De amor y mismidad

Los derechos individuales, la subjetividad del individuo, y el hacer, no son más que negar el amor y la voluntad social, pero algo dice el filósofo.
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“¿Qué es el infierno? Yo sostengo que es

el sufrimiento de ser incapaz de amar”.

                                  Fiodor Dostoyevski

 

 

Amor y mismidad

                Los tiempos presentes parecen inclinarse hacia la exigencia -por lo menos, formalmente- de la hegemonía de los derechos individuales por encima de la sociedad, entendida esta última como el pesado fardo de creencias y normas que no solo limitan las inmensas potencialidades de los individuos, sino que pretenden someterlos y aplastarlos. En más de un sentido, la lucha por la preservación de los derechos individuales es hija legítima de la cultura occidental, toda vez que surge, justamente, como rechazo a la ciega obediencia y consecuente sumisión que son características del mundo oriental. Precisamente, en su simplicidad -en su abstracción- se funden las más diversas y complejas apetencias y voliciones de los individuos, devenidos una masa genérica y uniforme, oprimida e impotente, sobre la cual se eleva la exclusividad del “uno libre”: el déspota oriental. De ahí que pareciera estar plenamente justificada la exigencia posmoderna de concentrar la inclinación, más que en el amor por los otros, en la mismidad como única garantía de la propia libertad.

            Think different, el lema creado por Steve Jobs para promocionar el uso de los procesadores Apple, tuvo como objetivo central representar la lucha abierta y directa del individuo frente a las pretensiones totalitarias de “unificar el pensamiento”, incluso antes de la efectiva llegada -ya anunciada por Orwell- del emblemático “1984”. Resultado del triunfo y consolidación del principio de reproductividad técnica como sistema central de las nuevas relaciones sociales de producción, en la era de la industrialización avanzada, Jobs advertía la pretensión, por parte de los grandes monopolios comunicacionales, de conducir a la humanidad entera hacia el callejón sin salida de la “purificación de la información”, creando “por primera vez en la historia” el “jardín de la ideología pura”, en el que “cada trabajador pudiera florecer protegido de verdades contradictorias y confusas”. Pues bien,  paradójicamente, el propósito de Jobs no solo terminó siendo presa, sino, además, formando parte transustanciada del gran sistema universal de dominio de la era digital. La “gran aldea”, creada por el nada imaginario Big Brother, terminaría devorando las exigencias de toda posible libertad individual, de toda mismidad.

            El irreverente: “verás como 1984 no será como 1984”, concluyó en el más absoluto control de un todo abstracto sobre las partes infinitamente abstractas y cada vez más fragmentadas. Después de todo, el viejo Zenón de Elea pareciera haber tenido razón en la formulación de sus aporías: al cobijo del entendimiento abstracto, y por más que lo intente, Aquiles -el de “los pies ligeros”- nunca podrá remontar a la tortuga, porque a cada paso suyo esta seguirá exponencialmente aumentando la distancia. Cuestiones de matemática infinitesimal. Creer que el poner en manos de cada individuo su “propio destino” sea la clave para conquistar la autonomía e independencia absolutas, tiene su remate en la no comprensión del significado concreto del destino propiamente dicho. Al final, con atónita mirada, se termina  constatando el más grande control global al servicio de un poder omnívoro, gansteril. No es “liberándose” de lo público como se consolidan los derechos individuales; ni es desechando el amor hacia el prójimo -la idea de comunidad- como se puede alcanzar el amor propio.

            Advertía Schiller, siguiendo a Kant, que la entrega amorosa -premisa de toda vida comunitaria- tiene el riesgo de la enajenación de la propia autonomía. Desde la perspectiva política y social, se trata de la contraposición de comunitarismo y liberalismo. Y, para el entendimiento, se trata de una confrontación insalvable: o se aceptan las consecuencias del amor o se acepta la preservación de la mismidad. Y, sin embargo, más allá de semejantes fijaciones, en el amor ya se siente la unión -no la unificación, porque lo unificado ha sido puesto por la reflexión- de sujeto y objeto. La unión, en efecto, no se sustenta en una unidad estática, originaria, previa, sino que ella es la unidad en movimiento continuo, por lo cual se escindinde infinitamente, se particulariza, se determina: crece y concrece, se reconoce y reconcilia consigo misma. Como afirmara Hegel, en el amor “la vida se reencuentra con una duplicación y como unidad concordante de sí misma”. El amor sólo puede reafirmarse como amor al multiplicarse. Solo así puede producir su más plena unidad diferenciada. Lo unido por oposición tiene que ser comprendido en virtud del todo, pero el todo no lo precede, porque el todo es su desarrollo. Ni el amor ni la mismidad se deducen. No se trata de entes inamovibles. Más bien, se trata del Espíritu, comprendido como la “comunidad de seres libres”.

            No se pueden comprender amor y mismidad sino en virtud del devenir, de la recíproca oposición de los amantes entre sí, como unidad orgánica, diferenciada, de cada uno de los términos. Una unidad que ni es anterior ni es exterior a los amantes mismos, porque los opuestos, para ser opuestos, tienen necesariamente que estar en relación de unidad. Cada amante es una parte y un todo. Es lo finito y  lo infinito, la unidad y la no unidad. Lo que la historia de la filosofía define como “amor” deviene Espíritu, precisamente porque los términos de la oposición que constituyen la relación conforman la inseparable unidad de la unidad y de la no-unidad. Lo positivo y lo negativo, siendo términos opuestos, están determinados por su otredad. Por eso incluyen en su seno el concepto de su recíproca relación. Como afirma Spinoza, “toda determinación es una negación”. Ni el amor propio excluye el amor al prójimo ni el amor al prójimo excluye el amor propio. No se trata de la alternatividad de los términos, que responden a la exigencia de una unificación preestablecida y fijada, a través de un tercer término, un “ser” abstracto e indeterminado. Más bien, se trata del desarrollo, del venir en, del desplegarse de sus determinaciones.

            En este sentido, conviene decir que amor y mismidad son un incesante producirse, siempre de nuevo. Es el acto impuro devenido ethos: el pasaje de la vida individual que logra comprenderse como Espíritu y volver, concrecida, sobre sí misma. Solo de la más dolorosa separación puede resultar la verdadera lucha por unidad. 

                     

                 


José Rafael Herrera

@jrherreraucv



 

 

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