Causas y efectos cuestión de confusión.

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Por @jrherreraucv

De causas y efectos (una cuestión de mera confusión).

Confusión socialista

En alguna parte del último capítulo de El manifiesto comunista, publicado en 1848, Marx se dedica a caracterizar los rasgos esenciales de ciertos –a su juicio– “socialistas” que, aferrados a su “proyecto” de “sociedad futura”, pretenden obligar a la realidad a que se comporte de acuerdo con sus presupuestos. De lo contrario –dirán– será la realidad la que no funciona. Tienen un retrato de cómo debe ser la realidad, su propio y particular “paisaje” de la vida social y política. Un “paisaje” del cual pretenden que la realidad sea el fiel retrato. Se semejan al oficial que, enviado para esa “misión” por el Príncipe Azul, quien trata desesperadamente de ubicar a Cenicienta, se esfuerza inútilmente en hacer que la zapatilla de cristal le calce a una –cualquiera– de sus dos hermanastras. Lucha contra los toscos juanetes sin poder lograr el cometido. 

El “modelo”, poco importa si se trata de un retrato o de una zapatilla, no funciona. Es desbordado por una razón esencial: ha obviado las relaciones de causa y efecto que conforman el horizonte histórico y cultural de una determinada sociedad. Y, bajo tal incomprensión, insisten en la necesidad de que la sociedad se adapte a sus propósitos. No al revés. El efecto es puesto en lugar de la causa.

Del más crudo y vulgar de los socialismos posibles –que Marx no duda en calificar de “reaccionario”, es decir, de ir en contra del desarrollo de la historia–, de ese que –de nuevo, al decir de Marx– cree que pronunciando palabrotas en contra de la burguesía, vendiendo el odio y la venganza como respuestas instintivas, echándole la culpa de sus propias torpezas al primer chivo expiatorio que puedan encontrar en el camino y fingiendo ser feliz en la miseria, concluyen, sin tan siquiera sospecharlo, dando un auténtico salto mortal –dirían ellos, un “salto cualitativo”–, que los arroja, patas arriba, nada menos que en el centro de la doctrina de su “enemigo de clase”, es decir, de uno de los teóricos más rancios del llamado “liberalismo salvaje”: caen, pues, en el terreno del señor David Hume, de ese empirista detractor de la idea de necesidad, quien rechazaba suprema y tozudamente toda posible relación entre las causas y los efectos, considerándolas como un engaño, un espejismo, una treta de la imaginación.

En realidad, no se trata de saber si la causa es anterior o no al efecto. Ni mucho menos. Se trata, más bien, de saber si se puede pensar –como sostiene Spinoza– en algo que sea causa de sí mismo. “Un ser que no tiene un objeto fuera de sí, no es un ser objetivo”, dice Marx. Si el concepto de sustancia –causa sui– no implica su existencia –su efecto– entonces no es posible comprender, ni tan siquiera pensar, en la sustancia. Una concepción errónea del mundo no implica que deje de comportar un concepto y que no exista una cierta racionalidad que lo anime. Hay razonamientos equivocados, sin duda. Pero hay otros que son, simplemente, constructos de la más franca (des)vergüenza.

Abandonado el campo trazado por Spinoza, Hegel y Marx, sustituido por el más craso empirismo y alboreando la bandera del “como va viniendo vamos viendo” –cuestiones de la fértil imaginación–, ahora sí, “están dadas las condiciones objetivas” –y tómese muy en cuenta el hecho de que les encanta la fraseología prefabricada– para voltear, invertir, intercambiar, en suma: para confundir, las causas por los efectos y los efectos por las causas, porque como estos conceptos, según Hume, no son más que una mera ficción, entonces la realidad puede ser moldeada –manipulada– tal como lo hacen los niños con la plastilina. De hecho, es muy improbable que hayan leído apenas las primeras líneas del Tratado de la naturaleza humana de Hume. Pero, como viven obsesionados por entregarse a “los hechos”, y como los únicos “hechos” que efectivamente conocen son los presupuestos metodológicos –instrumentales– que de Stalin para acá se convirtieron en su religión, en su dogma sagrado y revelado, entonces, resulta por lo menos verosímil que su particularísima versión del Tratado humeniano la hayan recolectado de sus propias –“heroicas”– confrontaciones con “los hechos”, o sea, in der praktischen.

El camino ha quedado libre: a pesar de que la violencia y la criminalidad se han apoderado del país del modo más grotesco y aterrador, un ministro puede darse el toupé de “jurar” que la delincuencia está disminuyendo y que no “trabaja con lo cualitativo y cuantitativo del modelo de expresión matemático-aritmético para dar un dato numérico de las condiciones actuales de la inseguridad venezolana”. Cantinflas hubiese palidecido ante semejante hipérbole gramatical. La deshilachada “dialéctica materialista” ha quedado definitivamente sustituida por la novísima “galimática empirista”. Cuestiones del “legado” del “socialismo del siglo XXI” que tanto alentara, en otros tiempos, Heinz Dieterich.

La causa sui de las enfermedades epidémicas está en la basura. Quien “combate” diariamente con su escoba la causa –el “motor inmóvil”– de las enfermedades es el barrendero. En consecuencia, un barrendero es, a todas luces, un médico preventivo. Por lo tanto, es más útil a la sociedad que un médico, dado que el primero combate las causas, mientras que el segundo solo los efectos. Ergo: el barrendero debe ser mejor pagado que el médico. Su salario tiene que ser superior. Juzgue el lector los costes que se ahorraría el país cerrando las escuelas de Medicina de las universidades, por inoperantes.

Si los pañales desechables no se consiguen es porque hay que establecer un control de la natalidad. O sea: nacen muchos niños y, en consecuencia, los pañales se han vuelto escasos. Recomendación: en sustitución de los pañales, se pueden usar también toallas sanitarias, “guayucos” o volver a implementar la vieja y noble práctica de los pañales de tela, en caso de que se consigan. ¿Será esto lo que quiere decir la expresión “zurda conducta”?

El causante del desastre vial caraqueño es el motorizado, que hace absolutamente lo que le viene en gana: se “come” la luz del semáforo, utiliza las vías en sentido contrario, rompe los retrovisores laterales de los vehículos, roza con el manubrio las carrocerías, en fin, entorpece y obstaculiza el correcto fluido automotor. La causa no está en la disolución de todo valor, de toda civilidad, de toda educación, en eso que Weber designaba con el nombre de anomia, en la sostenida degradación de las más mínimas normas sociales de convivencia, propulsadas por un modo de regir los destinos de todos signado por la malandritud. Creen a pie juntillas que con una “ley” –otra más– resolverán el problema. El régimen de las etiquetas, de las formas sin contenido. No se percatan de que todo conocimiento es, en realidad, re-conocimiento. La confusión, como comprenderá el lector, es enorme. Y urge poner fin al desatino. Es una cuestión de eticidad.


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