RELATO: DE NIEVE Y PANOJAS

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De nieve y panojas

Este relato supone una escena cotidiana en muchos pueblos de sierra. Además, nos pregunta, ¿Cómo es posible que se disfrute algo que se olvida, pero que al mismo tiempo, se desea con ahínco que vuelva y vuelva a ocurrir? Sin él saberlo, algo similar es lo que le sucede a Pepote.





El invierno de aquel año era el más frío de los que se recordaban en el pueblo y la noche se había encargado de borrar el cemento de las calles blindando de nieve entrada y salida del lugar. Las chimeneas exhalaban, desde primera hora de la mañana, el humo espeso de quien achica frío desde una estufa y de quien hierve la leche o el café en un trípode férreo. La madre de Pepote despertó a su hijo antes de hora y deslizó de corrido una cortina de tela suave, hay nieve, hay nieve!, gritó con una sonrisa mal disimulada, sin saber muy bien si le agradaba o le disgustaba la presencia del puro invierno. Pepote, como no habría hecho desde la vuelta al colegio en septiembre, abrió los ojos envalentonado, lanzó las mantas a los pies de la cama y se levantó como un resorte, y con una gran zancada alcanzó su cara el frío cristal de la ventana, hoy no hay cole, no hay cole, se apresuró a decir, y el vaho de su boca empañó el vidrio, vaho de ilusión, vaho helado como la propia nieve. Desde allí vio cómo el olivar se había tornado espumoso, cómo las tejas de arcilla de los tejados bajos eran ahora de roca lunada, cómo las chimeneas luchaban por lanzar sus nubes negruzcas lo más lejos posible de la límpida estampa blanca, y vio un gorrión indefenso sobre un cable de la luz, encogido sobre sus débiles patas. Era el día del año más ansiado por Pepote. 
Cuando estuvo preparado, y casi desoyendo advertencias de su madre, salió a la calle, guantes de lana por encima de las mangas de un abrigo voluminoso, bien abrochado hasta la boca, gorro también de lana calado por debajo de cejas y orejas, y pantalón de pana con unas botas katiuskas por encima y hasta las rodillas. El crujido de la nieve bajo sus botas era nuevo cada invierno para él, tanto que seguro agradecía tener tiempo durante el año para volverlo a olvidar. Ningún coche se había atrevido aún a crear las marcas necesarias para otros vehículos y tan sólo se apreciaban las huellas diminutas de ida y vuelta de alguna vieja que había ido ya en busca de pan. Al pasar por la puerta de su amigo el gitano tocó en ella con insistencia hasta que apareció su padre Don León, con el rostro enjuto, mucho más arriba que el mío y la nuez marcada, bigote espeso y casi cano, apoyada una mano en el filo de la puerta, la otra en una vara de acacia, y mirada hibernal, casi dormida. Está el gitano, Don Léon, le preguntó Pepote. Don León le guiñó un ojo con aprobación y le dijo, pasa, que se escapa el gato, y cerró la puerta tras el niño. La lumbre caldeaba todo el salón y sentados mirando al fuego estaban él y su madre, hola, gitano, que hoy no hay colegio. Don León y Pepote se sentaron también junto a la chimenea en sillas bajas de madera de pino y asiento de rancia anea. El gitano vestía un pijama color aceituna, diríase del tono de su piel, y descansaba sus pies desnudos en las chambranas de su silla, evitando el contacto con el suelo de las baldosas pequeñas y uniformes, y frías. A su lado, la madre retiró una panoja de la lumbre y se la ofreció a Pepote entre pañuelos de papel, almuerzos de panizo para el frío advenedizo, dijo ella, y ofreció otra panoja asada a su hijo, y otra a Don León, que recitó con cierta alegría, frío en invierno y calor en verano, eso es lo sano. El placer que sintió Pepote al desgranar el maíz era comparable al crujir de la nieve virgen cuando se pisa. Salada y dulce le quedaba la boca, y no cesaba en su empeño hasta llegar a la raspa; entonces continuaba rodeando la mazorca con los dientes y guiando su aventura con la nariz, tiznada de limpiar granos tostados, saboreando el calor del hogar que calentaba su cara y sus manos de niño, y también secaba la lumbre el pequeño charco bajo sus pies que había formado la nieve incrustada en la suela de sus botas katiuskas. Ese día, ese invierno, Pepote no lo quería olvidar.
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