Hermann Hesse. Lectura de un sueño al final de la jornada

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SUEÑO AL FINAL DE LA JORNADA

Me sucede a mí, sustituto de un empleado en su oficina,, lo que le sucede a la mayoría que realiza desde hace años su trabajo habitualmente, que pensando durante días y semanas en la tarea, se acuesta y se levanta uno con ella, se hace partícipe a la familia de las preocupaciones del oficio, se buscan nuevos caminos, métodos más sencillos, y mete su persona sin reservas en el crisol del tiempo. Y de pronto llega un momento en que el propio yo - el viejo Adán de los teólogos - se anuncia de nuevo con un movimiento, despertando torpemente como un hombre que intenta recobrarse de la acción de un narcótico y al que no quieren obedecer todavía sus miembros ni sus pensamientos.
Así me sucedía a mí este día, cuando con un paquete de actas bajo el brazo regresaba de la oficina a casa. La comarca anunciaba ya la primavera, el Sol lucía cálido y el aire olía como si hubieran florecido en alguna parte los avellanos. Ya en el tranvía ocupé mi pensamiento con mis pesquisiciones de prisioneros y con un montón de cartas e informes que quería escribir en casa después de comer. Ahora iba caminando por las afueras de la ciudad hacia mi casa campestre y, de pronto, mis pensamientos dejaron de centrarse en los prisioneros, en la censura, en la falta de papel, en las exportaciones y en los créditos, sino que, inopinadamente, volví a considerar el mundo, como aparecía sin nuestras preocupaciones; por entre los setos sin hojas se deslizaban los mirlos negros y rollizos, y los tilos que crecían ante las villas dibujaban la fina trama de su ramaje sobre el cielo primaveral, de color azul claro, con blancos celajes; en los linderos de los campos brillaban aquí y allá frescas tonalidades verdes, y en el musgo de los troncos de los nogales la luz era más jugosa. Y entonces me olvidé de todo lo que llevaba en la carpeta bajo el brazo y en la cabeza, y durante un cuarto de hora, el tiempo que duró mi camino, no viví en lo que llamamos realidad, sino en la verdadera, exacta y hermosa realidad que llevamos dentro. Hice lo que suelen hacer los niños, los amantes y los poetas: me entregué sin voluntad y celosamente a dulces ensueños.


Mientras iba embebecido en estas quimeras, surgieron dentro de mí viejas vivencias que me parecieron enteramente nuevas y recién halladas.
Surgió un egoísmo puro, inocente e inmaculado, un mundo satisfecho de sí mismo, un mundo de deseos e imágenes egoístas del futuro, nada éticas y poco sociales. Nada de guerra y paz, nada de canje de prisioneros, nada de Arte futuro, ni de la futura sociedad, ni de la escuela del futuro, ni de la religión del porvenir. Todo esto no profundizaba demasiado, era solo superficial. Si mi viejo Adán se mostraba alguna vez desnudo, era un niño y tenía sencillos deseos, concernientes a su propia persona y bienestar.
Soñé cosas maravillosas. Soñé que había llegado la paz y que todos nosotros habíamos sido licenciados y nos habíamos dispersado, y que el sol brillaba y que yo podía hacer enteramente lo que quisiera.
Tres cosas fueron las qué hice en sueños. Primeramente me hallé tendido en la arena de una playa, con los pies metidos en el agua. Estaba mordiscando un tallo de hierba; tenía los ojos medio cerrados y tarareaba una canción. Entre tanto intenté reconocer la canción que cantaba, pero me costó mucho trabajo. ¿Qué me importaba? Seguí canturriando hasta que me cansé y empecé a chapotear con los pies en el agua. Casi me había adormecido bajo la tibieza del sol cuando se me representó de pronto toda mi situación: que era libre y señor de mí mismo, que podía hacer y dejar de hacer lo que me apeteciera, que estaba en una playa y que no había ninguna otra persona en una legua a la redonda. Entonces me incorporé de un salto, lancé un grito salvaje, como hacían los indios, y me arrojé al agua azul, que restalló. Nadé y me zambullí varias veces; sentí hambre; salté a tierra, sacudí las gotas de agua de mi pelo y me tendí ante mi mochila abierta. Lentamente saqué un gran trozo de pan, un excelente pan negro de ayer, y una salchicha - la misma especie de salchicha que recibíamos de muchachos cuando íbamos de paseo escolar - y después un trozo de queso suizo, una manzana y una pastilla de chocolate. Puse todo esto ante mí y estuve contemplándolo un buen rato, hasta que no pude contenerme más y me abalancé sobre ello. Entonces, al morder la salchicha y el pan, sentí alegría y profunda emoción, sentí una delicia infantil lejana, honda, íntima, que me hizo feliz.


