Antes [País de retrospectiva]. | ||||
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La vida de los venezolanos de los últimos tiempos ha devenido, objetivamente, hostil realidad. Una de sus características fue la de poseer una sólida clase media en ascenso, en un país en continuo potencial de desarrollo de sus fuerzas productivas, tanto materiales como espirituales. Venezuela fue, de hecho, durante años, y sobre todo a partir de la década de los años cincuenta, “el país de las oportunidades”, especialmente para todo aquel que tomara el riesgo y asumiera con tesón y dedicación el esfuerzo de alcanzar sus metas. Después de 1958, superado el régimen de fuerza, la población venezolana marchó, decididamente, al encuentro de su futuro. La educación se hizo pública y masiva, pero de calidad, como nunca antes en su historia. Los hospitales se especializaron aún más y mejoraron en cantidad y calidad las políticas asistenciales y preventivas. La seguridad personal y social, en un país habitado por gente mayoritariamente decente, mantuvo siempre a raya los vicios y el morbo de la corrupción. La construcción se hizo país y el país se hizo construcción “in fieri”. País, en suma, de esplendor y de cálida generosidad con los ciudadanos venidos de otras tierras. |
Para la gente que con tanto esfuerzo la Venezuela de otros tiempos pudo formar, para garantizar el porvenir; para aquellos que pudieron disfrutar de lo mejor del teatro, la danza o la música de las más diversas regiones del planeta y tuvieron a su disposición una concepción cosmopolita, diversa, policultural y multirracial, ahora, solo se puede hablar en los términos del “antes”. Como si todo se hubiese acabado, como si se hubiese tratado de un sueño que simplemente terminó. Como si no se pudiese ya luchar más por lo que la arrogante ignorancia –el militarismo y sus jugosos negocios, a expensas de los recursos de ese pueblo y ese país que en el fondo detestan y que, de hecho, tratan con tanto desprecio– hace ver como un vano intento, como un algo “irrecuperable”. Cabe preguntarse, bajo semejante coyuntura, si se está dispuesto a entregarle el país, definitivamente, a la barbarie, a los tiempos de montoneras, a la oscura noche del terror, de miseria y de odio.
A los efectos del pensamiento propiamente dicho, y por encima de los prejuicios que guían los pasos de la miseria humana, el “antes” parece ser el tiempo propicio para la reflexión. Hace pocos días, un estudiante avanzado de Física de la Facultad de Ciencias de la UCV, le recordaba a quien escribe que solo gracias a las situaciones de crisis es posible avanzar. “Superar y conservar”, decía Hegel. Es verdad que los tiempos filosóficos son tiempos de nostalgia, como afirmara Novalis y citara el joven Lukács, ese “impulso de tener el hogar en todas partes”. Porque la filosofía es un síntoma de desgarramiento entre lo interior y lo exterior, entre el yo y el mundo, entre la inadecuación de lo subjetivo y de lo objetivo. Un signo, pues, de la patentización de lo incongruente que aleja el alma y la acción. Pero también es verdad que quien piensa detenidamente los tiempos de crisis orgánicas logra comprender que, de algún modo, todos los hombres de esos tiempos portan consigo los rudimentos esenciales, fundamentales, sin duda, propios del quehacer filosófico, y que, en consecuencia, son portadores potenciales de la utopía concreta, demiurgos, capaces de dibujar el mapa del horizonte de lo posible.
No hay antes sin después. Siempre se trata de una cuestión de tiempo. La persistencia, el trabajo organizado de todos los días, en síntesis, la “paciencia del concepto”, son las claves de resolución del laberinto. Después de todo, el Minotauro no es tan temible. “Nada grande –de nuevo, es Hegel quien lo dice– se ha hecho en el mundo sin una gran pasión”, lo que, por cierto, no es igual a la posesión de “apasionamientos” sin ton ni son. Concebir el país que se fue y no concebir el que podemos construir a partir de estas ruinas que quedan de lo que fue es no detenerse a pensar, por ejemplo, en la Alemania o en la Italia de la posguerra. Todo depende de la no renuncia, de la convicción firme, del “no te rindas”, “no te dejes”. Se trata, justo, de la capacidad que se logre tener a los efectos de apuntalar las propias ruinas. T. S. Elliot lo ha dicho con majestuosa y estética precisión: “¿Conseguiré al fin poner en orden mis tierras?... con estos fragmentos yo he apuntalado mis ruinas”.
Más allá de “las palabras y los palabros”, cabe devolverle al país de la infinita generosidad lo que le dio por años a sus hijos. Y, a la luz de esa premisa, no hay ni minotauros, ni dinosaurios adictos, ni gorilas, ni botas, ni bayonetas, que puedan detener la fuerza de las ideas que han sido sembradas en un pueblo.
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