inminente y marcha “a paso de vencedores”.

En todo caso, conviene preguntarse, en primer lugar, por qué el pensamiento de Marx no solo es distante sino ajeno al bodrio de la catequesis “comunista”, sino, además, cuáles fueron las razones históricas que posibilitaron, en los hechos, el secuestro y la consecuente deformación de sus ideas, por parte de los proveedores del dogmatismo, esos necrófilos, disecadores de oficio, que sumergen a sus víctimas en fuentes petrificantes, a objeto de endurecer la plástica flexión y la gracia que les caracterizaba, para introducirlas, finalmente, en la sala de las momias, mientras los ignorantes manifiestan, extasiados, su profunda admiración ante “el milagro”. Dice Hegel que es propio de los corazones difuntos el satisfacerse, atareados, ante lo muerto. Hay unos cuantos cultores de la muerte que, con el alma corrompida por los demonios que se las compraron, no logran comprender que, “más temprano que tarde”, los pies de sus enterradores tocarán sus puertas. Deambulan, sin embargo, cual espantajos, aferrados a lo que ya no es. Cuerpos sin alma, auténticos símiles de The walking death.

Haber intentado hacer del pensamiento de Marx una unidad sistemática que, partiendo de un conjunto de “leyes fundamentales”, diera cuenta y explicación perentoria de toda posible realidad, hipostasiándola, fue la obra que el entendimiento abstracto –léase, la ratio instrumental, lo ya pensado, lo carente de vida–, y a partir de Engels, dio inicio a la deformación de su filosofía. Como dice Adorno, “un pensar productivo es sin duda alguna y con toda seguridad un pensar en fragmentos, mientras que un pensar que ya de antemano solo vaya en busca de la unidad, de la síntesis, por eso mismo, está ocultando algo de antemano”. Los profanadores de tumbas, al no encontrar “un sistema” de filosofía acabado en Marx, decidieron recubrirlo con alguno, con lo cual daban inicio al deleznable proceso de deformación. Los socialdemócratas lo recubrieron con los atuendos del positivismo; los bolcheviques con los del materialismo crudo y, además, le dieron el grado de economista del estatismo. Pronto los rusos y los chinos, adueñados de la “franquicia”, lo uniformarían con la casaca del despotismo oriental. Ese fue el “marxismo” que se introdujo en Latinoamérica, grato a los caudillos y al militarismo de pelos y uñas. Un “marxismo” cultivado en el temor y la vana esperanza, en el terrorismo de Estado y la miseria, aunque prometiera la realización de “el reino de Dios en la tierra”. Ese, por cierto, no es el marxismo de Marx.

Estando en vida, y percibiendo cómo su modo de pensar podría degenerar en dogma, Marx declaró, con sentido enfático, no ser marxista. Su filosofía –implícita en su crítica de la economía política–, dialéctica e histórica, es una ruptura con todo lo rígido, lo estático, lo carente de vida. Marx no necesita que le presten una filosofía para presentar su pensamiento. Porque su pensamiento es la negación misma de toda presuposición, de todo dogma y de todo autoritarismo. La suya es una filosofía de la “actividad sensitiva humana”, en y para sí, de la libertad, de la superación de la enajenación y del reconocimiento, lo que la hace presa fácil de quienes encubren sus oscuros propósitos y sus ansias ilimitadas de poder en la intolerante mediocridad del fanatismo. La fuerza –y vigencia– actual de la filosofía de Marx se centra en la lucha contra los regímenes autoritarios del presente, contra sus injusticias, contra el secuestro de la autonomía y del pensamiento libre, diverso. Poco importa si se proclaman “revolucionarios” o no. Marx, discípulo de Hegel, concibe la historia como un proceso in fieri, que crece y concrece. Proceso vivo, desmitificado de todo fetichismo existente, de todo extrañamiento, tanto de lo “racional” como de lo “real”. Su propia conciencia de la historia implica su constante revisión, su no apegarse a lo estático, a fórmulas o esquemas prestablecidos. Enemigo de la mediocridad y el parasitismo, un régimen de liliputienses mentales tendría que cuidarse del filo su pluma.

Por @jrherreraucv

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