Relato: El extraño invitado

Compártelo:
El extraño invitado
En el momento en que creemos que todo es extraño ante nuestros ojos, nos convertimos nosotros mismos en extraños. ¿Cómo puede alguien volver a la tierra donde nació y no sentirse parte de ella? ¿Qué es lo que queda en nosotros cuando olvidamos? ¿Qué encierra nuestra memoria? El protagonista de este relato vuelve a su tierra a descubrirse.

          Cuando llegó al pueblo le invadió una pena inmensa que recorrió sus piernas y brazos y sintió que jamás lo volvería a abandonar. Muchos eran los años que habían pasado desde la última vez que hizo la visita para cobrar la herencia que sus padres le habían dejado, y malvenderla. Hubo de llegar en autobús y kilómetros antes pudo darse cuenta de que algo raro ocurría, nada estaba como entonces, que las peñas de roca dura que indican que entras en zona montañosa parecían ahora de arena blanda, dispersa por la ventisca de los idus de octubre, los ríos y valles de su infancia parecían menguados y sedientos, los almendros resistidores de otro tiempo se torcían ahora moribundos hacia la tierra. Entrar en el pueblo supuso el sentirse un extraño entre tanta gente desconocida y notar que nada se mantenía como lo recordaba, las calles habían sido empedradas de impoluto adoquín, frente al barro sucio que de niño habían gozado sus pantalones, en los balcones no colgaban las tristes yedras amarillas que una vez pudo ver, seguramente fueron redrojos de las flores nuevas carmesí, el párroco no fruncía ahora el ceño enfadado ante los balonazos en su portal sino que reía y contaba historias de Cristo a niños bien peinados, y con zapatos relucientes sin rotos en los exteriores. En la plaza del pueblo había una fuente donde antaño hubo un ciprés, es el ayer frente al hoy. Paseó por el pueblo y no pudo sino saludar a gente extraña, se apretó la corbata y se abrochó la americana, y recorrió lo que antes fueron las casas de sus vecinos, no reconociendo forma ni estructura alguna, mucho más modernas que hacía años, y la gente lo miraba y veía cómo se tapaban la boca, que acercaban a la oreja de algún otro extraño para comentarle acerca de aquel hombre barbudo que paseaba desorientado. El barbero no era barbero, sino una chica que se hacía llamar esteticista y no afeitaba a cuchilla, sino a láser. Hasta los perros eran otros, ninguno caminaba solitario ni ladraba despavorido, todos llevaban su collar con alegres colores y levantaban la cabeza al cruzarse con otra gente, gente extraña con lentillas y bolsas de la compra en lugar de cestas o carritos, con calefacción en sus casas que no deja exhalar el humo contaminante de los hogares, pues ya no era necesario. Llegó al parque y los niños disfrutaban con sus padres, que jugaban con ellos; antes, nunca fue tal, los jóvenes no llevaban relojes ni compañías adultas en sus juegos. Lo que hubo de ser la antigua casa donde se crió se había convertido en local de copas y bailes, con sus luces apagadas que aguardaban al atardecer para iluminar la entrada. Había llegado él al pueblo en pleno otoño como pregonero invitado en la inauguración de una feria tecnológica, sabiendo alguien en el consistorio que alguna vez él mismo perteneció a aquellas tierras, y conociendo, mal que bien, los propios avances del susodicho pregonero en el campo de las nuevas tecnologías. Todo el pueblo fue a verle hablar, con la curiosidad de quien quiere examinar lo desconocido. Desde el balcón del consistorio pudo ver el pregonero el extraño pueblo y a su gente, abarrotada extrañamente para recibir a un extraño, a un extranjero. El pregonero invitado sintió la angustia de quien no reconoce elemento alguno, el sudor le resbaló por la frente y se le nubló la mirada. El alcalde, que lo acompañaba, le ayudó a tumbarse dentro del salón y la gente empezó a zumbar en rumores bajo el balcón. En qué nos hemos convertido, pensó el invitado, y cayó su cogote crujiendo la madera del piso. Murió sin más. Pero antes hubo algo que lo alivió: desde el suelo y con la mirada borrosa observó a través del balcón el torreón de la iglesia, que seguía igual que entonces, con su piedra lastrada por los siglos, y sobre el campanario, un nido de cigüeñas que peregrinaban, y escalaban en el mismo techo de pizarra negra cada año, igual que entonces. Y se dio cuenta en el último momento que, sobre todo, lo que nunca había cambiado, era el frío helado que irrumpe en otoño. El frío.
Compártelo:

Publica un comentario: