El Conocimiento: ¿Ensalada o Potaje?

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El Conocimiento: ¿Ensalada o Potaje?
En este escrito se pretende estimular una reflexión sobre la universalidad –o no– del concepto y la capacidad del sujeto para influir, según sea el caso, en su naturaleza global o en sus características particulares. Inevitablemente, el escritor toma partido.

Siempre he albergado dudas sobre la verdadera naturaleza del conocimiento, verse sobre lo que verse. No importa si tratamos de gastronomía –la rama del conocimiento «alimenticia» por excelencia– o de filosofía; en cualquier caso, mi impresión es que su naturaleza es la misma y que, haciendo uso de un fácil recurso gastronómico, se acerca más al «potaje» que a la «ensalada». Reafirmo que se trata de una impresión y que, en mi opinión, esto es lo que se debería calificar como conocimiento «verdadero», sin descartar ni descalificar la posible validez de las opiniones divergentes que discrepen, en su totalidad o en parte, de las reflexiones que se acompañan, las cuales pretenden justificar esta opinión subjetiva, evidentemente sujeta, como toda convicción que se precie, a revisión fundamentada.

La primera reflexión que se debe afrontar –quizá una premisa, difícilmente prescindible– es que el conocimiento es el resultado de un proceso, más o menos extenso en el tiempo o en complejidad, que utiliza, en mayor o menor dosis, sus entradas, siendo éstas las que caracterizan la salida, es decir, el resultado. Conviene aquí puntualizar que con esta afirmación no estamos despreciando la enorme importancia del proceso ni la de los recursos empleados, sino enfatizando una obviedad así ejemplificada: que leyendo prensa amarilla o rosa, difícilmente aumentará nuestro conocimiento sobre los clásicos griegos. Quizá, afinando la precisión, habida cuenta que toda lectura bien digerida es potencialmente beneficiosa, aumentemos o reafirmemos nuestra confianza en sus enseñanzas, pero aumentar nuestro conocimiento sobre ellos, el que ya teníamos, seguro que no. En cambio, lo que sí se puede asegurar es que el consumo de prensa amarilla o rosa (las entradas), convenientemente digerido (el proceso), aumenta el conocimiento del famoseo y del chismorreo de baja estofa, resultado eficaz, ya que, podemos suponer, era el deseado por el sujeto. Por lo tanto, son las entradas las que determinan el carácter del resultado o, en otras palabras, el tipo de conocimiento. Dediquemos ahora nuestra atención a los recursos empleados, dejando para el final el propio proceso, determinante, en último término, de la calidad del resultado. Ni que decir tiene que, a partir de ahora, nos centraremos en la adquisición de un conocimiento de mayor trascendencia cultural que el coloreado y superficial ejemplo anterior, haciendo uso, eso sí, de la analogía culinaria evocada en el título.

En todo proceso –y el de adquisición de conocimiento no es ninguna excepción– se consumen unos determinados recursos, con lo que damos por sentada otra premisa: nada es gratis, y el conocimiento tampoco. En el caso particular que nos ocupa, podríamos identificar dos recursos principales:  tiempo atención. Los diferenciamos porque, en contra de lo que pudiera parecer, no son equivalentes ni intercambiables. Podemos consumir mucho tiempo con poca o nula atención o poco tiempo con mucha atención, consiguiendo, en ambos casos, resultados dispares e insatisfactorios. Y por muy buenos que sean el proceso y las entradas, sin el tiempo y la atención adecuados, esto –el resultado– no hay quien lo arregle. Pero sigamos adelante. Supongamos, a) que nuestro objetivo sea adquirir conocimiento filosófico en forma autodidacta, y que para ello nos proveemos de las mejores entradas representadas por una completa biblioteca de lecturas, tanto en forma de originales de culto de relevantes filósofos –primera elección subjetiva– como de obras recopilatorias, históricas o académicas de reputados autores –segunda elección subjetiva–; b) que nos dotamos de todo el tiempo razonablemente necesario –tercera elección subjetiva– y c) que asumimos el compromiso de consumir este tiempo dedicándole al proceso la máxima atención, último e importante recurso al que consideraremos, en principio, objetivable, dando por supuesto que nadie –por lo menos, nadie que, realmente, desee adquirir el tipo de conocimiento de nuestro supuesto–, se engaña a sí mismo: es decir, aislamiento, radio o caja tonta apagada, silencio o, como máximo, si procede, suave música ambiental inspiradora o facilitadora de la tranquilidad espiritual necesaria para agudizar la comprensión lectora y con ello, optimizar la eficiencia del proceso, factores coadyuvantes eminentemente personales que subjetivizan de nuevo el recurso(1).

Con lo que hemos llegado al propio proceso productivo, al verdadero generador de resultados, al verdadero responsable de nuestro conocimiento, al cocinero que determina su verdadera naturaleza, naturaleza que es la nuestra, la única que vamos a tener a nuestra disposición para su utilización y disfrute y que, por lo tanto, es personal e intransferible y cuya homologación total o parcial con otros conocimientos –en el caso que nos ocupa– filosóficos será muy de agradecer pero, con toda probabilidad, mera coincidencia estadística. Y esto no será debido únicamente a la subjetividad inherente en las entradas y los recursos, sino a la del propio proceso, sobre el que tenemos poco o nulo control, debido fundamentalmente a que se desarrolla de forma absolutamente independiente de nuestra voluntad, en respuesta a algoritmos neuronales que dependen en mucha mayor medida de nuestras capacidades innatas que de las capacidades adquiridas en nuestra experiencia o en otros procesos de aprendizaje, las cuales pueden modular, reforzar o inhibir parcialmente la predisposición genética, pero no anularla o modificarla de forma determinante(2). Esto refuerza mi opinión sobre la no-universalidad del conocimiento y su restringida localidad subjetiva, lo cual no excluye la existencia de amplias vetas de conocimiento parcial o aproximado –vetas verticales, no transversales– que facilitan el intercambio cognitivo –evidentemente, sin garantía de éxito– entre las personas «conocedoras», sea de este tema o de cualquier otro. Y con esto, con la sensación de no haber desarrollado ni propuesto todavía nada realmente novedoso, llegamos por fin a la cuestión planteada en forma de metáfora culinaria: ¿ensalada o potaje?

Conviene comenzar las conclusiones recordando que lo que se trata de analizar es la naturaleza del conocimiento adquirido, es decir, sus características o rasgos diferenciadores, no su alcance ni su grado de erudición. Ni tan siquiera la eficacia del proceso, es decir, su mayor o menor aprovechamiento. Continuando con la analogía culinaria, estamos intentando dilucidar cuál es el plato que se encuentra el sujeto al finalizar el proceso, plato que, en nuestra analogía, representa el conocimiento adquirido, servido y disponible para el consumo. No importa el tamaño o profundidad del plato ni lo más o menos lleno que se encuentre. Tampoco importa la cantidad de ingredientes ni sus dosis. Lo único que nos importa es la naturaleza de su contenido. Hecha esta puntualización ya sólo queda ponernos el gorro de chef y entrar en la cocina.

Puede resultar un tanto decepcionante, pero creo que es así: la naturaleza básica del conocimiento adquirido no depende de nuestra voluntad. Unos disfrutamos de conocimiento básico «ensalada» y otros de conocimiento básico «potaje». Entre ambos se encuentran múltiples naturalezas intermedias que podríamos etiquetar como un menú de dos platos, cuya intensidad, existencia y volatilidad dependen de la voluntad y esfuerzo del sujeto, pero que, en ningún caso, llegan a superar o anular la naturaleza básica, que es innata. Entendemos por conocimiento «ensalada» el basado en una memoria literal, en lo que podría ser una especie de memoria fotográfica –quizá lo sea– que le lleva al sujeto a recordar la literalidad de lo leído. Todos hemos conocido a enciclopedias ambulantes que recuerdan no sólo citas literales, sino la obra y capítulo donde aparecen. Y, en la mayoría de casos, sin demasiado esfuerzo. Debo reconocer que nunca lo he conseguido. Cuando he necesitado memorizar algo de forma literal, el esfuerzo ha sido ímprobo y la volatilidad, extrema. En cambio, persisten recuerdos –no sentimentales, intelectuales, por ejemplo, fórmulas– que están ahí y que se grabaron de forma involuntaria, natural e indolora. Es por esto que pienso que no depende de nosotros sino de nuestra configuración «de serie». Y por esto también dudo de que quien tenga esta facultad, fácilmente reproducible por cualquiera que no la tenga con el recurso a la biblioteca, y se quede en ella, disfrute de un conocimiento «verdadero». En una ensalada, por completa que sea, todos sus ingredientes son perfectamente identificables y se encuentran en el mismo estado que antes de ser procesados –excepción hecha de su troceado–. Más allá de la simple respuesta en forma de satisfacción sensorial, no se puede encontrar diferencia racional ni nutricional entre el consumo independiente de los ingredientes –aliño incluido– o su consumo tras el simple proceso de mezcla, por el elemental hecho de que, a diferencia del potaje, esta mezcla no es tal. Se da también la circunstancia que al sujeto propietario de conocimiento «ensalada» le resulta particularmente difícil extraer, deducir o destilar conceptos básicos –transversales– que puedan ser utilizados como denominadores comunes de su ingente memoria de almacenamiento de datos(3).
 
En cambio, pienso que el conocimiento «verdadero» se corresponde con el «potaje», plato que no existiría sin sus ingredientes, pero que los ha integrado de tal forma que resulta verdaderamente difícil su identificación precisa. Por descontado, algunos son evidentes, otros destacan, algunos se sugieren, los menos se confunden, pero el plato, conceptualmente, es distinto: es algo nuevo y «verdadero». Su naturaleza es diametralmente opuesta a la «ensalada». Si disfrutamos o no con él es secundario. Lo que nos importa es que es auténtico y que, como sabe todo cocinero, a pesar de repetirse mil veces con los mismos ingredientes, siempre es distinto. Y, una vez finalizado el proceso, en su degustación se olvidan los ingredientes –las entradas– y se disfruta del resultado como un todo distinto, en una explosión de nuevos sabores imposibles de encontrar en la «ensalada». Novedad es equivalente a enriquecimiento y enriquecimiento es equivalente a aumento del conocimiento. A verdadero conocimiento.  

La verdad es que con todo esto me ha entrado hambre. Será cuestión de preparar un nuevo «potaje» filosófico. Resulta paradójico que algunos necesitemos leer los libros para conocer lo que no está en ellos. Porque lo que está, lo leamos o no, permanece en la estantería, mejor ubicación que en nuestras neuronas.

Notas:
1 - Por descontado, si el objetivo no es la formación autodidacta sino la obtención de una licenciatura, la entrada principal del proceso vendría representada por la matrícula en una universidad, cosa, lamentablemente, cada vez más exótica y dificultosa. En este caso, la subjetividad de esta entrada no le correspondería al sujeto –excepción hecha de la elección de centro–, sino a los responsables de los planes de estudios. Obviamente, las lecturas complementarias a las «regladas» seguirían siendo entradas del proceso. Tanto los recursos necesarios como la naturaleza del resultado no se verían afectados.
2 - Puede resultar interesante consultar la teoría de las Inteligencias múltiples de Howard Gardner.
3 - Datos e información no son sinónimos. La definición más ajustada del término «información» es: «datos con significado». Extraer y aprovechar el significado de los simples datos es lo que caracteriza al conocimiento.
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