A poco, la escena cambió por entero. Me encontraba sentado, vestido y serio en un fresco cenador. Las sombras de las ramas jugaban en las ventanas. Y yo estaba sentado y tenía un libro en el regazo, absorto completamente en su lectura. No sabía qué libro era. Solo sabía que era un libro de Filosofía - pero no de Kant, ni de Platón, sino de alguien como Ángelus Silesius -, y yo leía y leía y aspiraba profundamente el indecible gozo de arrojarme libremente y sin que nadie me lo estorbara, y sin ayer ni mañana, a este mar, a este mar bello, lleno de expectación por cosas elevadas y presintiendo mil sucesos, que me confirmarían a mí mismo y a mi pensamiento. Leía y meditaba, volvía lentamente las hojas, y en la ventana zumbaba una abeja dorada, como si llevara dentro todo el mundo enmudecido y no deseara otra cosa que expresar su plena quietud y contento.


Muchas veces me pareció oír desde la lejanía o desde el fondo de la casa unos sones finos y nobles, un violín o un violonchelo, que luego se hicieron más fuertes y más reales. y mi lectura y mi pensar se convirtieron en un escuchar y en un gozoso abandono; los compases de Mozart reinaban en un mundo puro y tranquilo.
Y una vez más cambió el escenario del sueño. Como si no hubiera sido nunca de otro modo, me hallaba ahora en un valle del Sur, a orillas de una viña, junto a la cerca, y sentado en una silla plegable. Sobre las rodillas tenía un cartón, en la mano izquierda una paleta ligera y en la derecha un pincel. Junto a mí estaba clavado en la tierra blanda mi bastón, y mi mochila descansaba sobre el suelo, dejando ver por su boca los pequeños tubos de colores. Saqué uno, le quité el tapón y puse con alegría en la paleta un chorrito del más bello y puro azul cobalto, luego un poco de blanco y un fino verde veronés esmeraldino para el cielo crepuscular, y unas pinceladas de granza. Miré un buen rato ante mí, hacia las lejanas montañas y hacia las nubes doradas, y mezclé el azul ultramar con el rojo, y retuve el aliento por precaución, pues todo aquello debía ser indeciblemente delicado, ligero y etéreo. Y mi pincel, tras una ligera vacilación, dibujó una nube tenue en el azul, puso sombras grises y violetas, manchó los primeros planos verdes y el follaje de los castaños empezó a armonizar con el rojo y él azul de la lejanía, y resonaron los acordes y afinidades de los colores, las atracciones y los contrastes, y poco después todo era vida dentro de mí y fuera de mí y en mi cartón, que descansaba sobre mis rodillas, y todo lo que el mundo tenía que decirme, confesarme y ofrecerme, el mundo a mí y yo a él, fue plasmándose serenamente en blancos y azules, en alegres y atrevidos amarillos y dulces y discretos verdes. Y yo pensé: ¡Esto es la vida! Esto era mi parte en el mundo, mi dicha, mi carga. Aquí estaba yo en mi casa. Aquí florecía mi gozo, aquí era rey, aquí volvía la espalda con gusto y con indiferencia al mundo tan reverenciado.
Una sombra cubrió mi pequeño cuadro, levanté la vista: me hallaba ante mi casa y el sueño se desvaneció.

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